Sáb 28.06.2014

EL PAíS  › OPINION

Excomunión

› Por Hernán Patiño Mayer *

Escrito en homenaje de la compañera Lucía Cullen, militante cristiana y peronista secuestrada y desaparecida desde el 22 de junio de 1976.

Según informa la prensa dominical, desde un pueblo de Calabria, plaza fuerte de la mafia local, Francisco, en referencia a esta organización criminal, señaló: “Aquellos que en su vida han emprendido este camino del mal, los mafiosos, no están en comunión con Dios, están excomulgados”.

Seguramente el obispo de Roma no realizó esa afirmación para congraciarse con quienes lo escuchaban y son víctimas reales o potenciales de la mafia. Sus destinatarios –por paradójico que parezca– fueron los mismos integrantes de la mafia y sus amplios círculos familiares. Es bien conocida la fuerte raigambre que la religiosidad popular tiene en Italia y especialmente en el sur peninsular. La excomunión de Francisco, mucho o poco, conmoverá uno de los pilares de la identidad cultural de los mafiosos.

Esta circunstancia a la que hacemos referencia, y que esperemos sirva para debilitar los lazos de protección social que permiten a la banda criminal ejercer su poder territorial, nos lleva inevitablemente a formularnos una pregunta que ya planteábamos en el documento fundacional de Cristianos para el Tercer Milenio.

Todos sabemos, y muy especialmente en aquellos tiempos, la influencia que la Iglesia institucional ejercía, no sólo a través del vicariato castrense, sobre el grueso de los miembros profesionales de las FF.AA. Es más, una de las razones esgrimidas con más frecuencia para justificar el derrocamiento del gobierno constitucional y la instalación en su reemplazo de un régimen tiránico y terrorista se encontraba en la lucha en defensa “de la civilización occidental y cristiana”.

La pregunta sigue vigente desde entonces. Por qué los papas Paulo VI y Juan Pablo II, conscientes como sin duda lo eran a través de sus nuncios y obispos de las gravísimas violaciones de los DD.HH. cometidas por las fuerzas represivas, de la aplicación sistemática de la tortura y de la ejecución de prisioneros sin juicio, ni derecho a la defensa, no recurrieron a la excomunión como acaba de hacerlo Francisco con la mafia calabresa.

Es evidente, y esto tampoco lo ignoraba el Vaticano, que un pronunciamiento de esa magnitud habría por lo menos quebrado la unidad de la “familia militar” y provocado serias dificultades al funcionamiento de la perversa maquinaria de aniquilación que gobernaba nuestra patria.

Pero la decisión de Francisco me lleva también a preguntar: ¿no debe de aplicarse hoy un criterio similar y una idéntica sanción, a todos aquellos que conociendo el lugar de sepultura de los “desaparecidos” guardan silencio? Y también: ¿no corresponde actuar del mismo modo con quienes sepan en manos de quiénes se encuentran los casi cuatro centenares de niños arrebatados a sus madres finalmente asesinadas? ¿El sufrimiento de las madres, abuelas, familiares y amigos, no exige una respuesta severa e inmediata? ¿La reconciliación que tanto se promueve no reclama un aporte serio y comprometido que vaya más allá de las palabras con que se disfraza el silencio?

Dios permita que de una vez por todas, así sea.

* Integrante del equipo coordinador de Cristianos para el Tercer Milenio.

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