EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Sergio Massa acaba de afirmar que en la próxima etapa política pasará a primer plano una nueva generación; una generación que nació y vivió en democracia, que no es hija de las antinomias históricas de la Argentina. En consecuencia, dijo, “los prejuicios van a ser parte de una historia a la que hay que mirar para no repetir, pero no va a formar parte de las discusiones presentes” (el texto corresponde a su discurso en la reunión de “Argentina por el desarrollo industrial” y es reproducido por la página oficial del Frente Renovador). Como si a esa idea fuerza le bastara potencia simbólica, el diputado la repitió con insistencia en su reciente visita a Estados Unidos, durante sus encuentros con el Consejo de las Américas y con la cúpula del ultraconservador Tea Party. Casualmente o no, la interpretación generacional de la “nueva etapa” fue formulada enfáticamente en Estados Unidos el mismo día en que en el país se recordaba el 38º aniversario del último golpe de Estado, que abriera paso a la dictadura más sangrienta de nuestra historia.
Como herramienta de marketing, la idea es muy buena. Su efecto seductor se sostiene en la promesa de un nuevo comienzo. Sus protagonistas centrales no vivieron la época de las confrontaciones trágicas que desembocaron en la dictadura. Quien lo enuncia puede –con un poco de flexibilidad y teniendo en cuenta que era un niño cuando recuperamos la democracia– reivindicar su pertenencia al colectivo que invoca, y declararse su representante. Tiene además el encanto del diagnóstico simple y esperanzador: los problemas argentinos se explican por nuestra propensión –nunca explicada, por cierto– a confrontar entre nosotros. Si esto es así, se deduce que el diálogo, el consenso y la tolerancia traerán su solución. La pretensión de la fórmula es atraer hacia la candidatura del ex intendente de Tigre a un sector “intermedio” de nuestra sociedad, que vive con baja intensidad (y con un poco de fatiga) la agudización de las tensiones políticas producida en estos años.
Hay varios presupuestos en juego en estas definiciones. Como es inevitable, cada vez que se enuncia la presencia de una nueva generación surge el problema de la evidente heterogeneidad del sujeto a construir. Massa parece presumir –y no es el único– que entre los jóvenes predomina una mirada pragmática, relativista, “descafeinada” de la política. En realidad, más que de la generación de la democracia parece hablar de la generación de los años noventa del siglo pasado, la que vivió el retiro de la política y el ocaso de lo público que acompañó la prédica del fin de las ideologías, la primacía del mercado, la comprensión de la sociedad como una acumulación de individuos y de pequeños grupos despojados de cualquier otra identidad social y cultura que no proviniera de la comunidad de sus consumos. El desarrollo de una nueva onda de movilización y participación política juvenil, impulsado principalmente por la fuerza de gobierno, es presentado como un fenómeno de superficie, algo así como una mezcla de romanticismo hueco y oportunidades de empleo público. En auxilio de esa interpretación, suele acudirse al hecho de que la mayoría de los jóvenes no participa en esas organizaciones y en esas movilizaciones y las observa desde la apatía y el descreimiento.
Massa utiliza la palabra “prejuicio”: la confrontación es hija del prejuicio respecto del otro. No son procesos históricos que remiten a representaciones más o menos profundas sobre la sociedad sino malentendidos. ¿Quién sostiene esos malentendidos? Son los políticos (claro está, los de la “vieja política”, los de la “vieja generación”) los que construyen y radicalizan los prejuicios para utilizarlos en la creación de su propia base de apoyo. Así, la cuestión de la centralidad de la memoria, la verdad y la justicia respecto del terrorismo de Estado es presentada como agitación revanchista dirigida a manipular la conciencia colectiva, estableciendo una conexión arbitraria de sentido entre aquellas confrontaciones y los actuales actores políticos. La idea es que hay una verdad política, que puede ser común para todos y debe revelarse en una amable deliberación, que es tapada por el prejuicio y la manipulación. La causa de la confrontación no es la distribución de los recursos, la dignidad del trabajo, la creación de oportunidades para todos sino un oscuro designio de construir enemigos para afirmar el propio poder.
