Dom 25.05.2014

EL PAíS  › OPINION

La democracia conservadora

› Por Edgardo Mocca

La imposibilidad de reelección de Cristina Kirchner les da a las próximas elecciones presidenciales una tonalidad particular. Entre las múltiples facetas de esa particularidad está el hecho de que no existirá una figura capaz de polarizar radicalmente el territorio político entre quienes la apoyan y la rechazan; el impedimento constitucional tiene, visto así, un efecto que modifica la geometría de la disputa, en el sentido de una mayor pluralidad de candidaturas realmente competitivas y un mayor nivel de incertidumbre respecto del resultado. Vuelve, de la mano de ese diagnóstico, un renovado interés por los partidos políticos argentinos y se acentúa una suerte de balance sobre su evolución en la última década y sus perspectivas de desarrollo.

Una vasta literatura politológica da cuenta de las transformaciones producidas en las últimas décadas en la naturaleza de los partidos políticos, sus formatos organizativos, los discursos sobre los que se sostienen y la estructura del sistema en el que “compiten”. Como ocurre siempre con las teorías sociales, la descripción de los cambios está siempre asociada a su interpretación y su valoración prescriptiva. Así, se afirma que los partidos políticos han ido abandonando sus anclajes ideológicos en la dirección de un mayor pragmatismo; que se han ido corriendo de los extremos programáticos para ocupar el “centro” y desde allí convocar el apoyo de una población poco intensa y definida en sus inclinaciones político-ideológicas. Se sostiene que, en consecuencia, el sistema de partidos ha ido perdiendo polaridad ideológica. La descripción nos habla también de un aumento de la tasa de “alternancia”, entendida por tal la frecuencia con que partidos diferentes se suceden mutuamente en el gobierno. Todos esos cambios, se interpreta, confluyen en la doble dirección de una mayor “previsibilidad” de los gobiernos y una consiguiente mayor “estabilidad” de la democracia. El trasfondo de esta prescriptiva es una filosofía política de cuño liberal cuyo núcleo esencial es la desconfianza en el Estado, la sospecha de que su fortalecimiento conlleva siempre la amenaza del autoritarismo y la consiguiente exaltación de los derechos individuales como núcleo excluyente de la vida política.

La época en la que se desarrolla este canon teórico como sentido común dominante del pensamiento político coincide con la etapa civilizatoria abierta en el mundo hace cuarenta años. Es la etapa de desarrollo y posterior triunfo mundial de un nuevo paradigma económico, social, cultural y político que nuestro tiempo reconoció con el ambiguo nombre de “globalización”. En lo económico significa la hegemonía del capital financiero y un salto gigantesco en la capacidad de reproducción mundial del capital. En lo social es el triunfo contundente del capital frente al trabajo, el debilitamiento a escala mundial del movimiento obrero. En lo cultural es la expansión del individualismo, la erosión de las identidades propias de la sociedad industrial-salarial, el crecimiento de las incertidumbres y la inestabilidad social, la centralidad cultural del consumo y sus subproductos (la publicidad, la comunicación de masas, la industria cultural).

En el terreno político, es la época de un doble movimiento aparentemente paradójico: por un lado la afirmación de una oleada mundial de avance democrático y caída de los autoritarismos; por otro la progresiva pérdida de autonomía de la política respecto del poder económico que ha llegado al punto de la colonización de la democracia parlamentaria por parte de los grandes grupos empresarios. Hace poco se celebró el 40o aniversario de la caída del autoritarismo portugués a través de la llamada Revolución de los Claveles. En estas cuatro décadas cayeron sucesivamente los autoritarismos europeos en España, Grecia y Chipre, los autoritarismos del Cono Sur de América hace tres décadas y los de Europa Central de cuya fecha emblemática –la caída del Muro de Berlín– se cumplirán pronto 20 años. Sin embargo, el balance democrático no puede cerrarse de modo triunfalista; en estas horas los europeos votan en cada país la representación en el parlamento regional en un clima que pronostica muy alta abstención, el retroceso de los partidos paradigmáticos de la democracia liberal de las últimas décadas y el auge de fuerzas cuestionadoras del sistema en un arco que va desde una izquierda crítica de la socialdemocracia hasta las variantes más radicales de la ultraderecha racista y la xenófoba. Es el fruto de una visible rendición de los sistemas políticos a los dictados del poder económico encarnado en la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional). La política –no solamente la europea– empieza a marcar los límites de una evolución mundial que viene recogiendo críticas de una amplitud de perspectivas filosóficas que va desde los análisis de economistas que supieron pasar por la conducción de grandes organismos internacionales hasta pronunciamientos eclesiásticos como el documento de los obispos latinoamericanos de Aparecida o las más recientes intervenciones del papa Bergoglio.

