EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Después de la publicación del documento “Bases para la formulación de políticas de Estado” del Foro de Convergencia Empresarial, se han ido conociendo algunas desmentidas de titulares de cámaras que fueron incluidas falsamente, según ellos, entre las entidades firmantes del documento. El hecho es muy grave porque sugiere el montaje de una operación mediático-política dirigida a mostrar una supuesta “unidad del empresariado” en la promoción de políticas públicas adversas a la actual orientación de Gobierno. Además, el documento del caso usa y abusa de la conocida retahíla de la transparencia, la previsibilidad y la certidumbre que su propia forma de elaboración y publicidad parece desmentir drásticamente. Sería muy deseable que quienes desmienten su participación cambiaran sus formas débiles –fácil y previsiblemente invisibilizadas por las grandes cadenas mediáticas que son claramente parte de la operación y no solamente sus divulgadoras– por un pronunciamiento público claro y contundente. Claro que es muy poco probable que esto ocurra, porque esa forma daría lugar a un tipo de enfrentamiento interno que no correspondería al actual estado de cosas: no puede interpretarse que quienes han dicho que no firmaron no lo harían en otras situaciones.
No es tan importante introducirse en los puntos concretos de las “bases”: son una combinación entre vagas apelaciones a principios constitucionales y demandas de “fuertes” reducciones de los impuestos a las grandes patronales (púdicamente mencionadas como “el sector formal de la economía”), no sin reclamar al mismo tiempo un salto en calidad de la educación, sin especificar de dónde saldrían los recursos alternativos a los impuestos que se propone disminuir. Desde que la última dictadura dijo “achicar el Estado es agrandar la nación” es imposible nombrar de modo más preciso y conciso, el proyecto político de los grupos económicos concentrados; solamente pueden agregarse giros retóricos y retoques coyunturales a ese programa. A propósito de la dictadura, es útil recordar que en la preparación del golpe de marzo de 1976 ocupó un lugar central la Apege (Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias) cuya función entre diciembre de 1975 y marzo del año siguiente fue la de envenenar la atmósfera política –lo que incluyó un lock out patronal pocos días antes del golpe– y adelantar los contornos del programa económico de Martínez de Hoz. Los parecidos de familia entre la Apege y la Convergencia actual incluyen estilos literarios, propuestas y abundantes nombres propios de entidades presentes en ambas experiencias.
Mucho más que el contenido mismo del texto publicado interesa el modo en que sus promotores se colocan políticamente. Se afirma que “Las propuestas de políticas de Estado en las que estamos trabajando podrían ser implementadas por cualquiera de las fuerzas políticas que gobierne el país. Se trata de propuestas de políticas que están vigentes en gran parte del mundo desarrollado y en vías de desarrollo, llevadas adelante con éxito por gobiernos de diferente signo ideológico”. Y más adelante se dice que “...un compromiso de los partidos políticos de mantener, gobierne quien gobierne, la institucionalidad, previsibilidad y certidumbre política y económica –en línea con estas propuestas– tendría como contrapartida, sin lugar a dudas, una mayor inversión y generación de fuentes de trabajo y riqueza”. ¿Qué quiere decir esto? No hace falta mucha malicia para entenderlo más o menos así: puede ganar y gobernar cualquiera, la derecha, el centro o la izquierda. Y cualquiera puede aplicar estas propuestas que humildemente acercamos porque así es en “gran parte del mundo”. Eso sería un beneficio porque entonces los poderosos apoyarían al gobierno, no lo extorsionarían ni lo desestabilizarían sistemáticamente. Este es el punto que le da sentido al documento, que lo saca de la condición de un simple reclamo sectorial para convertirlo en la formulación de una propuesta de nuevo ciclo político, de apuesta de poder. Pocas palabras ilustran tanto sobre la situación de la democracia en el mundo, como la apelación de este documento a la convergencia de diversas tradiciones ideológicas en un proyecto de sociedad de mercado, estabilizada bajo el dominio de los poderes económicos concentrados. Es el mundo feliz de una sociedad sin intereses diferentes, ni conflictos de poder donde, en consecuencia, las ideologías del pasado se convierten en iconos decorativos e inofensivos: se puede celebrar el 17 de octubre, llevar boina blanca, reivindicar el socialismo o el liberalismo, en tanto y en cuanto los pilares del capitalismo neoliberal sean respetados de modo incondicional. Plutocracia es la palabra que designa esta configuración de poder, es el poder de los ricos. Hay en este punto algo de la explicación del auge de las perspectivas institucionalistas en el análisis político de los últimos tiempos; es la consagración de la política como una práctica competitiva por lugares institucionales claramente separada del mundo social que la rodea. La democracia se juzga por los sistemas electorales, por la cantidad de partidos que compiten, por la relación de conflicto-concordia que establecen entre sí, por la duración de los mandatos, la continuidad, la alternancia y una cantidad de categorías que se mueven en un mundo endogámico, ajeno a los conflictos decisivos, impotentes para impulsar y conducir un rumbo nacional colectivo resultante de la puesta en escena de esos conflictos. Así es la “teoría política” que describe y a la vez prescribe a la democracia en el mundo del capitalismo global. Su resultado práctico puede verse en la Europa de estos días, en los que conservadores y socialdemócratas se suceden entre sí, pacífica y civilizadamente, para aplicar políticas iguales, diseñadas en los mismos centros de poder nunca sometidos a ningún escrutinio democrático.
