Lun 21.04.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Sembrar inseguridad

› Por Washington Uranga

En diciembre de 1997, la antropóloga y comunicadora mexicana Rossana Reguillo escribió en la revista latinoamericana Chasqui que “la multidimensionalidad de las violencias que han estallado en este último tramo hacia el tercer milenio las vuelve difícilmente asibles y por lo tanto difícilmente representables” y que “el mecanismo más sencillo es el de recurrir a un ‘chivo expiatorio’ a quien pasarle las facturas”. Agregaba entonces que “la contribución que en esto realizan buena parte de los medios de comunicación, por omisión o por acción, es indudable”. Hoy la propia investigadora reitera aquel artículo en su blog Viaducto sur (http://viaductosur.blogspot.com.ar/p/ensayo.html), para referirse a una realidad que podría caberle –detalle más o menos– a cualquier país de la región latinoamericana.

Tres cuestiones se ponen en juego en el texto de Reguillo. En primer lugar, la “multidimensionalidad” de la violencia. No hay una sola causa, ni un solo tipo de victimarios. No hay una sola violencia. Hay violencias, en plural. Todas ellas son el resultado de las complejas consecuencias de la sociedad capitalista en la que vivimos. La misma que genera enormes conglomerados urbanos, facilita las condiciones para el narcotráfico, genera exclusión y, sobre todo, profundiza la brecha de la desigualdad social entre quienes mucho tienen y quienes carecen de casi todo. Hay múltiples violencias. Las que ejercen aquellos que rapiñan en la calle, pero también –y más gravemente– la de quienes estafan, mantienen trabajadores “en negro”, especulan, no pagan impuestos o participan, directa o indirectamente, de actos de corrupción. Hablar de la “inseguridad” como una única realidad para cobijar bajo un mismo título hechos muy diversos, al tiempo que se estigmatiza a algunos y se encubre a otros es, por lo menos, una falta de honestidad. Desde el periodismo, un atentado a la ética.

La otra advertencia tiene que ver con los “chivos expiatorios”, sean éstos los pobres, los jóvenes o el enemigo político de turno. A propósito, Reguillo advierte que “los signos son preocupantes. En la vida cotidiana, en los discursos políticos, periodísticos, religiosos, va cobrando fuerza ese discurso autoritario, duro, de limpieza social, que amenaza con ganar adeptos porque ofrece la cómoda certidumbre de que la única salvación consiste en el exterminio de todos aquellos elementos que amenazan y perturban el simulacro de vida colectiva que se mantiene a fuerza de murmullos y suspiros entrecortados para no despertar al demonio”. ¿Algo para agregar? La verdad que no parece necesario. Vale asimismo para lo que sucede entre nosotros.

También lo que sigue, de la misma fuente: “Cuando las instituciones políticas han caído en el descrédito y deslegitimación, cuando la autoridad se muestra incapaz de dar respuestas eficientes a los problemas de las comunidades, cuando la sociedad no encuentra cauces de participación, es fácil que los medios dejen de ser precisamente eso, ‘medios’, y se conviertan en enunciadores, en actores de peso completo que se erigen en jueces, en árbitros, cuyas construcciones del acontecer tienen efectos reales sobre la sociabilidad contemporánea”.

Todo se agrava con conductas profesionales de los periodistas y las empresas que están reñidas con cualquier código de ética, y que dejan de lado el compromiso superior con la verdad, construyen testigos falsos, caracterizados como “motochorros” o “sicarios”, presentando burdas representaciones teatrales como logros periodísticos, tal como ha ocurrido en la televisión en los últimos días. Estamos frente a un escenario riesgoso. Más que por la “inseguridad” que se denuncia y sobre la que se alerta –para la que hay que buscar soluciones sociales y políticas– por el grave cinismo de muchos protagonistas con responsabilidad institucional, ciudadana y profesional que actúan de manera inescrupulosa y carente de ética y no asumen, cada uno en su lugar, las responsabilidades que a todos nos competen como miembros de una comunidad.

Aunque a algún lector le pueda sonar a discurso antiguo o pasado de moda, no hay que perder de vista que la sociedad capitalista se ha encargado de fomentar el individualismo por encima de la cooperación, el egoísmo por sobre la solidaridad. La crisis de las instituciones políticas es también el resultado del deterioro de las relaciones humanas, de pensar la política únicamente como intereses propios, mientras se desatienden las necesidades del otro. La política es genuina sólo cuando es el arte de conciliar intereses (de todos y todas) con necesidades (también de todos y todas) y con el objetivo de la dignidad apoyada en derechos. Sin dejar de mirar los efectos, los síntomas, hay que tener puestos los cinco sentidos en las causas profundas. Lo otro es hacerle el juego a quienes buscan sembrar inseguridad para acrecentar los propios réditos, sin importar las consecuencias.

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