EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
- Un grupo numeroso de vecinos asesina a David Moreira en Rosario. La víctima tenía 18 años. El crimen se cometió con alevosía (indefensión de la víctima) y ensañamiento (afán de agravar el sufrimiento). Homicidio calificado, dice el Código.
- Un grupo de remiseros se confunde y decide que un par de jóvenes morochos que van en una moto son chorros. Los persiguen, gritan enardecidos. Las víctimas creen que quieren afanarles. La confusión sería cómica, digna de una película costumbrista italiana de las buenas... de no terminar en una golpiza salvaje a un muchacho indefenso, responsable sólo de portación de aspecto.
- En un paraje porteño se comete tentativa de homicidio contra un motochorro pescado en flagrante delito. Y hay otras situaciones similares por aquí y acullá.
Las justificaciones o las explicaciones son pertinentes, a condición de establecer jerarquías. Lo principal son los delitos de sangre, que deben ser investigados, juzgados y en su caso condenados. Pontificar que los autores materiales lo hicieron porque demandan mayor estatalidad es secundario, en lo argumental y en la escala de valores.
Hasta para el patético simulacro de Código Penal vigente, ese que defienden con ahínco los diputados Sergio Massa y Darío Giustozzi, los delitos contra la vida son más graves que aquellos contra la propiedad. Sin embargo, la conductora de un noticiero del canal C5N da rienda suelta a su indignación. ¡Dejaron libre al ladrón de Palermo e investigan a los vecinos! En vano un abogado le explica que un robo o una tentativa como ésa es excarcelable y que para colmo no hay pruebas materiales ni denuncia. A la periodista no le entran balas y se explaya: “¡Investigan a las víctimas!”. No repara en que hubo dos víctimas en secuencia: la del robo y el de la agresión patotera. Un mundo complejo le queda grande.
Cesare Lombroso lo había hecho sencillo, en la prehistoria del derecho penal. Su obra más famosa se titula L’uomo delinquente. Para ese imaginario hay seres prefigurados para el crimen, con marcas genéticas. Se suponía que esas teorías habían sido superadas con la modernidad pero, por suerte, estamos volviendo a las fuentes.
Claro que todo es un poco intrincado para el simplismo de los medios dominantes. Hay “gente”, sinónimo de bondad y de victimización, que ataca cual jauría sin frenos inhibitorios ni compasión.
Se puede disfrazar lo de Palermo, por ahí falta poco para que algún creativo alegue que es un modo de protesta social que no debería judicializarse. Se puede “traspapelar” el desarreglo de los remiseros... pero el martirio del pibe Moreira les complica los tantos a los apologistas de la barbarie.
Clarín hace escuela de nuevo, sin dilemas ni traumas. Cierra el círculo en su tapa de ayer, un homenaje tardío a “La crisis causó dos nuevas muertes”. El gran diario tituló “Hubo otros cinco casos de palizas de vecinos a ladrones”. Joya y bingo. Son “palizas”, correctivos familiares, aunque alguno deje un muerto tirado en la calle. Chas chas con mano dura, suponemos. Son “casos”, expresión ambigua si las hay. Los “ladrones” son, sin excepciones, los sujetos pasivos, aunque la familia de Moreira niegue que David lo fuera y hay un ejemplo clavado en que no sucedió eso.
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La demanda por seguridad es válida y la incitan delitos contra la propiedad cometidos con un grado alto de violencia, que degrada la cotidianidad de gentes de a pie. Tienen razón y derecho en reclamar y es insuficiente replicarles con estadísticas comparativas. Pero como la sociedad de masas es compleja, el listado de los delincuentes no se limita a aquellos (los motochorros, por ejemplo) que empiezan su jornada decidiendo que ese día van a robar.
La vida tiene cien bifurcaciones. Como El extranjero de Camus, una persona puede terminar matando a otro en un día en apariencia rutinario. No es lo habitual, no es el promedio, pero puede darse.
Las familias que se sentaron a tomar un cafecito por Palermo no imaginaban que sus integrantes se convertirían, de arrebato, en autores, cómplices o encubridores de un delito mayor. Ciertos vecinos de Rosario no arrancaron la jornada pensando “hoy me cargo a uno”.
