EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Pasaron ya muchos años desde el pronóstico de Umberto Eco acerca de un momento no tan lejano en el cual la televisión no reflejaría la realidad sino que, directamente, la produciría.
Ese concepto generó polémica, hasta el punto de considerárselo descabellado. Hoy, ningún intelectual diría que es ridículo hablar de la tevé como productora de realidad. En todo caso, se señala que es una afirmación discutible. Pero nunca un absurdo. También fue el filósofo italiano quien, mucho antes (1968), en Apocalípticos e integrados, avanzó en precisar el significado del rating: la imagen estadística que determina –o intenta hacerlo– el tipo de público que sigue un programa, y el éxito que cosecha. La televisión puede convertirse así en instrumento eficaz para una acción de control, en garantía de conservación del orden, establecido a través de la repetición de aquellas opiniones y gustos medios que la clase dominante juzga más aptos para mantener el statu quo. En lugar de darle al público lo que quiere, la tevé le sugiere lo que debe creer o creer querer. Sin embargo, es el propio Eco quien advierte que el rating es nada más que un número. Mide la cantidad de un auditorio, pero no su eficacia. Ni siquiera verifica si el espectáculo le gusta a la gente. Sólo fija ese indicador cuantitativo. Ni el rating de un programa ni su repercusión en las redes, ni los tantos programas basados exclusivamente en el rebote del rating de un programa, miden cuánto hay de gusto efectivo y cuánto de que se mira esto o lo otro sólo porque no surge que haya algo mejor que hacer, o porque al día siguiente de algo hay que hablar con los compañeros de trabajo. Menos que menos, el rating, o la fama de un conductor, o las provocaciones ingeniosas o berretas de un producto televisivo, determinan cómo se construye política, ni cómo votará “la gente”, ni detrás de quién o quiénes andarán, juzgarán, dudarán, las mayorías populares. Todo esto viene a cuento de la cantidad de gestos y declaraciones recientemente acumulados, en palos políticos variopintos, por parte de quienes asumirían que es en la televisión, en la fugacidad, en el espectáculo, donde se dirimen las grandes cosas. O el lugar prioritario donde se lo hace. Es inconcebible, hace rato, que pueda pensarse y hacerse la política sin tácticas y estrategias hacia y desde los medios. Ignorarlos, a los medios, sería un sinsentido tan grave como pretender que el protagonismo mediático sustituye a la militancia efectiva y eficaz, al proyecto político firme, a la base territorial, a los liderazgos. Si es por el mediano y largo plazo, quienes crean en la potencia del espectacularismo debieran reparar en lo que duró el alica-alicate-tengo un plan, entre otros tantos ejemplos. Los medios son parte constitutiva de la política, pero no reemplazan su médula. La integran como actor fundamental. Desde ya, es la fauna televisada la que retroalimenta esa fantasía de que los medios todo lo pueden. Y lo más inquietante es que algunos dirigentes o figuritas políticas se lo creen. Algunos muchos.
Un senador nacional que provoca a un funcionario con requerimientos efectistas sobre la cantidad de pobres, para que la tele lo registre. Más aún: no se priva de citar la imitación televisiva de que el funcionario es objeto. Hablamos del radical macrista Ernesto Sanz, quien no tiene otra manera de ser registrado que no sea mediante alguna intervención altisonante de esas características. Y el funcionario es el jefe de Gabinete, que cae en el juego de la provocación barata como ya había entrado en el de suponer que un famoso con dinero –de la tele, claro– le resolvería una mejor pantalla del Fútbol para Todos sin más ni más. Quedarse ahí sería fácil. No dejemos de detenernos en tanto periodista que quería preguntar y que ahora deja vacía la sala de conferencias de Casa Rosada, cada mañana, poco después de las 8, cuando Capitanich da la cara frente a todos los guapos que no están. A veces bien o muy bien. Otras no tanto o derechamente mal, a través de esa compulsión a brindar cifras con una retórica fría, lineal, robótica, que le vale las chanzas hirientes, pero comprensibles, de quienes querían preguntar pero mientras todo sea sean tan simplote como lo son ellos y ellas, que deseaban edificarse como fiscales de la república, o, aunque sea, como émulos de esos reporteros de las películas yanquis, que desde un pasquín pueblerino tumban gobiernos o intereses poderosos. El jefe de Gabinete hace eso de poner la cara, a diario, ante esos ausentes que querían preguntar. A mediados de la semana pasada, hubo una brutal represión en Resistencia, Chaco, provincia de la que Capitanich sigue siendo gobernador en uso de