En estos días, el aniversario del golpe de 1976 nos llevó una vez más a revisitar viejas memorias. A revivir el clima de los meses previos a ese oprobioso 24 de marzo. Hemos vuelto a encontrarnos con nombres y apellidos que de tan conocidos casi no hace falta recordar, no solamente nombres y apellidos de personas sino también de entidades, de siglas, muchas de las cuales siguen teniendo un rol protagónico en nuestras querellas actuales. En aquel momento –los meses previos al golpe– surgió un ente llamado Apege (Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias). Fueron los sectores económicos que llevaron a cabo en febrero el paro patronal que preludió la usurpación golpista. Allí estaba la Sociedad Rural, la Asociación de Bancos, la Carbap y muchas otras organizaciones del poder concentrado, entre muchos nombres y siglas, algunos de los cuales hoy ya no existen. Hasta aquí el relato parece ser la agitación de viejos enconos sin virtualidad posible en la Argentina de la nueva generación pragmática y desideologizada. Pero lo más interesante es el contenido de sus declaraciones, el tono de su lenguaje. ¿De qué hablaba la Apege? Del desgobierno, de la corrupción, de la inseguridad, de la pérdida de competitividad, del intervencionismo estatal, de la ineficiencia y el autoritarismo. ¿Cuál era la terapia? La plena libertad de los mercados, el fin de las políticas redistributivas, la apuesta al campo y a su capacidad de liderar un proceso de desarrollo. También reclamaban el diálogo pacífico entre los argentinos, la superación de las “falsas antinomias” y la construcción de un gran consenso político. El telón de fondo era la permanencia de la violencia política: el país vivía los últimos estertores de los grupos revolucionarios armados y la puesta en escena de ese primer acto del escarmiento terrorista que tuvo el nombre de Triple A.
La cuestión no es traer aquella saga para construir un arbitrario signo de igualdad con el presente. Por un lado, no hay que perder de vista el linaje de ciertos discursos, cierta compulsión a las mismas apelaciones por parte de quienes intentan hacer pasar los intereses de los grupos económicos dominantes como el interés de la nación en su conjunto. Pero además hay que establecer la diferencia principal entre aquellos tiempos y los de hoy. Desde aquí se arriesga la siguiente hipótesis: la principal diferencia no es la que separa los tiempos ideológicos y radicalizados de los años setenta y estos tiempos de pragmatismo y desinterés masivo por la política. Tampoco eran mayoría en esos tiempos los jóvenes militantes que establecieron el compromiso político como clave de su vida: como ahora, la mayoría vivía con menos dramatismo la política y tenía otras inclinaciones en el centro de su agenda cotidiana. Sin embargo, esa pasión política caracterizó toda una época histórica, la que va desde el Cordobazo en 1969 hasta la crisis de 1975 y el golpe del año siguiente. La gran diferencia de estos tiempos está en la conquista duradera de un piso de reglas de juego dentro de las cuales enmarcar el conflicto político: la Constitución, las leyes, las instituciones, el principio de la mayoría para formar gobiernos y el respeto irrestricto de las libertades de todos. En otras palabras, la máxima restricción del recurso de la violencia para dirimir los conflictos.
En la última década, y particularmente desde 2008, estamos viviendo tiempos de conflictos agudos y de grandes tensiones. La prolongación en el tiempo de ese nivel de conflictos políticos tiene como principal explicación la ausencia del recurso a la fuerza con que los sectores dominantes cortaban el nudo de las contradicciones políticas desde 1930 a 1983. La reaparición de viejas querellas políticas, con su repertorio de consignas y hasta de lugares comunes no es un síntoma de nostalgia trasnochada de tiempos mejores –que ciertamente no lo fueron– sino un modo del aprendizaje de una sociedad a vivir la democracia en plenitud; sin los miedos y las extorsiones que durante muchos años predicaron que el mejor modo de defenderla era “enterrar los fantasmas del pasado”, lo que terminó significando la aceptación del pensamiento único bajo la amable forma del consenso interpartidario. El modo de fortalecer la democracia no es el entierro de las contradicciones sino su procesamiento pacífico e institucionalizado.
Finalmente, el contenido y la misión de una nueva generación no se dirimen en sesudos ámbitos de reflexión y deliberación. La sola formulación de un carácter de la generación que llega al centro de la escena nacional es un programa político. Cuando se habla de la generación pragmática, desideologizada y desprejuiciada se enuncia un proyecto de acción política. Tanto como cuando se habla de una generación que recupera la política después del colosal derrumbe del neoliberalismo. Son dos hipótesis que configuran un conflicto proyectado hacia el futuro. El conflicto no excluye la conversación y el mutuo reconocimiento de razones y argumentos. Lo que debe estar excluido es cualquier forma de regreso a la práctica de imponer grandes consensos nacionales sobre la base de la fuerza y el poder fáctico.
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