EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Sabbatella *
La juntada de miles de militantes kirchneristas este fin de semana en el Mercado Central, para debatir y seguir construyendo futuro, demuestra que este proyecto tiene una vitalidad y una potencia extraordinarias. No hay fuerza en el país con este entusiasmo y esta capacidad de movilización y eso es consecuencia de la decisión de Cristina de avanzar sin pausa por el camino de una democracia cada vez más ancha y más profunda. Esta pasión militante es la mejor garantía para no retroceder a los tiempos de la antipolítica y del Estado gestionado por gerentes del poder económico.
El siglo pasado no terminó como la inmensa mayoría de argentinos y argentinas hubiéramos querido. El terreno ganado en materia de acceso igualitario a derechos políticos, económicos, civiles y sociales que supimos conseguir fue bombardeado por minorías con mucha renta y sin escrúpulos, que combinaron violencia y corrupción para recuperar los privilegios perdidos. La profundidad de las conquistas sociales, la conciencia popular sobre sus propios derechos y la resistencia militante fueron diques importantísimos para evitar que el avance reaccionario fuera aún más devastador.
Agotado el recurso de imponer a fuego a fraudulentos y dictadores, el establishment se granjeó para el postre del milenio el servicio de dos gobiernos constitucionales –el de Menem y el de De la Rúa–, para darse una panzada de acumulación obscena con recetas neoliberales. Las diez recomendaciones que en 1989 el economista John Williamson extrajo de la cabeza y los balances contables de los poderes económicos y políticos estadounidenses para elaborar el borrador del llamado Consenso de Washington fueron aplicadas con empeño y audacia tanto en nuestro país como en casi toda América latina. La libertad de los sectores de privilegio (la que siempre los desveló: la libertad de acumular sin límites ni regulaciones) significó la condena de las mayorías populares. El enriquecimiento de esos pocos se correspondió con el derrumbe de una sociedad que tardó en comprobar que la exuberancia de los de arriba no iba a derramarse nunca, menos aun desde las copas con champán con las que festejaban la ruina del pueblo trabajador.
La legitimidad de las urnas no impidió que esos gobiernos serviles y corruptos se ensangrentaran las manos para defender políticas injustas. La ejecución de la desigualdad, al fin y al cabo, siempre es asesina: lo es por la represión violenta de las demandas populares o por la planificación deliberada de la concentración de la riqueza y la exclusión.
Desde las ruinas de ese país en llamas, abriéndose paso entre el escepticismo y la desesperanza, surgió una alternativa política, económica, social y cultural; un proyecto que hizo propias las luchas emancipatorias de los movimientos populares, que se desarropó del lastre posibilista y se erigió en un proceso transformador, rupturista, nacional, popular y profundamente democrático. Este proyecto lleva más de diez años de vigencia; una década que se caracteriza tanto por la recomposición del tejido social, que estaba destruido, como por la persistencia de las embestidas de quienes ayer se beneficiaron de la privatización del crecimiento y hoy sufren por la ampliación de derechos y la equiparación de oportunidades.
El kirchnerismo, inaugurado por Néstor el 25 de mayo de 2003, es el nombre de una identidad que llegó para quedarse, una identidad fundante de un nuevo momento histórico en el país. Un proceso político, social, económico y cultural, liderado por Cristina, que dialoga y se nutre con lo mejor de la historia nacional y latinoamericana; que recupera, actualiza y consagra conquistas sociales enterradas por quienes fueron gerentes públicos del poder privado y que instaura nuevos derechos, poniéndose a la vanguardia regional en la generación de una sociedad más integrada, solidaria y democrática.
Sorprende poco que los cómplices y beneficiarios de la desigualdad y la marginación denuncien este presente como una etapa de conflicto y crispación. Sorprende menos aún que, tras el disfraz del consenso y el diálogo (que histéricamente demandan y rechazan), quieran retornar a los tiempos en los que las decisiones se tomaban en el living de un CEO de una corporación o en los despachos de un organismo de crédito internacional en el exterior.
Cuando los pueblos no se callan ni se someten a la injusticia, cuando el protagonismo social se multiplica y las calles se pueblan de pasiones, ellos se inquietan y conspiran para revertirlo. Porque la puesta en marcha de sus programas económicos necesita de una sociedad paralizada y sin ánimo de salir adelante, necesita locales partidarios vacíos, parlamentos sin debate, plazas sin banderas. Persiguieron, torturaron, asesinaron y desaparecieron para aniquilar a los soñadores y para inyectar el miedo a soñar. Incluso secuestraron y negaron la identidad a cientos de bebés ante la sospecha de que por sus finísimas venas corriera la rebelión apasionada de sus padres y sus madres. Necesitaron, luego, construir la ilusión primermundista, el pensamiento único, la frivolidad impune, la fantasía de la prosperidad individual. Todo de la mano de una maquinaria mediática que publicitó mieles de un paradigma económico y social que condujo a la ruina a millones en nuestro país y en el mundo.
La desmemoria es su recurso para regresar, es la condición que necesitan para el retorno. Y por eso también ellos quieren instalar que lo que vive el país es algo pasajero. La derecha hubiera querido que el kirchnerismo no naciera. Pero como nació, lo que buscan es clausurarlo definitivamente; que haya sido, para ellos, un mal trago de la historia, y para nosotros, algo positivo guardado en la memoria.
Frente a eso se impone no bajar los brazos y darle al kirchnerismo su verdadera dimensión fundacional, para que este proyecto marque los destinos y la defensa de los intereses populares por los próximos largos años. Esto es posible y necesario. No sólo por lo que expresa y significa la identidad kirchnerista: soberanía nacional, inclusión social, recuperación del Estado, crecimiento del consumo popular, ampliación y consagración de conquistas sociales, integración regional, derechos humanos, desarrollo productivo, reducción del desempleo y la pobreza, etcétera, sino también porque se trata de una identidad que ha logrado resumir y hacer confluir a las mejores tradiciones históricas de nuestro país, dándole continuidad en este siglo a la potencia plebeya de los grandes movimientos populares.
Kirchnerismo es el nombre del campo nacional, popular y democrático del siglo XXI. Los motivos por los cuales uno se reconoce peronista se encuentran en el kirchnerismo. Y las razones por las que alguien fue yrigoyenista a comienzos del siglo pasado hoy también se expresan en este proyecto; del mismo modo que las causas que llevan a alguien a identificarse como de izquierda, en términos universales, también están claramente expresadas en este espacio. No hay nada más peronista que ser kirchnerista, porque el kirchnerismo es el peronismo del siglo XXI. Y no hay nada más de izquierda que ser K, porque a la izquierda del kirchnerismo y de Cristina está la pared. El impulso transformador de Néstor y Cristina logró un nuevo sentido de pertenencia, una causa común que explica de dónde venimos y lo que queremos para nuestra patria y para nuestro pueblo.
Frente a los renovados candidatos a gerenciar las necesidades de un puñado de intereses privados y ejecutar desde el Estado las mismas recetas que hundieron al país, el kirchnerismo se alza como una identidad que garantiza no sólo no retroceder, sino sobre todo seguir avanzando en la profundización y ensanchamiento de la democracia.
La tarea militante es unir y organizar esa identidad que volvió a enamorar a miles y miles en el conjunto del país, para anclar territorial y socialmente el kirchnerismo y el liderazgo de Cristina en cada rincón de la patria.
Asumimos esa tarea como un deber militante impostergable con una Argentina que tiene que seguir caminando hacia el horizonte que soñamos y merecemos.
* Presidente de la Afsca - Nuevo Encuentro (Unidos y Organizados).
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