Dom 30.03.2014

EL PAíS  › OPINION

¿Sudáfrica o Argentina?

› Por Daniel Feierstein *

Revertir los procesos de hegemonía lleva tiempo. La necesidad ética y política de enfrentar la impunidad se construyó con enorme trabajo, en un proceso iniciado a fines de la dictadura y que persiste hasta hoy. Pero cada vez más se identifican intentos –ya no sólo de los perpetradores y sus cómplices– por revertir ese logro. Aparecen por flancos diversos y apuntan siempre en la misma dirección: la Justicia no sería el mejor remedio para enfrentar el genocidio. Su última estela fue el reportaje al investigador francés Philippe Joseph Salazar, aparecido en La Nación el día previo al 38 aniversario del golpe de 1976. Pero se articula con numerosas declaraciones en ámbitos periodísticos, académicos y políticos de los últimos años. Tomaré el reportaje de Salazar apenas como ejemplo de esta tendencia.

Es difícil juzgar la experiencia política de otro país y tampoco es mi intención. Pero ya que el investigador francés que vive en Sudáfrica se permite juzgar el caso argentino sin mucho rigor, contrastaré sus afirmaciones sobre Sudáfrica con alguna información pública. Dice Salazar que “hoy llama la atención para cualquiera que vaya a Sudáfrica lo feliz que es la gente allá. Es la felicidad de vivir juntos. No quieren más hablar del pasado”. Resulta difícil imaginar cómo se concilia dicha felicidad con la tasa de homicidios anual de 31,8 cada 100 mil habitantes, no sólo de las más altas del mundo, sino también dentro del propio continente africano, cuyo promedio es de 17 (Argentina tiene una de 5,5, pese al fervor mediático sobre la inseguridad).

A ello se suma que las muertes sudafricanas tienen relación con el período del apartheid, tanto la violencia anti blanca rural (que no parece mostrar una “reconciliación” muy exitosa, con más de un millar de asesinatos de afrikaaners desde 1994, según las fuentes más cautas), sino también responden a la represión policial, las muertes en cárceles y a la dominación de género, además de la clásica violencia delincuencial.

Agrega Salazar que la ganancia de haber resignado la posibilidad de justicia se compensó con la verdad. Pues no parece ser la conclusión unánime con respecto a la Comisión de Verdad y Reconciliación. En las autoinculpaciones no sólo no hubo arrepentimiento, sino que tampoco se aportó mucha información. La mayoría de las declaraciones “olvidaban” incluir a los copartícipes en las acciones cometidas, así como de informar el destino de los cuerpos, en el caso de que no se conociera previamente. La disyuntiva de conseguir verdad o justicia no parece haber sido tal. No hay prueba alguna de que la labor de la comisión hubiese realmente avanzado significativamente en el conocimiento de los hechos más de lo que lo hubiere hecho un proceso penal.

Apelando a la teoría de los dos demonios, Salazar también sostiene sin pudor que “los crímenes de sangre cometidos por los movimientos de liberación están en el mismo plano que aquellos cometidos por los agentes del apartheid”, borrando la distinción de origen del derecho internacional de los derechos humanos, la separación entre crímenes de Estado y delitos comunes. E igualando la violencia del oprimido con la violencia del opresor, naturalizando la opresión estructural.

Sin embargo, parece que la falta de sensibilidad de Salazar ante la muerte cotidiana en la Sudáfrica actual (en especial, la muerte política, vinculada al post apartheid) tiene su correlato con la extrema sensibilidad ante la “violencia” en la Argentina. Asistiendo a una audiencia de los juicios en Mendoza, Salazar presencia la alegría y fervor de los familiares y sobrevivientes de las víctimas ante la demoradísima condena a los genocidas. Ello conduce a Salazar a considerar que “la gente pedía más sangre y ahí me dije: esto nunca va a terminar.” O sea: los linchamientos de blancos en las zonas rurales sudafricanas, la represión policial a los mineros y la violencia cotidiana en Soweto son “la felicidad de vivir juntos y reconciliados”, pero la manifestación de alegría sin agresión de un sobreviviente de un campo de concentración o de una madre o un hijo de un desaparecido ante una condena producida entre 30 y 40 años después de los hechos es un “pedido de sangre”.

