EL PAíS › VERBITSKY EXPUSO EN BRASIL SOBRE COMISIONES DE LA VERDAD
El presidente del CELS expuso el jueves en la Facultad de Ciencias y Letras de la Universidad de San Pablo sobre Comisiones de la Verdad, en un panel realizado en su sede de Araraquara al cumplirse medio siglo del golpe brasileño de 1964. Lo acompañó el presidente de la Comisión paulista por la Verdad, el legislador petista Adriano Diogo, uno de los grandes luchadores por la nulidad de la amnistía. Verbitsky describió un proceso dinámico, con etapas que fueron prefigurando los cambios por venir.
› Por Horacio Verbitsky
Desde San Pablo
Si alguna lección puede extraerse del proceso argentino es la de su carácter abierto, en el que fueron alcanzándose metas parciales que prefiguraron los cambios por venir. Ese itinerario fue seguido por un núcleo inflexible de sobrevivientes, familiares y organizaciones defensoras de los Derechos Humanos, que a partir de la soledad y el aislamiento supieron conseguir primero la atención y luego el apoyo de la sociedad. No hay procedimientos ni modelos estáticos que puedan trasplantarse; sólo el ejemplo de una persistencia a prueba de reveses y una flexibilidad táctica que mantuvo las brasas encendidas en los peores momentos y el aprovechamiento a fondo de los vientos políticos favorables, cuando soplaron. Una lenta construcción colectiva, en los tribunales y en las calles, dentro y fuera del país, aisló a los responsables, refutó sus argumentos, informó de sus actos a la sociedad y creó las condiciones para la remoción de los obstáculos jurídicos que se interponían a su enjuiciamiento. Sin esa demanda social, nada hubiera sido posible.
El perverso método de la desaparición clandestina de personas fue adoptado por razones de eficiencia. Una vez tomada la decisión de que fueran asesinadas todas las personas necesarias, según la fría fórmula que el dictador Jorge Videla defendió en la XI Conferencia de Ejércitos Americanos de 1975, se acordó aplicarla con sigilo para evitar la denuncia internacional que desde el golpe de 1973 aisló a la dictadura chilena. A diferencia de lo sucedido en Brasil, Uruguay, Paraguay o Chile, la Iglesia Católica argentina apoyó sin reservas al gobierno de facto, a pesar de que la persecución se ensañó con sus propias filas. Un mes y medio después del golpe de 1976 y luego de escuchar a una decena de obispos que narraron los secuestros, torturas y asesinatos que ocurrían en sus diócesis, la Conferencia Episcopal emitió un documento justificatorio, en el que pidió comprensión porque era equivocado pretender que la dictadura actuara “con pureza química de tiempo de paz, mientras corre sangre cada día”.
La Junta consiguió el efecto buscado pero cuando al cabo de los años los hechos ocultados salieron a luz se les volvió en contra. Mientras el gobierno chileno era considerado en el mundo como una despiadada dictadura fascista, la Junta militar argentina pasaba por ser una administración moderada, que había accedido al gobierno ante el vacío de poder de la desprestigiada viuda de Juan D. Perón. Esta falsa imagen era compartida por la mayoría del espectro político y el Nuncio Apostólico se lo transmitió a la encargada de Derechos Humanos del gobierno estadounidense de James Carter, Patricia Derian, con el pedido de que no ejerciera presión pública sobre el “buen cristiano” Videla. Dentro del país los principales medios de prensa que eludieron la clausura justificaban la represión en sus editoriales y la ocultaban en sus páginas informativas, reproduciendo como verdad revelada los inverosímiles comunicados oficiales. “Extremistas que panfletean el campo, pintan las acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya su carácter de represalias”, como denunció el gran escritor y militante Rodolfo Walsh en su Carta Abierta a la Junta Militar. El precio de esta complicidad fue el monopolio de la producción de papel para periódicos, que la dictadura concedió a los grandes diarios junto con un generoso subsidio estatal que hasta la SIP consideró peligroso para la independencia de la prensa.
