EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
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› Por J. M. Pasquini Durán
Las turbulencias que sacudieron la nave oficial, debido a las discrepancias del vicepresidente Daniel Scioli con actos sustanciales de la marcha del Poder Ejecutivo, provocaron inquietud y hasta alarma en diversas fracciones de la mayoría que respalda, según las encuestas, al presidente Néstor Kirchner. Algunas fueron estimuladas por la dramatización mediática de la confrontación, mientras que otras, con malevolencia, aprovecharon la oportunidad para golpear en los flancos al compromiso presidencial contra la impunidad y la corrupción. Entre los que sienten verdadera preocupación por lo que puede suceder si este episodio es el prólogo de constantes pujas internas, sobre todo en el peronismo, se multiplican las incertidumbres sobre el futuro inmediato. Una de las dudas frecuentes en estos días tiene que ver con la intensidad de la reacción de Kirchner a las disidencias del vice: ¿sobreactúa o confunde autoridad con autoritarismo?
Al fin y al cabo, esa concepción del mando, vertical y personalista, es una marca típica de los caudillos de provincia, impacientes con el disenso, más aún cuando se presenta en las propias filas. Sin embargo, los hábitos y el temperamento son escasos argumentos para justificar una réplica tan enérgica y contundente. Más bien habría que suponer que la reafirmación de autoridad estaba dirigida antes que a la persona de Scioli a los contenidos de su pensamiento, cuyo origen puede encontrarse en las doctrinas de la derecha conservadora que marcaron trece de los últimos veinte años de democracia. Nadie ignora que esa derecha, encabezada por el neoliberalismo, es la fuente principal de la campaña que acusa al Poder Ejecutivo de un presunto izquierdismo, aunque sin ningún fundamento serio. ¿Desde cuándo la reivindicación de los derechos humanos y de la decencia administrativa son expresiones exclusivas de la izquierda? Son meras excusas para descolocar al Gobierno y obligarlo a dar pruebas de amor al Fondo Monetario Internacional (FMI), como lo hicieron sus antecesores –desde Menem a De la Rúa y Duhalde– sin detenerse en los tremendos daños de la pobreza, la indigencia y el desempleo masivos. La derecha es responsable de esas trágicas consecuencias y a su amparo crecieron la corrupción y la impunidad hasta asfixiar al Estado y a la mayoría de la sociedad.
Para apreciar la diferencia entre ese “pensamiento único” y la opinión democrática, valga esta cita del economista Joaquín Stefanía, ex director del diario español El País: “Hay que distinguir entre los neoliberales y los pluralistas; los primeros establecen un régimen único –el neoliberalismo– como un estándar de legitimidad para todos, los pluralistas, no. Hipotéticamente, un régimen liberal puede ser el mejor marco en algunas ocasiones para la mayoría de las personas de un país, pero en otras puede ser mejor un régimen socialdemócrata, o no neoliberal. La idea de que todas las economías modernas deben converger hacia un único modo de vida económico –el neoliberalismo, el consenso de Washington– no cuadra con la historia ni con la libre elección política de los ciudadanos” (Hij@, ¿qué es la globalización?, abril/2003).
Es obvio que, a medida que el Gobierno vaya acercándose al núcleo económico conservador, aparecerán situaciones como las que originó Scioli, y peores todavía, con toda clase de tensiones político-institucionales. Ayer mismo, el presidente Kirchner advirtió sobre los sectores que siguen pensando que “gobernar es darle y darle al lomo del pueblo” y ratificó su decisión de confrontar a los que piensan de ese modo. De modo que antes de caer en la tentación del drama, como hacen los augures del fracaso político del Gobierno, o de distraerse en disquisiciones teóricas sobre la ideología presidencial –cuya identidad peronista fue reafirmada por élmismo, incluso ante George Bush Jr.– sería mejor prepararse para defender el derecho al cambio frente a los que quieren que todo siga igual.
