EL PAíS › LA HISTORIA DE LA FAMILIA FERREYRA RELATADA EN LA MEGACAUSA LA PERLA
Pablo y Santiago Ferreyra y Cilene Peralta declararon por el secuestro y desaparición de Diego Ferreyra y Silvia Peralta, quienes fueron vistos en el centro clandestino La Perla. Contaron también la persecución sufrida por las familias de ambos.
› Por Marta Platía
El testigo se paró ante el tribunal, juró por la memoria de sus padres y de sus hermanos desaparecidos y precisó después de mirar a cada uno de los represores encabezados por Luciano Benjamín Menéndez: “No, no son bestias. Quitémosles ese peso a las bestias. Son miserables. Los miserables que supusieron que haciendo desaparecer a los jóvenes hacían desaparecer las ideas, y que haciendo desaparecer a los bebés hacían desaparecer el futuro. Pero fallaron, fracasaron. Ahora estamos acá, en democracia, con justicia, y quiero que sepan que las atrocidades que hicieron, los chicos que se robaron, los jóvenes que mataron, hoy florecen en nosotros”. Pablo Alejandro Ferreyra Beltrán declaró en el megajuicio que juzga a los imputados por los crímenes de lesa humanidad cometidos en los campos de concentración y exterminio de La Perla y La Ribera. El hombre de 57 años dio testimonio por el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de su hermano Diego y de su cuñada Silvia “Pohebe” Peralta –militantes del PRT y estudiantes de Arquitectura y Derecho, respectivamente–, secuestrados y baleados ante la desesperación y el espanto de sus propios padres, el mediodía del lunes 24 de mayo de 1976.
“Ahora nosotros les damos a ellos la capacidad de que reciban justicia, que si son culpables vayan presos, y que si no lo son, salgan en libertad”, siguió Pablo, uno de los nueve hijos que tuvieron Delia Beltrán (quien fue directora del Colegio Nacional Manuel Belgrano, el de “La noche de los lápices” cordobesa) y el arquitecto Alejandro Enrique Ferreyra.
“Mis viejos no pudieron llegar con vida para contar lo que vieron... Pero aquí estamos nosotros, que seremos su memoria”, se presentó el testigo. A sus espaldas, la sala estaba repleta de amigos y miembros de su familia. Por el crimen de Diego y Silvia Peralta también declararon Santiago Ferreyra y Cilene Peralta, hermana de Silvia, a quien todos llamaban –y llaman– “Pohebe”.
Pablo y Santiago contaron –cada uno a su tiempo– que ese 24 de mayo del ’76 sus padres pasaron a buscar a Diego y a Pohebe por lo que entonces era la Avenida del Panal (la actual costanera Ramón Mestre, que bordea el río Primero, al noroeste de la ciudad de Córdoba). La pareja vivía desde hacía pocos días en una casa que les habían prestado junto a su beba Juana, de once meses.
Pohebe había sobrevivido al secuestro y a las torturas a las que la habían sometido en la D2 de Mendoza en febrero, y apenas se estaba reponiendo. A su turno, Santiago describió, aún aterrado, que “la habían picaneado, vejado, violado, golpeado durante cuarenta días... Yo jamás había visto heridas de ese tipo: tenía rayas negras del grosor de mi dedo –dijo mostrando una de sus anchas manos a los jueces–, las tenía en la barriga, en los hombros, en el pecho... Eran como de piel necrosada. Manchas oscuras, casi negras... La enterraban hasta el cuello y la dejaban la noche entera enterrada”. Pohebe había sido liberada, según aportó su hermana Cilene Peralta, “porque le pidieron plata” a su padre.
Tal era el estado de fragilidad de la pareja cuando, el mediodía del 24 de mayo, los padres de Diego pasaron a buscarlos en un Rastrojero para almorzar en la casona familiar, donde los esperaba el resto de la prole.
Pablo retomó el relato: “Mis hermanos se suben a la camioneta y ni bien comienzan a andar, ven un auto amarillo, un Taunus, según mi padre, un Falcon, según mi madre, que les llama la atención por la cantidad de gente que iba adentro. De pronto, el auto da una vuelta en U y los tipos comienzan a acelerar y a dispararle al Rastrojero de mi viejo. Diego (que iba sentado adelante, al lado de su padre) le grita: ‘Viejo pará que nos van a matar a todos’. Mi padre para y Diego se tira del auto y comienza a correr. Se estaba entregando para salvar a su familia. Ahí ven que se baja esta gente, se apoyan contra el auto, encañonan e insultan a mis padres, y le empiezan a disparar a mi hermano, que corría en zigzag, hasta que cae herido... Van hasta él y lo obligan a levantarse. El, como pudo, obedeció. A todo esto, uno abre la puerta de atrás de la camioneta y la saca de los pelos a Pohebe y grita: ‘¡Acá está la mendocina!’, porque la habían tenido detenida allá. Ella tenía a Juana. Mi vieja pelea con los tipos y tironea a la beba para que no se la lleven. Los tipos se la dejan, pero se llevan a Pohebe a los empujones atrás del Rastrojero y la golpean... La tiran cerca de mi hermano que, herido y todo, la alcanzó a cubrir con su cuerpo tratando de protegerla... Los secuestradores encañonaron a mis padres y les ordenaron que arrancaran. Y que, si no se iban del país en 24 horas, nos iban a matar a matar a todos, que éramos muchos”.