Hay quien sostiene que en el mundo no pasa nada importante. Que estamos en el mismo punto que cuando cayó el sistema hegemonizado por la Unión Soviética y cuando el neoliberalismo se convirtió en la verdad definitiva del planeta; que solamente asistimos a dificultades circunstanciales del capitalismo, vinculadas con esquemas “técnicos” particulares, fácilmente corregibles. Y hay también quien considera que asistimos, por fin, a los estertores finales del sistema. La discusión, en la que lógicamente participan también interpretaciones más matizadas y críticas, no tiene solución en el campo teórico: nadie puede dictaminar definitivamente acerca del curso futuro de una situación como la que vivimos. La discusión es, en realidad, un conflicto político y no un debate teórico. Son apuestas antagónicas y están en la base misma de cualquier interpretación de la realidad por mucho que se pretenda ocultarlas. De esa apuesta política está cargada la interpretación dominante de la política, de los partidos y los regímenes. Cuando se dice que la alternancia es mejor que el dominio prolongado de un partido, que el acercamiento hacia el centro es mejor que la polarización ideológica, que los partidos deben ser pragmáticos y no involucrarse en perspectivas ideologizadas, que es una suerte para la estabilidad democrática que la militancia política no exista, que la ausencia de pasiones políticas es un activo de la democracia, entonces se está abogando de modo rotundo por una visión conservadora del mundo; una concepción legítima como cualquier otra pero que no merece revestirse, como de hecho lo hace, con la pompa de la “ciencia política”.

Dice esa “ciencia”, con mucha difusión mediática últimamente, que los partidos se han debilitado durante esta década y que con el “fin del ciclo” comenzará su reverdecimiento. Los epígonos “científicos” embellecen su diagnóstico (su programa) con nobles alusiones a las instituciones, al pluralismo, a la concordia y la tolerancia. Necesitados de un fantasma para validar su apuesta acuden a la noción de “régimen”: creen ver en la política de estos años una tendencia a la instalación de un “régimen autoritario”. Curioso autoritarismo que soporta las más infames mentiras repetidas las veinticuatro horas de todos los días (la última importante no dudó en involucrar al Papa, la penúltima alude a un personaje que declaró en la Justicia a favor de Boudou y ahora insinúa que el Gobierno lo amenaza sin explicar por qué). Pero la invocación al autoritarismo es casi un reflejo condicionado en la legitimación del neoliberalismo. Fue, como vimos, el derrumbe de los viejos autoritarismos de diferente signo el telón de fondo sobre el que se desplegó la ofensiva política neoliberal. La “nueva democracia” surgida de los escombros autoritarios tenía (tiene) que ser de bajas calorías; puede llorar lágrimas de cocodrilo sobre la desigualdad social pero tiene que abstenerse de cuestionar el núcleo duro de la estructura que la sostiene y la reproduce. Al fin y al cabo, el mecanismo de la legitimación del orden vigente estuvo siempre vinculado (como magistralmente lo enseñó Albert Hirschman) con el recurso retórico de dar por sentado, al mismo tiempo, que la transformación es perjudicial, que es riesgosa y que es imposible. En los últimos años la agitación del fantasma autoritario –inseparable de cualquier intento de cambio– fue y sigue siendo su núcleo principal de la retórica reaccionaria. Mientras tanto en nuestro país y en varios otros de nuestra región, la política de partidos ha renacido porque han resurgido los conflictos silenciados durante el largo período del consenso neoliberal.

Hay otra apuesta posible en la Argentina. Es la de pensar la democracia como una sociedad que se gobierna a sí misma, en la que los partidos no son empresas o aventuras personales sino portadores de proyectos colectivos. A la política como el reconocimiento de un bien público irreductible al magma de las inclinaciones individuales. Como una práctica sin la cual no hay frontera alguna para la rapacidad, la explotación y la destrucción de la vida en común. Es una apuesta para la que el cinismo político es el obstáculo principal. Es la apuesta que ve en el autoritarismo de mercado el peligro actual más importante para la democracia.

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