EL PAíS › OPINION > DERRIBO DE NARCOAVIONES
› Por Juan Gabriel Tokatlian *
Es importante que el debate generado por el avance del narcotráfico en el país se incremente, tanto en calidad como en cantidad. Ello es una prueba de que los argentinos no buscamos negar el fenómeno. Ahora bien, esta deliberación incipiente sería aún más productiva si se recurriese a la evidencia más que a la retórica.
Una y otra vez, desde hace años y meses, resurge la idea de establecer una ley para derribar aviones. Hace tiempo una coalición de legisladores del PRO y del Peronismo Federal impulsó una normatividad al respecto. En 2013, los senadores de la UCR Luis Naidenoff y Nito Artaza promovieron iniciativas en esa misma dirección. Lo propio hizo el diputado de UNIR, Alberto Asseff, hoy enrolado en las filas del Frente Renovador. En medio de un entonces incipiente debate nacional sobre el derribo de aviones, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, indicó que ese “es un debate que hay que dar”. Ya en 2014 la controversia revivió de la mano de varios políticos. Algunos ex ministros de Defensa del peronismo y del radicalismo se manifestaron favorables a esa táctica antidrogas. En días más próximos, el hoy diputado y ex gobernador de Córdoba Juan Schiaretti, junto a legisladores de Unión por Córdoba, también se pronunció a favor de una ley de derribo. En breve, esta idea resurge cada cierto tiempo. Idea que, parafraseando a Rory Stephen Brown del European University Institute, resulta “ilegal, inmoral y francamente estúpida”. Los ejemplos regionales sustentan esta calificación.
En Perú, el abatimiento de aviones contó con el entusiasta apoyo de Estados Unidos y su programa Air Bridge Denial (ABD), a cargo de la CIA, que contemplaba el uso de fuerza letal para tumbar aviones. Inicialmente los resultados parecían exitosos: se redujeron plantaciones de coca en territorio peruano y fueron incrementándose en territorio colombiano. En abril de 2001 un avión con misioneros estadounidenses fue rastreado por la CIA e identificado por la fuerza aérea peruana para su derribo; hubo dos muertos y tres sobrevivientes. Por un breve tiempo el programa se suspendió y después se reinició en 2003. Con bajas y alzas la siembra de coca continuó en Perú a tal punto que nuevamente sobrepasó a Colombia en hectáreas cultivadas durante los últimos años. A pesar de que, según una reciente nota (12-3-2014) de Lucien Chauvin en el Christian Science Monitor, el país se ha transformado, nuevamente, en el principal productor de cocaína y que la interdicción alcanza sólo al 8 por ciento, varios legisladores vienen promoviendo el restablecimiento de la política de derribo de aviones.
En Colombia, a su turno, esa política se implementó mediante un Acta Reservada del 7 de diciembre de 1993 por la cual el comandante de la Fuerza Aérea autorizaba el recurso a la fuerza contra un avión. Varios factores incidieron en aquella decisión. Primero, Perú había recurrido al abatimiento de avionetas y Estados Unidos lo mostraba como un ejemplo exitoso a seguir. Segundo, Washington estaba impaciente con la reforma constitucional de 1991 que prohibía la extradición de nacionales y establecía el sistema de plea bargain a la colombiana que había llevado a Pablo Escobar a una presunta cárcel de máxima seguridad. Tercero, los militares colombianos, estimulados por el “éxito” peruano y el “coqueteo” estadounidense, procuraron que el gobierno les proveyera la “bala mágica” –el derribo de aviones– que terminara con el “flagelo” del narcotráfico. Cuarto, el deterioro de la política de sometimiento y la muerte el 2 de diciembre de 1993 de Pablo Escobar crearon las condiciones para firmar el Acta reservada del 7 de diciembre.
También en el caso colombiano se acordó un programa ABD con Washington. Después de años de utilización de esta táctica, en 2005 la Auditoría General de Estados Unidos produjo un informe en el que se señalaba que a pesar de los recaudos adoptados por los militares colombianos, los resultados concretos en materia de reducción de la oferta de drogas eran poco conclusivos. Tres años después otro informe de la misma entidad indicaba que si bien Estados Unidos había logrado algunos objetivos con el programa ABD, su eficacia era difícil de evaluar. En breve, ni a nivel oficial en Estados Unidos ni entre expertos independientes en y fuera de ese país hay quien afirme que la táctica de abatir avionetas del narcotráfico haya sido promisoria y no haya estado exenta de controversias. Se podrá argumentar que los grandes carteles (de Cali y de Medellín, por ejemplo) han desaparecido, pero ello no tiene mucho que ver con el derribo de aviones. Más aún, el desvanecimiento de esos conglomerados mafiosos –por vía de la muerte, la cárcel y la extradición– ha estado acompañado de la multiplicación de decenas de “pequeños cartelitos” (que algunos especialistas denominan “boutique cartels”) que operan de manera descentralizada, como redes con fuertes contactos transnacionales, y que manejan lo que aún es un fabuloso negocio, pues si bien el país tiene hoy una menor superficie de cultivos ilícitos, la producción total para exportación no ha variado.
A pesar de los magros resultados de esta política, otros gobiernos de la región la han implementado y Washington la continúa recomendando. Con base en acuerdos con Estados Unidos para la cooperación en materia de inteligencia que no establecían el abatimiento de narcoaviones, y sin una legislación expresa, Honduras tumbó aviones en 2012, lo que motivó la suspensión temporal del suministro de información por parte del Comando Sur localizado en Miami. Finalmente, en enero de 2014 el legislativo hondureño aprobó una ley que lo autoriza. Ello ocurre en momentos en que la violencia generada por el crimen organizado sigue en ascenso: la tasa de asesinatos es de 90,4 por cada 100.000 habitantes (en la Argentina es de 5,5), dos tercios del 1,8 millón de las armas livianas que circulan en el país son ilegales y ya se han descubierto plantaciones de opio en Honduras.
La táctica de derribamiento de aviones no es patrimonio de gobiernos con ideologías restauradoras. Administraciones que se pregonan progresistas también la han instaurado. Venezuela la aprobó durante la gestión de Nicolás Maduro y la puso en práctica en unas treinta ocasiones generando, en algunos casos, roces con países como México. Esta nueva “mano dura” venezolana no ha impedido el alza de la violencia criminal, el avance del narcotráfico y especialmente el uso de su espacio aéreo para el transporte de cocaína (desde el área andina y de Centroamérica) hacia Europa. Más recientemente, en marzo de este año, el Senado de Bolivia le dio sanción definitiva a una ley de derribo que había sido aprobada por la Cámara de Diputados a comienzos de 2014. Es esperable que en el caso boliviano esa política resulte tan ineficaz como en el resto de la región. Poco hará el abatimiento de aviones para limitar el auge pandillero en ese país: según el Observatorio Nacional de Seguridad Ciudadana boliviano hoy existen 762 pandillas.
En la Argentina, precandidatos presidenciales y actores políticos de manera elocuente, pero ignorante, proclaman las virtudes de una política que ha probado ser fallida. Es fundamental, como se indicó al inicio, multiplicar y mejorar la discusión pública sobre el inquietante auge del narcotráfico en el país. Pero es tiempo de evidencia empírica y no de retórica vacua. El mal diagnóstico siempre conduce a peores políticas públicas.
* Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella.
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