Mié 19.03.2014

EL PAíS  › OPINIóN

La dimensión moral de los juicios

› Por Jorge Auat *

Hace pocos días el diario La Nación publicó una nota de opinión del historiador Luis Alberto Romero y la recogió parcialmente unos días después como editorial. “Cuándo la política desvirtúa a la Justicia” fue el título de aquella columna que puso en discusión el accionar judicial en los juicios de lesa humanidad y los contextos en los que se desarrollan actualmente. Vale la pena echar un vistazo y profundizar la discusión. La primera cuestión en la que el autor riega fuera de la maceta es su crítica a los actos populares que suelen celebrarse en la primera audiencia de un juicio, como fue el caso de Mendoza y que, en verdad, fue multitudinario. Esta mirada indudablemente teñida de un interés político-ideológico no advierte que estas expresiones, que sin duda son de júbilo, tienen un sentido que dista mucho de lo que se pretende reflejar en la nota como un show frívolo que denigra la calidad institucional de los juicios. Es un análisis simplista y lineal que lee la letra como dibujo y naturalmente no advierte el gesto liberador de un reclamo largamente esperado, un “por fin”. Y tampoco repara en lo más importante: la reivindicación de la víctima, su resignificación, su regreso como sujeto, su visibilización. Mirado así, con el sufrimiento en la piel, se podrá entender el sentido profundo del gesto.

El juicio y su relato son más que un espacio jurídico, son la transmisión del suceso. Y allí está la víctima, que en el juicio adquiere trascendencia histórica y no quiere compasión. El relato es la memoria en su más minuciosa expresión. Es, como dice el filósofo español Reyes Mate, “la anécdota como sustancia”. En los juicios, el relato está plagado de anécdotas y esto es fundamental. La palabra y la mirada de la víctima protestan contra esa injusticia y declaran decididamente, como decía Theodor Adorno, que “la condición de toda verdad es dejar hablar al sufrimiento”. De eso se trata la memoria y es la mejor herramienta para prevenir el horror del pasado. El “nunca más” no es sólo una expresión de anhelo, es un compromiso que se ratifica todos los días y es precisamente en los juicios donde la memoria, a través del relato, opera como prevención. Es la visibilización descarnada del crimen de la víctima la que permite acercarnos a la justicia.

Por otra parte, hay que señalar el efecto colateral de los juicios, que abrió en el mundo del derecho una puerta –que todavía tiende a cerrarse– por donde ingresaron los derechos humanos. Los organismos tuvieron allí un rol fundamental: militaron por un nuevo paradigma en la sociedad, no sólo por el castigo de los verdugos, sino que fueron por más, convocaron a un acto de reflexión y trabajaron incansablemente contra un proyecto de olvido. Ese es el prestigio de los juicios.

En la nota de La Nación Romero dice que “la comparación con el Juicio a las Juntas de 1985 es inevitable”. Por mi parte, no quiero trazar un cuadro comparativo con el Juicio a las Juntas de cuya lectura y significación se hará cargo la historia. Sin duda que algunos de los operadores judiciales que fueron protagonistas de ese proceso podrán tener –y sería comprensible– una visión mesiánica de lo que hicieron y probablemente tengan razón: sentó jurisprudencia y figurará en los tomos de fallos históricos. Pero, ¿qué pasó que no alcanzó? Su objetivo pacificador quedó trunco. ¿Será que la sociedad necesitaba del relato minucioso de la memoria, del castigo a cada verdugo y también de la recordación como prevención? Creo que el impulso generador de estos procesos tiene demasiada trascendencia como para frivolizar su análisis al acto festivo al que, por otro lado, tampoco se le dedicó una mirada más abarcativa que diera cuenta de su alcance.

No es cierto, como insinúa Romero con demasiada ligereza en la comparación con el Juicio a las Juntas, que en aquel juicio no hubiera un “tribunal especial”, como si estos jueces de hoy sí lo fueran. Estos jueces, en su mayoría, ingresaron por concurso o están en funciones desde mucho antes de la reapertura de las causas. Precisamente uno de los pilares donde se asienta su prestigio es que no fueron tribunales especiales los que llevaron adelante semejante faena y, en los casos donde se integraron tribunales por apartamiento de sus titulares, se convocó a jueces de otras jurisdicciones para subrogarlos. Todos los jueces que intervienen y controlan son de la más variada índole y de distintas épocas. El procedimiento es el mismo con que se juzgan todos los otros delitos que no son de lesa humanidad.

Además, para desprestigiar estos procesos el autor de la nota afirma que estuvo presente la procuradora Alejandra Gils Carbó en el acto de Mendoza con motivo del comienzo del juicio que cuenta entre sus imputados a ex jueces y funcionarios. Esto es absolutamente falso; la procuradora no estuvo en Mendoza. Pero esa falacia corre el velo. La coartada es visible, lo que se pretende con la mentira es descalificar a los operadores jurídicos, convertirlos en políticos para deslegitimar los juicios. Toda esa construcción es portadora de un mensaje: “Están condenando a inocentes”. No se guardó nada el autor de la nota, jugó con todos los naipes del mazo. Como contracara, elogia el Juicio a las Juntas para descalificar los actuales procesos a partir de datos que nada tienen que ver con la realidad ni desde los hechos ni tampoco desde lo jurídico. La estrategia es clara. Sospechar de la estructura judicial para devaluar los juicios. Cuestionar la legalidad de estos procesos es precisamente montarse en el discurso estratégico de la impunidad. La ruptura con el sistema es parte de la maniobra: al final del túnel hay un inocente condenado sin pruebas por operadores inescrupulosos, y para no estar solo en esa cruzada se acompaña con Ricardo Gil Lavedra, que descalificó la valoración de las pruebas y la inobservancia del beneficio de la duda.

Mal que les pese, estos juicios tienen todas las garantías constitucionales con plena y absoluta intervención de abogados defensores en todo el trámite de las causas y pasan por todas las instancias recursivas donde el mérito de las pruebas es controlado por distintos tribunales y muchos jueces. Si el historiador tuviera razón, los responsables en todo caso no son los organismos ni su militancia, serían sin lugar a duda los jueces –incluyendo a la Corte Suprema– que son los que condenan y absuelven. Para no dejar cabos sueltos, la nota también cuestiona el carácter de lesa humanidad de los delitos que se imputan, cuando ya está fuera de discusión que estos hechos motivo de juzgamiento ocurrieron en el marco del terrorismo de Estado, y esto fue probado además en el propio Juicio a las Juntas que tanto elogia. Si así no fuera, se harán cargo los tribunales revisores.

Tampoco es cierto, como se afirma casi temerariamente, que César Milani fue favorecido por el beneficio de la duda: no hay ninguna resolución sobre su situación procesal. No hubo en la causa aún una valoración probatoria de la que se pueda derivar una conclusión como la que se afirma. La duda sólo podría derivar de un análisis de las pruebas. Eso no ocurrió. No hubo tal selectividad como asevera.

Pero el rigor no es justamente un valor que se encuentre a lo largo de la nota. Por el contrario, Romero declara abiertamente que el tema “no lo conoce en detalle” y dice que “si escribiera como historiador, investigaría más”. En este caso sería bueno, sobre todo lo segundo.

* Fiscal general a cargo de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad.

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