EL PAíS › OPINIóN
› Por Carlos Masotta *
Diez años atrás, con el retiro de un retrato de Videla del Colegio Militar, la historia política argentina produjo una de sus imágenes emblemáticas. Un par de fotos muestran al presidente Néstor Kirchner de perfil o casi de espaldas frente al retrato del dictador, mientras está siendo bajado de la pared por el entonces jefe del Ejército. Algunos organismos de derechos humanos reclamaban esa remoción hacía tiempo, pero el cuadro resistía en la galería de retratos del sombrío patio de honor de la institución castrense. Entonces, lo que podía haber sido un trámite burocrático se convirtió en un breve ritual de Estado que delataba ser algo más que una medida disciplinaria.
Con todo, para esa fecha, el acto fue tan anacrónico como cargado de simbolismos. Anacrónico porque el cuadro de Videla seguía allí, aunque habían pasado ya 20 años de la apertura democrática. Simbólico, porque lo realizaba el mismo presidente de la Nación en el Colegio Militar un 24 de marzo.
Durante esas dos décadas, la movilización popular mantuvo vivo el repudio a la última dictadura e hizo de la concentración en Plaza de Mayo de los 24 de marzo el evento que anualmente revisaba el devenir de la política local desde esa memoria traumática. Aunque oficializada en 2002 como Día de la Memoria, se trata en verdad de la única fecha del calendario patrio impuesta por el movimiento social. En ese largo lapso, el Estado había demostrado que podía ejercer su justicia y recurrir asimismo a políticas de impunidad y el olvido. Precisamente, el acto sobre el cuadro de Videla se detenía sobre aquella ambigüedad de un Estado que, si bien había llegado a condenar a las Juntas Militares en los ’80, había decretado su indulto en los ’90, transformándose en la rémora de la Justicia y el vocero de la reconciliación.
En aquella oportunidad, algunos medios informaron que, días antes del acto, el retrato del dictador había sido retirado secretamente por manos anónimas y que el que se bajó era uno elaborado ex profeso. La historia, si no remitiera a los crímenes de Estado, sería cándida: ante su destrucción, alguien conserva el cuadro original creyendo que en él, como en el caso de Dorian Gray, reside la fuente de inmortalidad de quien allí fue retratado.
La vida política es fecunda en estas creencias y sabe del gesto poderoso de enarbolar una imagen o de destruirla públicamente. Pero la escena que muestra a Kirchner ordenando bajar el cuadro de Videla se desarrolló con otro espíritu. Fuera del contexto del 24 de marzo, el acto pudo parecerse a una sobreactuación; sin embargo, se resignificó con el poder que esa fecha había acumulado a lo largo de los años. La imagen adquirió vuelo propio y algunos grupos militantes la replicaron con pintadas en las calles. Incluso en las últimas concentraciones del aniversario del golpe, en un rincón de la Plaza de Mayo se convocaba con la consigna “Bajá tu propio cuadro”. Sobre una pared se habían colocado retratos de periodistas y políticos opositores al kirchnerismo. Por supuesto, ninguno de ellos se podía comparar con Videla. Pero lo que el juego dejaba en claro era que el centro de atención no era ese desgastado retrato sino el gesto de mando oficial que se ungía con la autoridad que emanaba de lo que habían logrado la recurrencia terca de esas puntuales concentraciones. Se trata del valor de una escena más que el de una imagen y, en este sentido, su poder reside menos en quién puede mirarla que en quiénes pueden integrarse a ella. Su difusión militante en pintadas callejeras parece interpelar en esa misma dirección. Recuerdo un graffiti en un pueblo de la provincia de Jujuy donde los rostros de los personajes originales habían sido reemplazados por el estereotipo del indígena andino.
Según los historiadores del arte, en Occidente, el origen del retrato se remonta a la heráldica. A esos símbolos que representaban genealogías familiares y territoriales comenzaron a sumarles la figura de un noble. Mucho después, con el desarrollo del retrato burgués, se adjudicó a la imagen del rostro el valor de representar a un individuo singular. Esto es parte de un mito, pues ningún retrato puede separarse enteramente de algún grupo de pertenencia. Menos aun en política. Para la Argentina, la imagen de Videla opera más como un símbolo heráldico del Estado terrorista y del conservadurismo, que como el retrato de un sujeto. En política, la representación de las imágenes habla siempre el lenguaje de la representación de la ciudadanía.
* Antropólogo, Conicet-UBA-Inapl.
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