Una propaganda abrumadora y la prohibición de cualquier cuestionamiento a la verdad oficial redujeron al silencio a una población aterrorizada por el crimen y la desinformación. Todos tenían algún familiar o conocido arrancado de su hogar en la madrugada, en la calle o en su lugar de trabajo durante el día. Pero nadie conocía aún la extensión y la masividad del dispositivo de sufrimiento y exterminio. Durante el campeonato mundial de fútbol de 1978 los hijos de dos queridos compañeros pasaron en mi casa la tarde del partido final entre la Argentina y Holanda. Al terminar, una oleada humana con banderas bloqueaba las calles y en gran parte de la ciudad no circulaba el transporte. Cuando llegamos caminando a la casa donde vivían los chicos, la abuela repetía pasos de comparsa con una vincha y una bandera:
–Ahora que llegaron voy a salir yo a festejar, para que en Europa vean que aquí no corren ríos de sangre –dijo.
Sólo atiné a responder:
–¿No corren?
Hizo silencio y su rostro se transfiguró, como si acabara de despertar de la hipnosis. En la ventana de la cocina había montado un altar, con una foto del padre de los chicos, asesinado nueve meses antes por el Ejército, velas encendidas y la carta de la madre, con el cuento infantil que le permitieron dibujar en el campo de concentración del que jamás regresó.
Pero la dictadura hablaba a través de ella. Esa referencia a Europa era el eco lejano de las denuncias que se publicaban en la prensa mundial y que fueron la primera herramienta para el esclarecimiento de la verdad, con datos que enviábamos en secreto desde la Argentina. Les siguieron las inspecciones de organismos internacionales, como Amnesty International, la Asociación de Abogados de Nueva York o la Sociedad Interamericana de Prensa, que fueron debilitando el bloqueo informativo. Sus informes posteriores eran prohibidos y distorsionados pero no podían ser desconocidos por la gran prensa cómplice. El punto de inflexión fue la observación in loco realizada en 1979 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En su intento por desacreditar las denuncias, el gobierno condujo a los hinchas que celebraban el campeonato mundial juvenil de fútbol, que la Argentina obtuvo ese año, hacia la sede de la OEA en Buenos Aires donde formaban una larga fila los familiares de los detenidos-desaparecidos. Esto fue muy doloroso para ellos, hostigados con la consigna oficial “Los argentinos somos derechos y humanos”, pero al mismo tiempo les dio la visibilidad que no habían tenido hasta entonces. Ante el imperio de la mentira, la verdad era revolucionaria. En 1980 la Comisión publicó un informe devastador estableciendo que se habían cometido numerosas y graves violaciones de fundamentales derechos humanos:
- a la vida, ya que el informe presume que los miles de detenidos desaparecidos han muerto.
- a la libertad, por las numerosas detenciones indiscriminadas e irrazonables.
- a la seguridad e integridad personal, por el empleo alarmante y sistemático de torturas.
- a la justicia, dada la falta de garantías en los tribunales militares, la ineficacia del recurso de hábeas corpus, y la muerte, desaparición o encarcelamiento de abogados defensores.
La CIDH también recomendó al gobierno investigar, procesar y sancionar a los agentes públicos responsables de las torturas y las muertes, informar sobre la situación de los desaparecidos, derogar el estado de sitio, poner en libertad a los detenidos a disposición del Poder Ejecutivo sin causa razonable.