El sustrato de este paradigma es la reconfiguración del poder a escala global ocurrido en las últimas décadas del siglo pasado; el pasaje del capitalismo estatalmente regulado al dominio mundial de los grandes capitales financieros, la concentración inaudita de riquezas en una insignificante minoría de los habitantes del mundo, la agudización dramática de la desigualdad y la exclusión. Es el mundo de las guerras preventivas, de los ejércitos imperiales practicando el poder de policía en todo el mundo en nombre de la “lucha contra el terrorismo” y acentuando los rasgos autoritarios en sus propios centros, muy particularmente en Estados Unidos. Mientras tanto, se agita el fantasma del autoritarismo populista para denostar a líderes y procesos políticos que, gobernando en la más adversa relación de fuerzas mundial, intentan equilibrar de manera modesta la balanza de poder con los grupos concentrados internos y multinacionales. Patéticamente lo ilustra la serie de editoriales que el diario La Nación le ha dedicado a la comparación del actual gobierno argentino con el fascismo y el nacional-socialismo. Se intenta demostrar que el huevo de la serpiente totalitaria está en Venezuela, Bolivia o Argentina y no en los patrones mundiales de la concentración económica, la guerra y la represión de la disidencia dentro y fuera de sus fronteras.
El documento de la Convergencia habla como siempre lo hicieron los voceros políticos de las clases dominantes, un lenguaje circunspecto y políticamente correcto. Pero todo lo que rodea las palabras revela el contenido real de la intervención. El documento es un mojón en una tradición política que tiene en el chantaje antidemocrático y en la usurpación cívico-militar del poder político sus marcas históricas imborrables. También el pasado más cercano contamina la corrección política de lo escrito: la apelación a la paz y a la legalidad no puede tapar los cortes de ruta masivos, el derramamiento de la leche, el vaciamiento de las góndolas y la provocación política de aquel otoño de 2008 de la insubordinación patronal agraria. No puede borrar la maniobra especulativa sistemática contra la moneda y contra la estabilidad política ni mucho menos la mentira sistemática goebbelsiana que practican los voceros mediáticos de los intereses de esos mismos grupos.
De lo que se está hablando en estos días es de la democracia. Hablar de la democracia es hablar de las luchas, los conflictos, la construcción de hegemonías político-culturales bajo el respeto de las normas constitucionales y el imperio de la ley. La democracia tiene muchos “otros”. El autoritarismo estatal es, no casualmente, el más conocido y agitado. Sin embargo, el mundo vive, cada vez más, la amenaza de la decadencia democrática, de su progresivo desplazamiento por la plutocracia. Es la amenaza de un nuevo autoritarismo capaz de combinar la preservación de formas institucionales liberal-democráticas con una práctica más o menos disimulada de coerción contra los que no ajustan su conducta a las reglas no escritas de la sociedad de mercado: la “lucha contra el terrorismo”, la “guerra contra las drogas” y “el combate contra el crimen” son algunas de las etiquetas ya vigentes que tienden a dar legitimidad a esa política. Podría llamarse la amenaza del autoritarismo de mercado. El documento patronal le ha dado forma de documento a esta amenaza. Y acaso sea esto lo que se esté disputando en puja por los votos de aquí a octubre del año próximo.
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