EL PAíS › OPINION
› Por Julio Maier *
Sólo la creencia firme de que la obra humana puede llegar a la perfección justifica la negación radical de la discusión de esa obra humana acerca de su modificación. Eso es lo que expresaba el sábado último el cartel colocado en una mesa de recolección de firmas que había en la vereda de un supermercado de los líderes: “NO a la reforma del Código Penal actual”. Desconozco si esta especie de paso previo a una consulta popular institucional o, simplemente, de consulta popular privada, se multiplicaba en la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. Sólo diría que el lugar de esta consulta aloja preferentemente clase urbana con poder económico o, al menos, racionalmente satisfecha en relación con sus consumos.
Me pareció increíble constatar que el Código Penal –al que yo he rendido culto por más de 50 años profesionalmente, ignorado en cambio por el ciudadano de a pie– servía como atractivo de una campaña para una elección presidencial. Pero todo no hubiera pasado de una anécdota algo risueña si dos periodistas de este diario no me hubieran recordado el domingo el tema en sus artículos, con cita de la opinión anterior de una persona integrante de un Consejo de la CABA, publicada también en Página/12, y si los hechos no hubieran superado todo lo imaginable de crueldad como sistema de reacción penal. Ya es suficientemente impiadosa la privación de libertad como método correccional o de prevención delictiva, incluso fracasado en la realidad, para tolerar un regreso cavernícola a la venganza anónima mediante penas corporales, sin verificación alguna del delito y de su autor, y sin enjuiciamiento, venganza que, respecto de los vengadores, sólo puede ser calificada como asesinato o tentativa de asesinato, si la víctima, por casualidad, no falleció. Sin embargo, allí no termina el cuento. He verificado que una proporción apreciable de personas, con la cuales tengo contacto por diferentes razones, justifica los hoy llamados “linchamientos” de muy diversas maneras, pero siempre con un denominador común que puede sintetizarse con las siglas TV y campaña presidencial de un candidato determinado.
Debo reconocer que el conocimiento de estos sucesos –que, al parecer, ya no significan una extravagancia, algo singularísimo– me ha sumido en una depresión horrible respecto de la sociedad argentina y su cultura. Era suficiente mi pesimismo respecto del Derecho Penal de la actualidad, para agregar ahora este regreso intolerable a las cavernas, provocado, a mi juicio, por políticos y periodistas –en el sentido de gente de prensa, con poder mediático, sobre todo en TV– irresponsables. Cuando se compara a nuestros vengadores con Charles Lynch se comete una injusticia con este último: al menos él era un revolucionario, patriota de la independencia estadounidense que reaccionó contra los tories, leales a la Corona inglesa, por razones propias de la guerra de la independencia de ese país, contexto que no lo justifica pero que explica sus acciones. Los hechos que conocemos y sus autores carecen en absoluto de esa explicación.
Yo no les pido ni al candidato que hace campaña con el Derecho Penal –para colmo de males abogado recibido en la UBA, según creo por difusión pública–, ni a sus seguidores, que renuncien a postulación política alguna, ni a los personajes de la televisión regidores de las noticias policiales, que eliminen este rubro de sus informaciones; sólo les ruego –incluso desde mi egoísmo, lo confieso: defendiendo primeramente mi propia salud como ciudadano de este país– que no infecten de odio a esta sociedad, que no dividan a sus integrantes en buenos, cuyas acciones todas son legítimas o justificables, y malos o criminales, que ni siquiera pueden aspirar a ser tratados como ciudadanos de este país ni como víctimas, hecho que no significa otra cosa que uno de los más crueles e injustos modos de discriminación social.
* Profesor titular consulto de Derecho Penal (UBA).
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