El Premio Nobel de la Paz, concedido ese mismo año al dirigente de los Derechos Humanos Adolfo Pérez Esquivel terminó de derrumbar el cerco informativo. A partir de entonces comenzó a discutirse acerca de la transición a la democracia. La dictadura, que había disuelto los partidos políticos y prohibido su actividad, los convocó a dialogar, con el compromiso impuesto por Videla de que legitimaran “la lucha contra la subversión”. El general Roberto Viola dijo en una visita a Estados Unidos que si Alemania hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial, el juicio de Nuremberg se hubiera realizado en Richmond, Virginia, una torva confesión de los crímenes cometidos. El ministro del Interior, general Albano Harguindeguy se jactó de que “no se le piden cuentas al Ejército vencedor” y dijo que sólo se hincaban ante Dios. Ya no negaban las acusaciones ni buscaban explicaciones inverosímiles sobre las desapariciones. Por el contrario, las justificaban y colocaban ese reconocimiento como condición para comenzar un lento proceso de distensión política, sin plazos. En 1982 la invasión a las islas Malvinas, que Gran Bretaña usurpaba desde 1830, fue una torpe respuesta a la crisis económica, el malestar social y la creciente demanda de explicaciones sobre los crímenes cometidos, que en el primer momento pareció exitosa. Pero la incapacidad que caracterizó toda la gestión castrense acabó también con esa fugaz ilusión. En vez de aceptar las negociaciones propuestas por Estados Unidos, la Junta Militar se embarcó en una guerra insensata con una potencia de la NATO, que culminó con una dolorosa derrota y una inmediata erupción de furia popular contra quienes la condujeron, diferencia no menor con lo que pasó aquí. En esas condiciones no prosperaron los esfuerzos del Episcopado Católico y de la alta burguesía por preservar a las Fuerzas Armadas como el guardaespaldas que el poeta salvadoreño Roque Dalton describió pensando en su país. Aun cuando se tomara la cifra más conservadora de personas detenidas-desaparecidas, su incidencia sobre el total de la población argentina fue altísima. Además, un porcentaje no desdeñable de ellas pertenecía a las clases medias educadas, lo cual multiplicó su repercusión, a diferencia de Brasil, donde la gran mayoría de los desaparecidos fueron campesinos e indígenas, como parte del proceso de despojo de sus tierras. La pretensión castrense de que esas familias se resignaran como pretendía la dictadura a que sus seres queridos fueran “ausentes para siempre” sobre los cuales no se darían explicaciones, se demostró de un escaso realismo. Los partidos políticos percibieron que la dictadura ya no podía sostenerse y rehusaron admitir compromisos que los hubieran descolocado ante una sociedad que comenzaba a sostener los reclamos de las víctimas. Ante la falta de acuerdo, la Junta Militar emitió un supuesto Documento Final en el que dio por muertos a todos los detenidos-desaparecidos y sólo admitió haber cometido “errores”, que quedaban librados al juicio de Dios. Lo completó con una ley de autoamnistía, muy distinta a la brasileña de 1979, ya que sólo cubría a los militares y policías. Pero ya era tarde: varios jueces designados por la propia Junta la declararon inconstitucional y la campaña electoral giró sobre esa cuestión. Mientras en Brasil las manifestaciones callejeras reclamaban “Elecciones directas, ya”, cosa que no se consiguió, en la Argentina la consigna era “Juicio y castigo”. Raúl Alfonsín, candidato de la Unión Cívica Radical (que debe aclararse, es el menos radical de los partidos), prometió investigar y castigar esos crímenes y lo primero que hizo al asumir la presidencia, en diciembre de 1983, fue crear una comisión de la verdad, pionera en el mundo.
