EL PAíS › OPINION
› Por Mempo Giardinelli
La violencia desatada en las calles de Resistencia esta semana, que fue impresionante y salvaje, y recordó las peores épocas de nuestra historia reciente, merece y exige una reflexión acerca de los usos y costumbres de la política en nuestra democracia.
Sobre todo porque los enfrentamientos duraron 48 horas, desde que se iniciaron, y fueron tremendos. Desde luego uno sabe que en Buenos Aires esto se ignoró de extraña manera, y en este caso paradójicamente por fortuna, hay que decirlo, pues los grandes multimedios porteños sólo se habrían ocupado de agregar confusión, mala leche y nafta al conflicto.
Pero el conflicto existe y lo de estos días fue impresionante, con más de mil policías reprimiendo como no se había visto en años en el país, y con más de un centenar de heridos entre los miles de manifestantes y los propios policías. Al cierre de esta edición la ciudad lleva ya tres días en estado de azoramiento, con vidrieras rotas, automóviles destrozados, más de diez patrulleros ídem y las escuelas de la ciudad semivacías de niños e incluso de maestros.
Desde ya que no hay justificación alguna para la represión. Del mismo modo que no la hay para los provocadores que se infiltran en las movilizaciones reivindicativas pacíficas. El riesgo ya se conoce, y políticamente es miserable: que se criminalice la protesta social, de un lado; que se coloque a las fuerzas del orden que toda democracia necesita en papeles inapropiados: los de víctimas o victimarios. Porque esas fuerzas no son sino brazos armados de los poderes políticos, y son los poderes políticos los que deben contener y encauzar y responder a las protestas. No las policías. Y menos, digámoslo, las policías argentinas que desde la dictadura vienen dando hartas muestras de brutalidad y resentimiento.
El cóctel es peligroso y no solamente porque todo esto se opone y desmiente las políticas de derechos humanos y de inclusión social que se iniciaron con Néstor Kirchner hace once años, sino y sobre todo porque en el Chaco hay un gobierno de ese mismo signo que, al menos hasta diciembre pasado, respetó esa tradición a rajacincha y dialogó y negoció arduamente con todos los sectores sociales e incluso con los más disconformes y previolentos.
El radical cambio de estilo de conducción que ha impuesto el vicegobernador en ejercicio, dada la forzada ausencia del gobernador ahora a cargo de la Jefatura de Gabinete nacional, no sorprendió a la ciudadanía chaqueña, que estaba muy al tanto de las diferencias abismales entre los señores Capitanich y Bacileff Ivanoff. Lo que no era esperado, sin embargo, es que ese cambio de estilo produjese una protesta tan exigente y mucho menos una represión tan encarnizada.
Sobre todo porque el Chaco ha cambiado muchísimo en estos últimos años y, en general, han sido cambios que la sociedad mayoritariamente juzga positivos. Los niveles de inclusión y de empleo, la apertura de desarrollos industriales, las políticas educativas y de salud, entre otras, han arrojado resultados inocultables. Incluyendo, desde luego y muy especialmente, a los pueblos originarios –qom, wichí y mocoiq– que históricamente fueron atropellados, marginados, abusados y sobre todo negados como tales mediante el atropello de sus usos culturales y el forzado silenciamiento de sus lenguas, hoy en procesos de recuperación.
En ese contexto, la bestialidad que se vivió en estas horas en la capital del Chaco es absolutamente repudiable. No son el autoritarismo ni la fuerza los caminos hacia la justicia social. Como tampoco el reclamo necio y muchas veces conducido por maximalistas y oportunistas, montados sobre una legítima protesta de trabajadores ocupados y desocupados, campesinos y miembros de pueblos originarios que llevan más de diez semanas de asambleas, marchas y manifestaciones.
Resultó patético ver, en estos días, el retorno de una represión como hace años no se veía y a centenares de aborígenes, con sus niños y sus mujeres, salvajemente golpeados. Y también lo es comprobar que muchos policías, transeúntes y periodistas de medios locales resultaron heridos, en medio de camiones hidrantes, gases lacrimógenos, palos, piedras, balas de goma y de plomo, tumberas y un clima general de beligerancia que excede absolutamente todas y cualesquiera argumentaciones de las que se escuchan y publican, hoy, en medios afines y en medios contrarios al gobierno.
Este ánimo y este proceder son contrarios a la democracia y la destruyen. No es casual que eso suceda, hoy y aquí en la Argentina, por derecha y también por izquierda.
Es imperativo parar la mano, y ésa es responsabilidad exclusiva y urgente de los que gobiernan, en la provincia y en la Nación.
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