Sáb 10.05.2014

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Fácil y rápido

› Por Luis Bruschtein

El documento de la Iglesia sobre inseguridad, el griterío en el Congreso porque no se publicaron los índices, los linchamientos, las promesas de arreglar todo con camaritas y el debate mezquino contra la reforma del Código Penal demuestran que hay un tema del que se habla mucho con más demagogia que interés por abordarlo. Nadie dice lo más importante porque gran parte de la sociedad se enojaría con el que lo hiciera. Es un tema que sirve para atraer voluntades y no para alejarlas. El que dijera que no existen soluciones mágicas, que no es un tema que se arregla de la noche a la mañana, perdería popularidad. Por el contrario, los que se rasgan las vestiduras y claman públicamente dan a entender que ellos lo arreglarían fácil y rápido.

Los índices no son desconocidos. Las últimas estadísticas de Naciones Unidas, de diciembre del año pasado, ubicaban a la Argentina como el país latinoamericano con menor cantidad de homicidios por cada cien mil habitantes. En el continente, esa marca solamente es superada por Canadá y Estados Unidos, con sistemas estadísticos similares, y Chile con un sistema particular y cuestionado. Al mismo tiempo, aparece como el país de la región que tiene mayor cantidad de robos y otros delitos por cada cien mil habitantes.

Los datos para estos índices son provistos por los sistemas de Justicia de cada país, menos en Chile, donde los encargados de hacerlo son los mismos Carabineros, razón por la cual son muy cuestionados ya que les da por debajo, incluso, que los de Canadá. Argentina está en 5,4 (2160 homicidios en el año) y Uruguay un poco por encima de 6 asesinatos cada cien mil personas por año. Para los Carabineros, Chile apenas supera el 1,4 de homicidios por cada cien mil personas al año.

Los índices sobre robos y otros delitos se elaboran sólo con los que son denunciados. Se trata de una limitación, porque la acción de denunciar depende mucho de cómo la comunidad valora las fuerzas de seguridad en cada país. México, Centroamérica o Brasil son países con muy altos niveles de delincuencia organizada, con bandas de maras y verdaderos ejércitos de narcos, y sin embargo sus índices aparecen casi con la mitad de delitos que Argentina.

Las estadísticas en relación con homicidios que difundió el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) tienen cifras del año 2008 de Argentina, son viejas. Pero un relevamiento realizado el año pasado con mucho rigor por la Corte Suprema en la Ciudad de Buenos Aires dio índices similares.

Para las matemáticas, 5,4 homicidios cada cien mil personas por año quiere decir que en Argentina son asesinadas alrededor de seis personas por día. En 20 años son más de cuarenta mil muertes. El diario La Nación tituló con ese cálculo. Y a los familiares de las víctimas no les importa el porcentaje, para ellos en particular es como si fuera el ciento por ciento. Sin embargo, para los que trabajan el tema de la inseguridad, para los que tratan de resolver este problema dramático de las sociedades humanas, se trata de una cifra baja. Mejor sería que no se produjera ninguno, pero lamentablemente eso no sucede en ningún rincón del mundo.

En Argentina, estas cifras tuvieron un pico alto en 2002 y un descenso abrupto en 2003. Después siguieron en general con leves declives y ascensos, aunque con marcas más altas que en décadas anteriores.

La Iglesia y la oposición conocen estas cifras. Las estadísticas que se reclaman son conocidas. Porque el reclamo responde más al clima que se creó con la epidemia de linchamientos que al interés por esos datos. Un sector de la política se apropió del impulso de una parte de la sociedad de hacer justicia por mano propia y, para contenerla, la justificó. Pero cuando se justifica la violencia, no se la contiene, sino que se la estimula.

La violencia de la justicia por mano propia aparece como opuesta a la violencia delictiva, pero tienen raíces parecidas, igual que las consecuencias, porque los linchadores se convierten automáticamente en delincuentes como los que quieren exterminar. No son situaciones nuevas. Ya se verificaron cuando una parte de la sociedad justificó el terror desatado por la dictadura.

Sin importar el monto, esas cifras siempre estarán expresando una problemática que interpela en forma dramática a la sociedad. Se puede responder de diferentes maneras: como son bajas, el problema es menor; como son altas, hay que poner bajo control y vigilancia a toda la sociedad. La mano dura policial y judicial es la historia de la seguridad en este país. Es una opción que no ofrece más posibilidades. En general, daría la impresión de que las miradas tradicionales sobre la problemática de la inseguridad han perdido actualidad.