licencia. Fue contra una manifestación de empleados estatales y desocupados, cuya magnitud numérica no importa. Sí importa que la policía local reprimió con una destemplanza asombrosa, a las órdenes de un vicegobernador, en ejercicio directo del Ejecutivo chaqueño, que actúa –siendo modestos en la descripción– como elefante en bazar. Salvedades mediante, la noticia no mereció despliegue en los medios de alcance nacional. De contar con información elemental, apenas revisando portales de la provincia, podrían haber “apretado” a Capitanich con alguna pregunta relativa a a quién dejó a cargo del Chaco. No. Solamente importó requerir si es cierto que Sandra Mendoza, ex esposa de Capitanich, está dispuesta a bailar en lo de Tinelli. Se armó un culebrón. Con igual profundidad, Carrió avisó de su recorrida por Quilmes para buscar narcos mientras, por supuesto, hubiera cámaras detrás. De la Sota, el gobernador cordobés, siguió esa lógica: dijo que está dispuesto a la convocatoria para danzar en Bailando por un Sueño, Showmatch o como se llame. A nadie le importa cómo se llama. Es lo de Tinelli. Y, además, hay indicios de un conflicto severo en las altas esferas gubernativo-mediático-empresariales acerca de cómo negociar si Cristina y sus hijos serán caricaturizados, o no, en lo de Tinelli. Pareciera que el entendimiento de la construcción política se agota en los recursos de propiedad y efectos que produce la televisión. Es poco serio. No resiste. La tele es una parte de la realidad, necesariamente incorporable a cómo se construye sentido, pero en carácter determinante. No hay una realidad. Hay unas cuantas, que representan a otros tantos segmentos sociales. Si la realidad fuera solamente lo que la tele promueve, el 2001 lo habría provocado que Fernando de la Rúa se equivocó de nombres, y de puerta de salida, en el programa de Tinelli. Y no que su gobierno fue un desastre. Eso se encarga de remarcarlo el propio conductor, con la salvedad, vamos, de que ignora o dice ignorar que el estallido de ese gobierno, el de la Alianza, que hoy es prospectivamente el de Fauna, o el de Massa, o el de sus símiles, encarnan el rumbo político y los valores sociales que condujeron al estallido representados por la tele de los noventa. Pero al fin al cabo no es más que un conductor televisivo, carismático, de un programa de consumo masivo a la hora en que a “la gente” no se le ocurre que haya nada mejor para hacer. Es así en todos lados y no hay que dar por el pito más de lo que el pito vale. No es ahí donde se resuelve la construcción política. No como sustrato central. Si fuera que la realidad es lo que dicen los medios y otros polos asustantes del poder, habría que alarmarse no en lo moral sino política y masivamente, por la flamante proclama de los obispos católicos. Tuvieron tanta puntería que la hicieron coincidir con los 40 años del asesinato de Carlos Mugica, sacerdote asesinado por un sicario de lo que era entonces el inminente terrorismo de Estado. Acaban de decir, estos príncipes episcopales, que la Argentina está enferma de violencia y que la corrupción es un cáncer social. Enorme difusión de ese documento obispal, y algunas respuestas que valen la pena. Una de ellas la produjo Cristina, precisamente en el acto conmemorativo de ese asesinato y de la figura enorme de Mugica. En otro contexto, la réplica presidencial habría semejado una cursilería. Pero en ése, decir que el amor vence al odio significó una réplica con altura. Hubo unas respuestas más directas, que citaron el papel de esta institución eclesiástica en la protección de pedófilos, en la asistencia física y dialéctica de las sesiones de tortura, y en la justificación de cuanto régimen represor y oligárquico quiera citarse. Esto es: lo bueno de que se hubieran acordado de la violencia y la corrupción en cada dictadura habida. En particular, en la última. Vale. No hay que dejárselas pasar. Asistieron y avalaron, institucionalmente, las sesiones eléctricas de la ESMA y sucedáneos. Con eso solo bastaría. Resulta que justo ahora, con tanto Francisco encima y la invitación al diálogo fraternal, a la conferencia del Episcopado se le antoja acordarse, oficialmente, de que los argentinos estamos enfermos de violencia y corrupción. Cuando sus aliados de la Cruz y la Espada no quisieron registrar violencia ni corrupción algunas. Pero persiste el interrogante. Hoy, ¿a quiénes representan, estas gentes moralmente escandalizadas? ¿Cuánto pueblo les presta atención? ¿Es lo que significan o lo que nos dicen que significan?
Uno supone que la pregunta vale para la conferencia de los obispos y para quienes creen que la política se hace, únicamente, atendiendo pantallas y web.
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