Jue 03.04.2014

EL PAíS  › OPINION

Los linchamientos argentinos en el espejo latinoamericano

› Por Leandro A. Gamallo *

Imagen: DyN.

Los resonantes casos de linchamientos dados a conocer en los últimos días ponen sobre el tapete una cuestión que, hasta ahora, parecía ser ajena a la sociedad argentina, pero que constituye un fenómeno instalado en muchos países latinoamericanos. Vale la pena conocer qué sucede en la región para tratar de entender qué significan estos hechos en nuestro país y reflexionar acerca de posibles desarrollos futuros.

El término linchamiento (“lynching”) tiene sus orígenes en la Guerra de Independencia estadounidense. En ese marco, el juez Charles Lynch decidió castigar extralegalmente a un grupo de leales al imperio británico aun cuando éstos habían sido absueltos ante un jurado oficial. Varias décadas después, el término Lynch’s law (Ley de Lynch) comenzó a utilizarse para designar la práctica de los hombres blancos del sur de Estados Unidos que comenzaron a organizar “patrullas” civiles para capturar ciudadanos afroamericanos, sospechosos de cualquier crimen por el simple hecho de tener un color de piel distinto.

En Latinoamérica los linchamientos comenzaron a cobrar notoriedad hacia fines de los años ’80, cuando las reformas neoliberales empezaron a hacer estragos en toda la región. A mediados de la década del ’90, los linchamientos eran un problema público en Brasil, Guatemala, México, Perú, Bolivia y Ecuador, entre otros. Las explicaciones en cada país difieren según las particularidades de cada sociedad, pero a nivel general se pueden resumir en la precariedad social, la extensión y fragmentación de la violencia urbana (narcotráfico, mafias, ilegalismos diversos, etc.) y una fuerte percepción de inseguridad social vinculada con la ineficacia del Estado para prevenir el delito en un contexto de desigualdades gigantescas.

En ese escenario, diversos sectores de la sociedad civil se hicieron cargo de la provisión de su propia seguridad, favoreciendo procesos de aislamiento y exclusión. Los sectores más acomodados fueron los que mejor se adecuaron al nuevo panorama: las seguridades privadas, los barrios privados y distintos métodos de “encierro residencial” aseguraron los bie-nes y las vidas de los más favorecidos. Los sectores populares respondieron como pudieron: la reciente creación de policías comunitarias en Michoacán, México, y la extensión de los linchamientos en dicho país son algunas de esas expresiones.

De este modo, los linchamientos se han constituido en algunos países (particularmente en México y Guatemala) como una estrategia precaria de seguridad popular en escenarios percibidos como extremadamente inseguros. Un ejemplo de ello es la presencia cada vez más creciente de amenazas públicas de linchamientos como un método de “persuasión” a futuros ladrones.

Esta imagen del linchamiento (como una estrategia) contrasta con la visión irracional y espasmódica que frecuentemente se tiene de estas acciones. Más bien lo contrario: en dichos países los linchamientos suelen producirse en barrios y ciudades con una fuerte impronta comunitaria que organiza las acciones de manera de que tengan la máxima exposición posible. Por esto, los episodios concentran a un gran número de personas y suelen llevarse a cabo en espacios públicos simbólicos –como plazas principales– o en torno de edificios públicos. De allí también que el prejuicio asocie (espuriamente) a los linchamientos como un acto de derecho indígena.

Este breve panorama presentado es radicalmente distinto del que estamos viendo en estos días en nuestro país. La complejidad del asunto debe partir de reconocer que la violencia colectiva se produce en Argentina en un contexto de reversión de las políticas neoliberales, a diferencia de lo que sucede en otros países de la región.

En segundo lugar, los linchamientos en Argentina son aún casos aislados. En nuestro país la violencia colectiva en respuesta a casos de inseguridad surge más ante agravios contra las personas (violaciones, asesinatos) que ante robos, y se expresa más en el ataque a los bienes de los agresores (la quema de la casa de un violador, por ejemplo) o en ataques a las fuerzas estatales (comisarías o edificios municipales, como el caso de Junín del año pasado) que en la violencia hacia individuos.

En este sentido, los linchamientos argentinos presentan un grado de coordinación y organización mucho menor, protagonizados por colectivos que, a veces, no tienen relaciones previas entre sí: peatones y automovilistas que no se conocen previamente pero identifican a un supuesto delincuente como un enemigo común y mancomunan acciones para atacarlo, como ocurrió el último sábado en el barrio de Palermo.

Probablemente en estas reacciones convivan el “hartazgo” de una situación percibida como intolerable con una concepción absolutamente discriminatoria que genera un “nosotros” (la ciudadanía o los vecinos) opuesto a un “ellos” que debe ser eliminado (los delincuentes). Lo que parece una certeza es que en nuestro país los linchamientos no pueden concebirse como una estrategia, ni mucho menos como un acto de prevención ciudadana en materia de seguridad. Al menos por ahora.

Más allá de las interpretaciones, estas acciones vuelven a mostrar que el reclamo “por seguridad” está asentado muy fuertemente en el sentido común de buena parte de la sociedad argentina. Entender el problema de la seguridad pública como un problema que atañe principalmente a los sectores más vulnerables de la sociedad debe ser el punto de partida para escuchar estas demandas, demoliendo el repertorio de recetas conservadoras que capturan ese sentido común con las propuestas de siempre: endurecimiento de las penas, criminalización de la pobreza y represión social.

* Becario Conicet. Sociólogo (UBA) y magister en Ciencias Sociales (Flacso, México). Autor de la tesis de Maestría Crimen, castigo y violencia colectiva: Los linchamientos en México en el siglo XXI.

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