Los organismos defensores de los Derechos Humanos participaron en forma activa con sus archivos y sus militantes en las tareas de esa CONADEP, como su secretaria, Graciela Fernández Meijide. Contra los deseos del gobierno, el informe, cuya entrega fue acompañada por una gigantesca marcha en las calles de Buenos Aires, no sólo compiló una primera nómina de los desaparecidos, sino también una lista de los desaparecedores, que fue el punto de partida para el juicio a las primeras juntas militares. Esto prueba que las Comisiones de la Verdad no son excluyentes sino complementarias de los juicios penales, como también lo demuestra con abundantes datos empíricos de todo el mundo la investigadora estadounidense Kathryn Sikkink en su reciente libro La cascada de la política. Cómo los juicios de lesa humanidad están cambiando el mundo de la política. A diferencia de la Comisión que más adelante funcionaría en Sudáfrica, en la Argentina no hubo canje de información por impunidad. Alfonsín se proponía que el juicio fuera breve y se limitara a los ex Comandantes y a unos pocos de los más conocidos perpetradores de crímenes odiosos. Pero el nuevo clima popular, robustecido por la difusión aún parcial de los testimonios sobre los campos clandestinos de concentración y la exhumación de cadáveres, hizo que los jueces que él mismo había designado se negaran a su deseo y dictaminaran que también debían ser juzgados oficiales de rangos inferiores que hubieran tenido capacidad decisoria. En 1987 se abrieron así varias megacausas del Ejército y de la Marina, por las que fueron detenidos diecisiete oficiales. Cuando se emitieron las primeras órdenes de detención contra oficiales del Ejército aún en actividad, se produjo el alzamiento de Semana Santa de los militares carapintada, que Alfonsín aprovechó para conseguir que un Congreso en el que no gozaba de la mayoría le votase una Ley de Obediencia Debida, casi idéntica a la que le había rechazado en 1984. Aún así, varios centenares de militares y policías siguieron detenidos, mientras la justicia analizaba a partir de qué nivel jerárquico debía tomarse en cuenta el deber de obediencia como excusa. La pérdida de legitimidad que sufrió el gobierno, sumado a la crisis económica, derivó en una salida traumática, con hiperinflación, saqueos y acortamiento en un semestre del mandato presidencial, y abrió el camino para que el sucesor, Carlos Menem, del partido Justicialista, sepultara la mayor parte de las iniciativas democráticas de Alfonsín, con una política neoliberal que desmanteló el Estado de Bienestar, remató a precio vil las empresas públicas e indultó a todos los procesados y condenados por crímenes de lesa humanidad. El CELS recurrió una vez más al apoyo del exterior e impugnó las leyes de impunidad ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, que en 1992 las declaró incompatibles con la Convención Americana de Derechos Humanos y destacó la obligación estatal de investigar y sancionar a los responsables, en una resolución similar a la que dos décadas después emitió la Corte Interamericana en el caso brasileño Gomes Lund. Durante varios años, que coincidieron con el comienzo de la convertibilidad, equivalente al Plan Cruzado de Brasil, pareció que el tema había sido olvidado, mientras la especulación financiera basada en el endeudamiento externo terminaba de destruir las bases productivas de la que había sido la sociedad más igualitaria de América Latina. Pero en 1995 el capitán de la Marina Adolfo Scilingo confesó en forma espontánea su participación en dos vuelos durante los cuales treinta prisioneros fueron dormidos y arrojados al mar y dijo que ese método había sido aprobado por la jerarquía de la Iglesia Católica, para la que constituía una forma cristiana de muerte porque al estar narcotizados no sufrían. En noviembre de ese mismo año 1995, la Corte Suprema de Justicia concedió la extradición de Erich Priebke solicitada por Italia para juzgarlo por la masacre de las Fosas Ardeatinas, cometida por las tropas nazis que ocupaban Roma, ya que para el Derecho de Gentes tales crímenes contra la humanidad no eran amnistiables ni su persecución cesaba por el mero paso del tiempo. Nadie asoció por entonces ese fallo con los crímenes de la dictadura militar. Pero el presidente fundador del CELS, Emilio Mignone, pidió a la Cámara Federal que declarara la “inalienabilidad del derecho a la verdad” y que arbitrara las medidas necesarias “para determinar el modo, tiempo y lugar del secuestro y la posterior detención y muerte, y el lugar de inhumación de los cuerpos de las personas desaparecidas”. Así comenzaron los juicios por la verdad, que en forma gradual se fueron extendiendo al resto del país.