Juana, quien ahora es una bella mujer de 38 años y lleva el cabello largo y oscuro como su mamá, está presente y llora de bronca y dolor ante el relato. La imagen es desoladora, como conmovedores sus manotazos para secarse las mejillas y seguir, con la dignidad apretada en las mandíbulas, las casi cinco horas en que se contó la terrible historia del comienzo de su vida.
“Mis viejos vieron todo –retomó Santiago Alejandro Ferreyra–. A Diego ensangrentado en la espalda, rengueando por la herida; mi madre peleó por Juanita y, así como estaban, tuvieron que irse de ahí, dejándolos tirados en la calle y con esos tipos... Llegaron como pudieron a nuestra casa, donde todos estábamos esperando. Fue espantoso: mi viejo entró al patio y se prendió de la corneta llamando a sus hijos en esta cosa desesperada. Mi madre entró y gritó: ‘¡Agarraron a Diego, mataron a Diego!’. Y mi padre seguía prendido a la corneta... ¡Nunca vamos a poder olvidar eso!”
Pablo, que entonces tenía 18 años, contó: “Mi madre juntó a todos, empezó a repartir bolsos y dijo: ‘Llénenlos con lo que puedan. Un solo juguete por cada uno y vámonos de acá’. Así dejamos la casa de toda una vida. En ese momento estábamos Marta, de 16; Paco de 14; Pilar de 10 y Mercedes de 8. Fuimos al campo, a lo de una tía. Desde ahí viajamos a Buenos Aires y después a México”.
–¿Y qué le contaron sus padres sobre cómo eran y cómo estaban vestidos estos que venían en el Taunus? –preguntó el abogado Claudio Orosz.
–Recordaban a un hombre canoso, de piel rosa, con barba... Fue mi madre quien me dijo que reconoció a (el represor Pedro) Vergez como el que disparaba... Ella contaba, y hacía la mímica cuando lo relataba, que este hombre apoyado en el auto disparaba, recogía el brazo; disparaba y volvía a recoger el brazo... Mi mamá contaba eso. Ella lo reconoció.
Como quien había ido de cacería, el represor que “disparaba y recogía el brazo” se tomaba su tiempo para hacer puntería sobre el muchacho de 23 años que corría, acorralado por la patota, intentando salvar la vida o –en todo caso– entregarla a cambio de que no mataran a sus padres, su mujer y su hijita.
Ante esto, el imputado Vergez, alias “Vargas”, a sabiendas de que una cámara lo tomaba, pareció esforzarse en lanzar miradas torvas sobre el declarante, y escribía (o hacía como que tomaba notas) en un cuaderno. “Fermín de los Santos, un ex médico sobreviviente del campo de exterminio de La Perla, contó que Vergez y Acosta se jactaban de haber matado a mi hermano”, acusó Pablo Ferreyra.
Su hermano Santiago agregó que en el exilio mexicano, “por 1980 o 1981”, lograron comprar el diario La Nación: “Allí había una nota de hipismo donde vimos la foto de Vergez”. Ante la pregunta del juez de cómo sabían que era el mismo del operativo en que balearon a su hermano, el testigo aseguró: “Mi madre lo reconoció. Y eso que no era una nota sobre militares, era de hipismo”.
Tras el secuestro y las amenazas de muerte a la familia de las víctimas, los torturadores llevaron a Diego y a Pohebe a La Perla. Allí fueron vistos por otras dos sobrevivientes, Cecilia Suzzara y Victoria Roca.
Cilene Peralta, la hermana de Silvia Pohebe, una mujer con un dolor tan antiguo que parecía impreso en cada línea de su rostro, relató conmocionada: “¡Mi hermana vio cómo baleaban a Diego! Dicen que gritaba terriblemente en el auto, y se aferraba a Juanita... Que luchó para que no le sacaran la nena... Pienso que debe haber sido terrible para ella este segundo secuestro porque ya sabía todo lo que le pasaría... No había alcanzado a reponerse de las torturas anteriores, de las vejaciones... Así que cuando Cecilia Suzzara nos contó que una chica entró gritando como loca (a La Perla), yo me pregunto: ¿y cómo no iba a ser así, si ella ya había pasado por todo eso?”.
Como Juanita no tenía papeles, la familia Ferreyra no la podía sacar del país. Pablo la dejó en casa de una hermana de su mamá Delia: María Magdalena Beltrán Paz, que la crió como a una hija propia.
