Lun 18.08.2003

EL PAíS  › OPINION

Televisión y política

Por Horacio González

La televisión nos pone frente a un mundo de gestos, reglas de cortesanía y coreografías juglarescas, tal como si fuese una sofisticada civilización medieval. El viejo eslabonamiento de palabras políticas no ha desaparecido, pero se lo obliga a secuencias convulsivas y a un uso sofocado del tiempo. Las teorías bien o mal llamadas decisionistas lo comprenderían bien. Con la expresión televisiva del hombre político estamos frente a acontecimientos aparentemente independientes de las fuentes vivas de la existencia. Por lo tanto, en un denso minuto bajo los spots, una frase parecería valer más que una biogafía completa. Y una exclamación casual más que una clase social, un chascarrillo oportuno más que la construcción de hospitales, una mueca pertinente más que un plan social de viviendas. Ese es el riesgo del debate. Una buena finta escénica puede derribar o relativizar el peso de una laboriosa inversión en redes escolares o la fuerza de una movilización popular.
Quién más ha entendido y se ha excedido en esta comprensión es Luis Zamora. Proviene justamente de una tradición política que se basa en el deseo de producir escisiones unívocas en difusos o implícitos significados culturales. Pero ¿no darle la mano a un contrincante es una muestra de independencia moral o la innecesaria superpolitización de un automático convenio costumbrista? Da la impresión de que Zamora percibe tan convulsivamente las máquinas productoras de unidad social que corre riesgos incomprensibles (su abstención en el voto sobre la nulidad de leyes de obediencia debida). En su actuación en el debate confundió la denuncia políticamente eficaz con tontos arañazos ultrajantes, como la estudiada rutina despectiva sobre el nombre de otro postulante.
En cambio, Patricia Bullrich articula activismo aniñado y neoconservadorismo de adultos. Excava en oscuros prejuicios, arroja cómplices miraditas hacia el costado y muestra una astucia elemental, misturando bruscos ideologismos con las desoladoras consecuencias de asumir el personaje de la “piba”. Palabra paradójica que no tiene otro sentido que prolongar con presunto sentido irónico partes ramplonas del idioma sindical de bravata y pelotera.
Por su parte, los dos candidatos principales son los rostros con los que llegan ambos campos sociales y culturales confrontados. Por un lado una clase de políticos que se rehace de chasqueados avatares anteriores y mantiene una ambigua relación (de fastidio y reticente comprensión) con la movilización social. Componen un funcionariado laico, son experimentados vástagos de una percudida memoria progresista que ha logrado ofrecerse como vértice de un tenso acuerdismo de fuerzas heterogéneas. Por otro lado, un empresario afortunado, que concibe rústicamente el poder como una emanación cautiva de prácticas de acumulación de dinero y bullicio dominguero. Es una juvenilia neopopulista, secreta visión del galán negociante frente a las pasiones de los estadios. Tanto este candidato securitista está obligado a adquirir ritualidades “progresistas” como el progresista a adosar emblemas de “seguridad” en su cartilla de campaña.
Sólo que uno de ellos tiene un interesante modelo televisivo. La recientemente creada Ciudad Abierta es una pantalla realmente innovadora al postular otro uso del tiempo, del relato y del espacio (y por eso es extraña y atacable). Las huestes del delfín empresario la rechazan con argumentos fáciles y demagógicos. He allí una diferencia interesante entre tantas otras más o menos obvias: un titilante y perfectible estilo televisivo novedoso, que puede sugerir que la política repiense la televisión antes que la televisión rehaga la política.

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