Jurisdicción universal
Francia, Italia y Alemania iniciaron juicios por la desaparición de sus ciudadanos en Buenos Aires y un general argentino fue condenado en Estados Unidos a indemnizar a sus víctimas, en un juicio iniciado por argentinos ante un tribunal civil norteamericano. Luego de la imponente manifestación en la Plaza de Mayo el 24 de marzo de 1996, el fiscal Carlos Castresana dictaminó en Madrid que si se cerraba la jurisdicción argentina debía abrirse la española, porque los autores de crímenes que ofenden a todo el género humano deben ser perseguidos en cualquier lugar del mundo. El juez Baltasar Garzón aceptó el planteo y pidió la extradición de un centenar de militares argentinos, que fue negada por los gobiernos de Menem, Fernando De la Rúa y el senador que por unos meses quedó interinamente a cargo del Poder Ejecutivo, Eduardo Duhalde. En 1998, Garzón consiguió en una causa similar la detención en Londres del ex dictador chileno Augusto Pinochet y esto despertó a los jueces argentinos. Invocando la apropiación de bebés que las leyes y decretos de Alfonsín y Menem no habían perdonado, ordenaron la detención de Jorge Videla y Emilio Massera, que luego se extendió a muchos otros ex altos jefes involucrados. Pinochet fue devuelto a Chile con el pretexto de una supuesta demencia senil, pero la justicia de su país lo privó de sus fueros y lo sometió a proceso. También reinterpretó la ley de autoamnistía de la dictadura: la desaparición forzada se consideraría un delito permanente, mientras no apareciera el cuerpo de la víctima, es decir el camino opuesto al seguido por la Corte Suprema de Brasil.
En 1999, la Corte Suprema argentina, con una mayoría automática de asociados personales y políticos del presidente Menem, resolvió cerrar los juicios por la verdad, alegando que eran causas fenecidas y que cualquier investigación sobre lo sucedido debía realizarse por otra vía, ya fuera legislativa o administrativa. Carmen Lapacó, una de las dirigentes del CELS que fotocopió y distribuyó el informe prohibido de la CIDH, volvió a recurrir a esa instancia ante la negativa de la Corte a que la justicia le informara qué ocurrió con su hija de 16 años, secuestrada y torturada junto con ella pero que nunca reapareció. La Comisión dijo que la legislación local no podía prevalecer sobre las obligaciones internacionales del Estado y la Corte Suprema debió revisar su propia decisión, autorizando que las Cámaras Federales llevaran adelante esos juicios por la verdad. En 2000, varias Cámaras Federales decidieron que esos procesos debían ceder lugar a verdaderos juicios penales contra dos represores que se jactaron en público de sus crímenes, el policía Miguel Etchecolatz y el marino Alfredo Astiz. El CELS entendió que ya no quedaban razones jurídicas, ni éticas, ni políticas, nacionales o internacionales, para que las leyes de impunidad mantuvieran su vigencia y solicitó que la justicia las declarara nulas, el año anterior al vigésimo quinto aniversario del golpe, cuando se esperaban grandes movilizaciones populares capaces de equilibrar la presión de los poderes fácticos. Así ocurrió en marzo de 2001. Con pocos días de diferencia una resolución similar fue adoptada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso peruano de Barrios Altos. Ambos tribunales afirmaron que las más graves violaciones a los derechos humanos no podían ser objeto de perdón ni prescripción. En 2003, al asumir el gobierno Néstor Kirchner cerca de un centenar de militares y policías estaban procesados y bajo arresto. El nuevo presidente desalentó las tentativas dentro y fuera de su gobierno por detener esos procesos y declaró que su política sería de Memoria, Verdad y Justicia. En 2005, la Corte Suprema con varios nuevos jueces confirmó que las leyes de impunidad eran contrarias a la Constitución y a los compromisos internacionales de la Argentina y a partir de allí se reabrieron los juicios en todo el país. Hasta diciembre de 2013 se habían pronunciado 494 condenas y 47 absoluciones. Cada absolución es un golpe para los sobrevivientes y los familiares de los detenidos-desaparecidos pero, al mismo tiempo, una demostración de la escrupulosa legalidad de los procedimientos, de modo que nadie puede perder su libertad sin pruebas irrefutables en su contra. No son tribunales populares sino de justicia, en los que se respetan las garantías del debido proceso legal. Por eso, podemos concluir este recuento parafraseando a Tom Jobim:
“tristeza tem fim,
mas nao hoje nem amanhá”.
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