Es inevitable ubicar en ese contexto a las elecciones porteñas de mañana, “nacionalizadas” por la fuerza de las circunstancias y por la voluntad de sus principales competidores. Es una lástima que los votantes no hayan tenido la oportunidad de conocer de cerca a más de veinte postulantes a la Jefatura de Gobierno, pero los medios en general, igual que muchos políticos, prestan atención preferente a las tendencias que aparecen en las encuestas de opinión. De acuerdo con esos sondeos, dos de los candidatos suman casi el 70 por ciento de los votos, mientras que otros dos, que compiten por el tercer puesto, se alzarían con el 18/20 por ciento del total de sufragios. Si las predicciones son acertadas, todos los demás recibirán porciones insignificantes del electorado. De todas maneras, la polarización prevista refleja la pérdida de hegemonía del “pensamiento único”, ya que los rivales no compiten por la mejor administración de un proyecto similar, sino que expresan rumbos diferentes, cada uno con su propia identidad ideológica.
Los encuestadores coinciden en pronosticar que habrá segunda vuelta y que hasta ahí llegarán Aníbal Ibarra y Mauricio Macri, en tanto que el tercer puesto sería ocupado por Patricia Bullrich o por Luis Zamora. Ibarra sobrevivió a la catástrofe de la Alianza, al repudio de las cacerolas contra los políticos y a la devaluación de la moneda como parte de la decadencia generalizada. El costo, tal vez porque nunca alcanzó a explicar lo suficiente a los vecinos sobre las dificultades que afrontaba, fueron brechas de insatisfacción pública, por las que se coló Macri. Sólo así puede explicarse que el 75 por ciento de los porteños apoyen la gestión de Kirchner, que a su vez respalda a Ibarra, pero la mitad de ese porcentaje estaría dispuesto a votar por el empresario bostero, cuya ideología y trayectoria lo ubican en el surco menemista, cuyos seguidores porteños se volcaron contra Ibarra, antes que en una auténtica renovación política.
Las campañas de los cuatro candidatos mencionados fueron personalistas al máximo, a tal punto que los compañeros de fórmula y legisladores, en su mayoría tuvieron escasa presencia y es probable que buena parte de los votantes sea incapaz de recordar sus nombres. Esta exposición individual parece haberle jugado en contra a Bullrich, que está lejos en las encuestas de alcanzar la performance en abril de su más reciente jefe político, Ricardo López Murphy, pero favoreció a Zamora que, sin recursos ni estructura partidaria significativa, podría beneficiarse con una preferencia que lo destaca entre los candidatos de izquierda. Además de personalizada, Ibarra y Macri destacaron por una publicidad de saturación, sobre todo en medios electrónicos, en la tendencia actual de reemplazar el asambleísmo por el mensaje unidireccional del postulante. Aunque no se pueden pasar por alto, detenerse en las campañas publicitarias es quedarse con las apariencias, en la superficie de la política.
Si el escrutinio de mañana confirma que habrá segunda vuelta el 14 de septiembre, el mismo día que se vota en la provincia de Buenos Aires, es preciso tomar decisiones en el cuarto oscuro que traspasen lo aparente y las conclusiones rápidas. Como esa que dice que dada la posición económica de Macri no tendrá necesidad de robar, pese a que no se conoce ningún rico que no quiera serlo más cada día. Lo mismo pueden equivocarse los que juzgan el futuro de Ibarra por los resultados de su primer mandato, sin tener en cuenta el cambio de época, las mutaciones del clima político, ahora más benigno para él que los anteriores, y que tanto el actual jefe de gobierno como su equipo ganaron experiencia, ya que al momento de asumir en 1999 eran auténticos novatos impulsados por el torbellino de la Alianza. Renovar la política, un anhelo ciudadano muy extendido, no significa cambiar a las personas, sino consolidar ideas y gestiones,descomprometidas con la vieja política y dispuestas a seguir caminando hacia el horizonte, en vez de estacionarse o lo que es peor, retroceder. Lo bueno cuando hay elecciones libres y pluralidad ideológica, es que cada ciudadano tiene la oportunidad de influir en su propio destino y en el de los demás. De eso se trata, nada menos: depositar el propio futuro en otra persona que, esa es la apuesta, no traicionará la confianza del elector. ¿A cuál de los candidatos le compraría usted un auto usado?