Los Ferreyra ya tenían a su hijo mayor, Alejandro Enrique, preso en Rawson desde fines de 1973; a Delia, viviendo en La Rioja; y al propio Santiago, viviendo en la clandestinidad luego de que lo involucraran en el copamiento de la Fábrica Militar de Villa María. Con la desaparición de Diego y Pohebe, y la amenaza de los represores de matar a toda la familia si no se iban el país, el 2 de junio abordaron un avión de Aeroperú rumbo al exilio. Desde Ezeiza, Delia Beltrán, que había sido despedida de su cargo como directora del Manuel Belgrano “por la peligrosidad de sus ideas”, le escribió a su madre: “Yo los he criado con amor extremo a la justicia, con desprendimiento extremo de lo material, con amor a los desposeídos. El Negro (su esposo) les ha dado ejemplo de lucha, de trabajo y de desprendimiento extremo hacia las cosas de este mundo. Todo eso, unido a una extrema vocación política (también heredada desde los abuelos y bisabuelos gobernadores) más un momento histórico determinado, es lo que ha determinado la situación (...). No lamento las cosas perdidas, criamos a nuestros hijos en el respeto a los seres humanos, para mantener la dignidad sin perder la vergüenza”.
Los Peralta también habían sido cercados y perseguidos: Cilene describió la diáspora dolorosa, sistemática a la que fueron empujados: “Mi familia ya había sufrido el secuestro y asesinato de mi único hermano varón, Esteban Peralta, de 19 años, en junio de 1975. Lo fusilaron junto a Estela Santucho en el Comando Radioeléctrico... A mi padre le quitaron la matrícula de abogado; a mi mamá, que era odontóloga y docente, la despidieron de su trabajo sin causa alguna. A mi marido, que era médico, también lo despidieron... Secuestraron a mi hermana en Mendoza, después acá... No había cómo garantizar la seguridad de Juana... Se dispersó la familia. La vida ya no nos pertenecía. Podía pasar cualquier cosa. Con mi marido decidimos ir a vivir a Formosa; a vivir de otra manera. Nos costó aprender a convivir con el miedo. Recuerdo que mi mamá se sentaba con la foto de los hijos, con los pañuelos blancos, y que estaba con otras Madres en la peatonal (de Córdoba), y que pasaba gente y les gritaban: ‘Pero a ésa yo la vi en Brasil, están viviendo en Brasil’. Y las Madres lo único que tenían era eso: mostrar la foto de los hijos que les habían secuestrado, desaparecido”. Cilene recordó: “Mi mamá iba a las mesas donde mis hermanos todavía aparecían empadronados cuando llegó la democracia, con la esperanza de verlos llegar. Este es el gran daño con los desaparecidos: no estaban ni vivos, ni muertos”.
Durante su declaración, Cilene Peralta no permitió que los imputados permanecieran en la sala: “No, que entreguen la lista de los que mataron y adónde los enterraron –argumentó–. Esa es la única manera de pacificar. Ellos pueden entrar y salir mientras nosotros dejamos acá los momentos más terribles de nuestras vidas... Por eso pedí que se queden afuera (en realidad en la sala contigua, con una pantalla de TV de circuito cerrado). Siento que ellos se burlan de nosotros”.
Lo que Cilene no sabía entonces era lo que sucedió mientras declaraba Pablo Ferreyra –el primer testigo– y fue denunciado ante los jueces por el querellante Claudio Orosz. Mientras atestiguaba Pablo, su hermano Francisco “Paco” Ferreyra estaba sentado en la sala con sus familiares y levantó una foto de Diego. Vergez se dio vuelta en su banquillo de acusado, pasó su brazo sobre el respaldar del asiento y, apuntándole a la foto del desaparecido con una de sus manos, hizo varias veces el gesto de gatillar. El hermano de la víctima le sostuvo la mirada y mantuvo la foto en alto, hasta que el represor se volteó. El tribunal hizo lugar al planteo de Orosz y pidió el registro fílmico para analizar la cuestión.
Lo sucedido no sorprende: Vergez ha exhibido desde el inicio de este juicio un comportamiento burdo y despectivo. Este diario supo además que también tuvo y tiene serios problemas con sus cómplices en el penal de Bouwer, donde están detenidos. De hecho, en enero, “cansados de sus groserías, sus sonoros flatos a propósito y demás barbaridades, como bajarse los pantalones todo el tiempo, lo esperaron, lo emboscaron y le dieron una paliza tremenda. Tanto, que los guardias lo tuvieron que rescatar y cambiar de pabellón”, aseguró un empleado penitenciario que pidió el resguardo de su identidad. La versión fue corroborada por la denuncia que el propio Vergez dejó asentada en los tribunales luego del ataque. Cercado por las pruebas de sus delitos y hasta por su propia caterva, el torturador dejó en claro su vocación de victimario, que no se arrepiente de nada y hasta volvió a “disparar”.
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