Lun 28.04.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Montaña rusa, ruleta rusa

› Por Martín Granovsky

La documentación aportada por Página/12 en el caso de la chiquita que estuvo encerrada nueve años en un garage permite sacar una conclusión: ningún régimen penal, por mejor que sea, es un talismán suficiente contra la magia negra del clasismo judicial y la desidia frente a los chicos.

Aunque en el último paquete de medidas el gobernador Daniel Scioli mencionó un régimen penal juvenil, la verdad es que la provincia de Buenos Aires ya lo tiene. Rige desde 2007 y establece derechos para los adolescentes y los chicos en conflicto con la ley penal. El hueco existe, en cambio, a nivel federal. En julio de 2013, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado argentino porque la Justicia había aplicado la privación perpetua de libertad contra cinco menores de edad: César Mendoza, Claudio Núñez, Lucas Mendoza, Saúl Roldán y Ricardo Videla Fernández. La Corte dijo que “dichas penas, por su propia naturaleza, no cumplen con la finalidad de reintegración social de los niños, ya que implican la máxima exclusión del niño de la sociedad, de tal manera que operan en un sentido meramente retributivo, pues las expectativas de resocialización se anulan a su grado mayor”.

También consideró que, “por su desproporcionalidad, la imposición de dichas penas constituyó un trato cruel e inhumano para los jóvenes mencionados y además violó el derecho a la integridad personal de sus familiares”.

Videla Fernández murió en la cárcel.

Mendoza y Núñez fueron torturados.

La CIDH ordenó “asegurar a las víctimas las opciones educativas o de capacitación formales que ellos deseen, incluyendo educación universitaria” y “ajustar el marco legal a los estándares internacionales en materia de Justicia penal juvenil y diseñar e implementar políticas públicas para la prevención de la delincuencia juvenil”. También exigió “asegurar que no se vuelva a imponer la prisión o reclusión perpetua a quienes hayan cometido delitos siendo menores de edad, además de garantizar que las personas que actualmente se encuentren cumpliendo dichas penas por delitos cometidos siendo menores de edad puedan obtener una revisión de éstas” y que la Argentina adapte “su ordenamiento jurídico interno a fin de garantizar el derecho de recurrir el fallo ante un juez o tribunal superior”.

El fallo de la CIDH apunta a proteger los derechos de los adolescentes. Incluso a la ínfima minoría de menores de edad que cometieron crímenes atroces. Según el portal Infojus, en 2012 en la provincia de Buenos Aires hubo 30 mil delitos cometidos por chicos. Sólo tres fueron secuestros. Y menos del uno por ciento de los delitos son homicidios.

El artículo 64º de la Ley provincial 13.634, sobre fuero juvenil, estipula que los chicos y chicas menores de 16 podrán ser sometidos a una medida de seguridad cuando hubieran cometido un delito grave, como robo agravado u homicidio. Por allí también se filtran conductas caprichosas de los jueces.

El fallo de la CIDH tiene un objetivo claro: proteger a los adolescentes de la arbitrariedad.

El problema aparece cuando la alarma social se dispara no ante los casos de arbitrariedad, sino frente a un supuesto mal generalizado que carece de verificación práctica. Entonces la preocupación no es proteger a los adolescentes como sujetos de derecho, sino protegerse de los adolescentes, sobre todo si son gorrita-portantes.

El cambio de régimen penal es capaz de compensar sólo una parte de la arbitrariedad y la discrecionalidad ejercidas por magistrados que tratan sobre chicas y chicos.

La Argentina no es un país escandinavo, sino que sufre las tensiones de un país desigual donde incluso desde 2003 aumentó la población carcelaria y siguió vigente lo que la CIDH llama “uso abusivo de la prisión preventiva en las Américas”. En la Argentina, Perú y Bolivia las preventivas sobrepasan el 50 por ciento del total de personas encarceladas.

Para el caso de los adolescentes, la situación es perversa. Como, según el facilismo punitivo reinante, cualquier problema social es penal, puede ocurrir que donde no existe un régimen específico un juez trate a los pequeños como reos y a los reos como cosas. Más aún: puede internar o “institucionalizar”, como reza la jerga, a víctimas junto con victimarios. Pero también sucede que, aunque existan leyes, tanto en el plano penal como en el civil, algunos chicos y chicas no sean nunca sujetos de protección.

Los datos publicados por este diario confirman que la nena mantenida en cautiverio no tuvo el seguimiento correspondiente por parte de la asesora de incapaces número 3 del fuero de menores de Quilmes, María Cristina Daroqui, que fue quien en 2001 dio en guarda a la chiquita de entonces dos años. Recién en 2009, una de las hermanas de la nena cumplió 18 y preguntó por sus hermanos y hermanas a la jueza Gladys Krasuk. Sobre la que terminaría reducida a servidumbre no consiguió ningún dato. La defensora de incapaces no tenía ni siquiera un informe socio-ambiental.

María Laura Garrigós de Rébori, presidenta de Justicia Legítima, dijo en la última reunión pública de la organización que los jueces deberían guiarse por lo que denominó “ideología de los derechos humanos”, cosa que a esta altura, por la jurisprudencia nacional e interamericana, no es una abstracción, sino un marco accesible y concreto. ¿Qué criterio guiará la designación de la camada de 200 jueces que deberán ser nombrados en los próximos años? Y los adolescentes, victimarios o víctimas, o a veces ambas cosas al mismo tiempo, ¿seguirán de chivos expiatorios? ¿O el caso de la nena esclavizada y recluida junto a un mono tantos años porque la Justicia no demostró interés por ella despertará algún tipo de curiosidad por saber quiénes son hoy los que deciden sobre el futuro de chicos y chicas? ¿La curiosidad quedará satisfecha con nombres y apellidos de funcionarios judiciales y aprovechará para rastrear cómo ejercen su papel, por acción u omisión, jueces y defensores de incapaces?

Un chico, David Moreira, agonizó y murió después de un linchamiento en Rosario, y su caso ya parece lejano. Una nena de la que sólo trascendió su inicial, J., todavía se recupera físicamente de un secuestro en su propia casa. La noticia está fresca y muy pronto pasará. No se trata de histerizar a nadie: así funciona el sube y baja de las informaciones. La cuestión clave es si cuando un caso deja de ser tal, cuando ya pasó la etapa más lacerante, los distintos niveles del Estado, las organizaciones sociales y los dirigentes políticos hacen algo concreto o esperan la siguiente víctima en la trepada de la montaña –o la ruleta– rusa.

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