El peligro es que no se trata apenas de un desliz “académico”. La insistencia con la experiencia sudafricana como modelo opuesto y superior al argentino ya tiene unos cuantos años (paradójicamente España es el otro modelo, el paradigma del silenciamiento, la impunidad y la apropiación de menores) y proviene de numerosos políticos e intelectuales, que parecen tener escasa información proveniente de los organismos de derechos humanos sudafricanos o internacionales (baste revisar los datos sobre Sudáfrica en Genocide Watch, entre otros reportes de DD.HH.).

El caso argentino fue paradigmático en las estrategias de lucha contra la impunidad. La fortaleza y unidad de su movimiento de derechos humanos, el modo en que caló en la conciencia del pueblo, la persistencia y originalidad de sus luchas (desde las presentaciones en tribunales internacionales hasta los “escraches”) permitieron consolidar un caso único por el número de procesados, el nivel de garantías ofrecido a los acusados (cualitativamente superior a casos valorables como los de Nuremberg, Tokio, Etiopía, Camboya o Bangladesh) y la seriedad de la fundamentación de las condenas y absoluciones.

Claro que es un proceso que tiene sus problemas (fragmentación de las causas, demoras injustificadas, incoherencias procesales, protección de los testigos, ausencia de investigación estatal), pero tienen que ver más con la falta de justicia que con su exceso. No hubo condenas a muerte como en Nuremberg o Bangladesh, no han existido inocentes condenados como en numerosos “casos armados” en la Justicia común argentina o extranjera, y los procesados y sus familias han visto garantizada su seguridad. Esta lucha original y exitosa del movimiento de derechos humanos argentino instaló una hegemonía difícil de encontrar en otras sociedades como la chilena, la española o la brasileña, que se encuentran mucho más divididas y donde la construcción de consensos para alcanzar la justicia sigue resultando difícil. Es este logro lo que estos discursos pretenden revertir. Y el peligro radica en que, a diferencia de las manifestaciones aisladas de los perpetradores y sus cómplices, estas falsas disyuntivas tienen mayor capacidad para calar en el sentido común, afectado tanto por la mezquina utilización política de los logros colectivos como por el también mezquino oposicionismo que se niega a reconocer el valor de un cambio de época en la lucha contra la impunidad.

El riesgo es enorme, porque distraídos en esas disputas, por primera vez se comienza a poner en riesgo la sólida hegemonía que tanto ha costado construir: la necesidad de justicia para los crímenes de Estado.

El 24 de marzo estuve en las dos plazas, como hago desde que se quebró el acto unitario del Encuentro Memoria, Verdad y Justicia. En la de los “organismos históricos”, con tinte kirchnerista y autobombo. Y en la del “Encuentro”, con participación de los partidos opositores y homologación de los gobiernos de estos 38 años. En ambas, como es lógico, había madres, hijos, familiares, sobrevivientes, aunque algunos no quieran verlos. En ambas estaban compañeros que han luchado a brazo partido, ofreciendo su tiempo y en algunos casos sus vidas para construir esta hegemonía. Coincidía y disentía con consignas de unos y otros. Pero por suerte una consigna se sigue cantando en ambas marchas, una de las pocas que canto una y otra vez a voz en cuello y que proviene de los años ‘8’: “Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”.

Los fantasmas siniestros vuelven a marchar. No usan tanques ni se pintan la cara como hacían en los ’80. Tampoco hacen gestos amenazando degollarnos, como en 2006 o 2007, cuando la desesperación los sacó de quicio. Seguramente comprendieron que sin revertir la hegemonía construida sobre la necesidad de la justicia, sus gestos serán inútiles. Van a la conquista del sentido común del pueblo argentino.

* Investigador del Conicet y presidente de la International Association of Genocide Scholars.

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