Daría la impresión de que el delito pasó a ocupar un lugar en la sociedad diferente al que tenía en otras décadas. El crecimiento de los robos y otros delitos constituye en todo el mundo un fenómeno de las nuevas sociedades, donde la familia y la educación fueron desplazados a otros roles que los tradicionales, donde los medios, desde la televisión hasta Internet y los videojuegos, han transformado hábitos y valores, construyen nuevos sentidos, generan necesidades y establecen parámetros. Son sociedades donde el consumo de drogas duras como la cocaína, la heroína o el paco se ha masificado, atraviesa a todas las clases sociales y trastoca a su vez comportamientos y reglas de juego y produce nuevos fenómenos delictivos. Son sociedades con una composición diferente a las del viejo capitalismo industrial con sus clases estructuradas. Estas son sociedades más bien fragmentadas en múltiples experiencias, con aportes entrecruzados, donde los conceptos de obrero o de desocupado tienen connotaciones culturales ideológicas muy diferentes a las del siglo pasado. El obrero de una línea de producción fordista del siglo pasado no tiene nada que ver con el que ahora maneja la computadora en una fábrica de automóviles. Son experiencias concretas y saberes que producen relacionamientos muy diferentes. Lo mismo sucede en otros grupos sociales. Son sociedades donde las fuerzas policiales son elefantiásicas, superiores a las Fuerzas Armadas, y tienden a autonomizarse como un territorio aparte y fronterizo entre lo legal y lo ilegal con sus propias reglas de juego de poder, punitivas, supralegales e impunes, con formas paralelas, ajenas y desconocidas para el resto de la sociedad.

En esa maraña de cambios profundos están las causas y motivaciones que todavía apenas se vislumbran, están las explicaciones de que una persona, muchas veces chicos que ni han llegado a adolescentes, dejen correr sus vidas hacia la destrucción propia y de otros. Son sociedades que han logrado avances, pero que nunca podrán ofrecerles lo que les da el narcotráfico, que es lo que requieren para consumir o para existir según los valores que reciben de la sociedad o para construir prestigio según esos mismos valores. Son pautas de vida establecidas por determinados consumos que establecen lo que es vida y lo que no. Son pautas altísimas y elitistas, excluyentes, que presionan por un consumo que ni las clases medias pueden sostener. Esos bombardeos para poseer y sobresalir promueven una forma de “éxito” individualista y antisocial y han desplazado a la familia y a la educación en muchos planos.

Ese bombardeo cultural ya muy extendido, pero esencialmente mediático, triunfante en el neoliberalismo, se origina en la misma sociedad que a la vez estigmatiza a los jóvenes y a los pobres que son el blanco de esa descarga. Es un bombardeo que establece superioridades y jerarquías que reaccionan con violencia cuando se sienten cuestionadas. Eso genera violencia política, como los insultos casi permanentes contra la Presidenta. Todos los han escuchado. Violencia no es disentir con un periodista, sino difundir su dirección para que lo vayan a agredir como hicieron con Víctor Hugo Morales. Cada discurso de Elisa Carrió es una convocatoria a la violencia, es un estilo que llena de odio al que lo escucha, sea opositor u oficialista. Las descripciones exageradamente apocalípticas de la Argentina crean angustia y violencia porque esencialmente son falsas. La corrupción crea violencia, y más cuando es impune, pero la misma o más violencia generan las acusaciones generalizadas que, como todas las generalizaciones, crean falsas imágenes que enfurecen a la gente, o las acusaciones infundadas y demagógicas que producen impactos mediáticos que alimentan esa violencia, aunque después se sepa que son falsas.

El fenómeno de la inseguridad se manifiesta y redimensiona en todo el mundo y por su complejidad solamente puede ser encarado desde muchos enfoques al mismo tiempo. No existen soluciones mágicas ni puede llevar a las sociedades a dar respuestas que las equiparen con los delincuentes. En el caso argentino, esa problemática no llega a extremos de gravedad como en la mayoría de los demás países de América latina, pero se articula con un alto nivel de tensión y violencia política verbal que es amplificada por una poderosa corporación de medios que al mismo tiempo exacerba, repite y multiplica los casos de inseguridad. El origen de esa tensión es la reacción conservadora contra cualquier medida de justicia social.

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