Hay, también, personas que delinquen a diario sin que se los encuadre como causantes de la inseguridad. Pensemos en quienes cometen violencia de género o intrafamiliar. O en los abusadores sexuales. Ejercen su poder o explotan su posición de modo perverso. Dañan mucho, pueden tener una fachada respetable: “la gente” no tiene motivos para abrazar con fuerza la cartera cuando los ve por la calle.
Otro tanto podría decirse de los evasores, de los explotadores que no pagan cargas sociales. Son personas de bien, no desentonan si se acodan en un bar VIP.
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Un sano sentido común extendido reclama a los autores de delitos, aun culposos, que den la carea, que se presenten en los tribunales, que pidan disculpas a las familias de sus víctimas. En suma, que afronten en público las consecuencias de su accionar. No es ése el clamor mediático en los casos que nos ocupan y debería serlo. Si son gente, obren como tal.
Pero no hay conductas individuales que den un alivio: gestos de contrición o, así más no fuera, hombres que se hagan cargo. No aparece quien explique que se sacó, que exprese remordimientos, que explique que ésa no es su norma de vida, que se disculpe porque no midió las derivaciones de su furia.
O un fundamentalista altivo que doble la apuesta, alardeando: que es un guapo de barrio, que reivindica su actitud de patear a una persona inerme en el piso, entre veinte o treinta más.
Más de cuatro lo aplaudirían como se hizo con el ingeniero Santos. Fue hace ¡24 años!, lo que sugiere que no hay nada nuevo bajo el sol.
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Los linchamientos no son tampoco una originalidad gauchesca. El sociólogo Gabriel Kessler explicó en una entrevista pasada en Radio Nacional que hay muchos en países hermanos y vecinos: Bolivia, Guatemala o El Salvador sin agotar la enumeración. Según un artículo publicado en el diario El País, de España, en Bolivia hubo 190 linchamientos culminados en asesinato entre 2005 y 2013. El mal de muchos no consuela a nadie, pero ayuda a relativizar a los que solo ven “color local” en los hechos y por lo tanto culpan de todo a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Los textos fundacionales del sociólogo europeo Zygmunt Baumann, escritos hace añares, también rondan la solidaridad rencorosa de los que se leen como víctimas de la inseguridad.
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Hasta ahora no se ha detenido a ningún sospechoso. Una cortina de silencio los preserva.
El fiscal santafesino Florentino Malaponte parece mostrarse activo. Un asesinato no deja espacio a devaneos. Su colega porteño, Marcelo Roma, afronta un cometido difícil. El ulular de la tribuna, “la opinión pública” le pide impunidad. Si se empecina en investigar a “la gente”, que es cumplir con su deber, corre el riesgo cierto de pasarla mal en el Agora y en los medios. Su responsabilidad y dignidad están sujetos a una prueba ácida. “La calle” no tiene ganas de ayudarlo: si el expediente se archiva los reproches serán mínimos. Total, “el delincuente” está libre.
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Si el cronista fuera fiscal y ya hubiera sospechosos identificados los acusaría por los cargos que ya señaló.
Si fuera su defensor trataría de encuadrar las acusaciones como delitos cometidos “en riña”. O invocaría defensa propia o emoción violenta. Manejaría el derecho de sus representados de declarar o de callar. Pediría su excarcelación, desde ya.
Si muchas personas llegaran al banquillo de los acusados y fuera juez se sentiría en un brete porque una sentencia severa destruiría decenas de hogares. Y una absolución masiva dejaría desamparadas a las víctimas, sus familiares y amigos.
Como no desempeña esos roles y es puro cronista, le vale decir que lo ocurrido es una señal acerca de la complejidad de la vida social. Y que no cree que los que levantaron la mano contra otros sean asesinos desde el vamos, designados por un Lombroso progresista.
Lo que aterra no es que tengan un desvarío momentáneo, que usen más fuerza de la necesaria para reducir a un sospechoso (¿cómo medirla exactamente?). Espanta que ciudadanos “normales” pateen a quien está desvanecido en el piso, “peleen” veinte contra uno, que no recapaciten horas o días después. Son desoladoras las licencias sociales o mediáticas que se les dispensan.
Por último, solo porque el espacio y el saber tienen límite, asombra el grado de violencia concentrado en una sociedad que vive en democracia desde hace treinta años. Y que supo tener otros valores o reglas no escritas hasta para una pelea en la calle.
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