EL PAíS › OPINION
› Por Manuel Barrientos *
A principios del siglo XX el filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel advertía que, en medio de la multitud moderna, la presencia del otro era sentida como amenazante; y que el precepto “sólo puedo ganar perjudicándote” comenzaba a expandirse en las relaciones culturales, sociales y económicas. Más de un siglo después, cada vez más observamos a los “otros” como rivales que complotan contra el normal desenvolvimiento de nuestras vidas cotidianas. A escala global, los inmigrantes en Europa –o los jóvenes pobres en América latina– se transforman en los blancos de esa sensación de inseguridad creciente. Son “pájaros de mal agüero”, como sostiene el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, porque traen el eco del desempleo y la exclusión que podrían llegar a alcanzarnos.
Hoy parece producirse un encerramiento con dos polos. Proliferan los countries, donde las clases medias y altas se refugian de los peligros externos. Al mismo tiempo, crece el número de detenidos en unidades penitenciarias. Pero ese encerramiento –impuesto o autoimpuesto– no hace más que multiplicar la sensación de inseguridad, porque aumenta el desconocimiento de lo que está afuera, de lo que no es igual. Genera un círculo perverso que –en la medida en que los puentes con lo distinto se desploman– se torna cada vez más frenético y tiende a retroalimentarse.
Las sociedades refeudalizadas y privatizadas exigen al “otro” su sacrificio constante y buscan no otorgarle nunca el estatuto de ciudadano pleno. Las políticas sociales universales son desvalorizadas y estigmatizadas, porque es esa integración a medias, precisamente, la que permite someter al “otro” a más y más exigencias: jornadas más extensas, sueldos más bajos, peores condiciones laborales. Los muros permiten al “nosotros construido” no ver el sometimiento que sufre el extraño.
Es necesario estigmatizar al otro, encerrarlo, aislarlo –a través de la xenofobia, la discriminación y la segmentación social– para perpetuar la asimetría y, al mismo tiempo, restaurar la comunidad del “nosotros” en base a esa diferencia. Sentirse parte de una comunidad que expulsa, que lincha, que castiga a lo diferente, aglutina identidades. Como resumía Ricardo Mollo, el cantante de Divididos, en uno de los discos clave de la música popular argentina de los años noventa: “Salir a asustar te protege más, en esta, la era de la boludez”.
La “solidaridad” se recupera a través de la elección de un enemigo común y habilita la exacerbación mutua contra ese otro que intranquiliza. “El miedo es un sentimiento favorable a los procesos de estigmatización, ya que encontrar ‘el culpable’ objetiva, ‘pone afuera’ el sentimiento. En cierta medida conjuga la incertidumbre concreta en palabras y nombra el objeto de los males”, explica Alicia Entel en su libro La ciudad y los miedos la pasión restauradora.
En esa línea, no se puede perder de vista que aquellos mecanismos que producen incertidumbre e inseguridad son, en general, de tipo global. Y, como recuerda Bauman, permanecen “fuera del alcance de las instituciones políticas existentes y, en especial, fuera del alcance de las autoridades estatales elegidas”. Esa precariedad nos lleva a sentirnos bajo permanente amenaza y genera una sensación de angustia dispersa y difusa.
Todas las acciones parecen concentrarse en el “combate contra la inseguridad”, el único aspecto en el que parece visible que se puede hacer algo. Con la vista en ese reino del ahora que brindan las encuestas, buena parte de la clase política busca sumar “imagen positiva” y apela a la demagogia punitiva. Proclaman que la “presencia” de ese Estado –al que prefieren ausente de la vida económica– debe centrarse en políticas de exclusión: cámaras de vigilancia, construcción de cárceles, más personal policial, aumento de las penas.
La actual lógica de la economía globalizada requiere una “política económica de la incertidumbre”. Exige que los Estados compitan entre sí (bajando impuestos) para captar inversores a través de la liberación del mercado. Así, el verdadero poder –el de las grandes empresas transnacionales– se vuelve opaco, invisible. Y esa política de la incertidumbre, lo sabemos, tiene entre sus pilares la expansión de las brechas de desigualdad: los pobres y los excluidos son los otros de los asustados consumidores. Volvamos a Bauman: “La imagen de los pobres mantiene a raya a los no pobres y, de ese modo, perpetúa su vida de incertidumbre. Los insta a tolerar con resignación esa incesante ‘flexibilización’ del mundo. La visión de los pobres encarcela la imaginación de los no pobres y les ata las manos”. El rostro del otro devuelve la imagen espejada de aquello en lo que se puede caer y termina desgastando la confianza de quienes tienen empleo e ingreso regular.
El grave problema es que esos ciudadanos –que se sienten inseguros y temen por lo que puede sobrevenir– no parecen estar en las mejores condiciones para sumarse a la discusión de los asuntos públicos. “Entretenidos en los miedos coyunturales y en el vivir hoy, no existen demasiadas posibilidades de pensar y desarrollar participativamente estrategias de anticipación y siembra colectiva”, previene Entel.
Se vuelven necesarias, entonces, más (y no menos) políticas de inclusión plena, que garanticen el ejercicio de los derechos económicos, civiles, sociales y culturales, que salten las barreras nacionales y alcancen escalas regionales. Para su planificación y puesta en práctica hace falta seguir fortaleciendo –desde la dirigencia política que se asume del campo popular, las organizaciones sociales y comunitarias, las universidades– aquellos espacios públicos que permitan construir miradas colectivas, globales y de largo plazo.
* Licenciado en Comunicación, UBA.
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