EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
El procesamiento de Amado Boudou era lo que faltaba para acentuar el regodeo con que una oposición unánime observa –y promueve– las dificultades gubernamentales.
La situación judicial del vicepresidente y el afiebrado escenario con los fondos buitre son mostrados como pieza única de un horizonte que, inevitablemente, terminará en el fin de ciclo. Es mejor separar los tantos. Boudou seguirá su curso en los tribunales, en una causa mediatizada hasta el cansancio y que arroja la sensación de que hubo ciertos manejos turbios, tal vez más ligados a decisiones políticas mal operadas o informadas que a concreciones de cohecho pasivo o efectivo. Una lectura atenta, de lo que dicen y escriben tras el fallo de Lijo quienes vienen motorizando la campaña contra el vice, anuncia que es muy complicado probar la ruta del dinero eventualmente mal habido. De todas maneras: problema de Boudou. De ahí en adelante, colegir que su suerte implica la de Cristina y la del Gobierno en su conjunto es francamente temerario. Aquí y en todas partes se dan affaires de este tenor, y entre nosotros, en particular, la “maldición del vice” es una constante histórica, sin que en todos los casos –ni mucho menos– ello haya influido decisivamente en el decurso estructural de las cosas. ¿Cambia en algo la política de todos los días, según fuere el destino del implicado? Es una pregunta que deberían hacerse quienes dan por descontado que ya mismo debe hablarse de crisis institucional, o de golpe letal. Sobran los antecedentes acerca de que la marcha de la economía, y su derivado de fortaleza política y consenso social, son intensamente más determinantes que los avatares o destino de un funcionario. Desde ya, el caso de Boudou impacta por su rango jerárquico y por ser la “creación” política de una Presidenta que pudo haberlo imaginado como su sucesor. Pero sacudón, sorpresa, error de cálculo, decepción, interrogantes, desconcierto, no son ni de lejos, necesariamente, lo mismo que crisis. Se dio un combo entre el episodio Ciccone y la tormenta buitresca, para no decir que se lo produjo. La puntería del fallo de Lijo, acaecido en uno de los pasajes más convulsos del toma y daca con Griesa y sus amiguitos, despierta suspicacias comprensibles.
Como la mayoría de los artículos periodísticos de estos días, éste es escrito en simultáneo con lo que esté negociándose en Nueva York. Pero ninguna cosa resuelta por estas horas, a zanjarse en las próximas, ahora mismo, o en poco tiempo, va en perjuicio de ciertas seguridades que pueden tenerse. Si el análisis –de la orientación que fuere– pasa en lo primordial por quién y cómo acierta el resultado en esta suerte de bingo, ajedrez, póquer, se pierde de vista que lo esencial es si se aplica, o no, la manera más eficaz para defender los intereses argentinos. Atado con eso, lo segundo que debería tenerse en cuenta (dicho con ingenuidad premeditada, por supuesto) es la urgencia de apartar prejuicios ideológicos y manipulaciones noticiosas. El Gobierno puede haber cometido numerosos errores técnicos en la sustanciación de este proceso contra los buitres, pero no está en duda que dio pelea, que continúa brindándola y, si se quiere y sobre todo, que venía cumpliendo lo que el establishment reclamaba: cerró los acuerdos con Repsol y el Club de París, modificó la composición del índice inflacionario, cumplió a rajatabla los arreglos del canje de deuda, se preocupó por cuidar el volumen de ese alter ego neoliberal que son las reservas monetarias. Esas acciones y gestos llevaron a comentaristas de izquierda –y del propio campo conservador– a hablar de giro kirchnerista a la derecha. Más luego, los amigos de Griesa fallaron en contra. Se adujo irresponsabilidad del gobierno argentino, ausencia de profesionalismo negociador, precipicio inevitable. Los voceros mediáticos opositores, y tras ellos el coro de la dirigencia política, revelan un placer intenso por este cerco. Les es indisimulable la alegría de pensar que puede estarse frente a un panorama turbulento, desgastante. Ya no importan los yerros de sus pronósticos. No esperaban ni por asomo que la Corte Suprema estadounidense le dibujara a la Argentina el peor escenario posible. Creyeron, y así lo expresaron sus dichosos mercados, en un fallo que dejara la cuestión de fondo para más adelante. Después, se satisficieron con el pelotazo en contra. Más tarde se deleitaron con las contradicciones declarativas de referentes gubernamentales, incluida Cristina. El jueves, en principio, no tuvieron claro dónde calzarse porque la decisión de pagar lo comprometido –a la mayoría de bonistas que sí entraron en los arreglos de 2005 y 2010– los descolocó. Se preguntaron –y vale preguntarlo– si acaso no fue una movida muy ingeniosa dejar el fardo entre Griesa, los buitres, los arreglados y el banco neoyorquino donde se depositan los pagos. Luego sobrevino la advertencia de que eso es jugar con fuego porque Su Señoría podría embargar los fondos para traspasarlos a los buitres. Y se enfrascaron en que el Gobierno había dicho que no depositaría nada, como si en choques de semejante porte fuera exigible anticipar las jugadas o no cambiar decisiones. Confundidos, ganaron tiempo hablando de confusión. Apenas unas horas, en verdad, porque el viernes Griesa resolvió inmovilizar pero no embargar y convocó a una negociación, que se desarrolla al momento de leerse estas líneas.
La Corte Suprema de los Estados Unidos y dos instancias previas produjeron unas sentencias que están en línea con la necesidad de escarmentar a la Argentina, por haber ejercido un papel de nación soberana desde un patio trasero que, en partes, se volvió insumiso. Esa resolución no encuentra unanimidad en el corazón de los grandes poderes del mundo. Decenas de gobiernos amigos o simplemente sensatos expresaron su apoyo al país, pero no se trata sólo de ellos. Con sus desniveles expresivos, todos en su medida y armoniosamente, el FMI, el Papa, el Banco Mundial, el Departamento de Justicia del gobierno de los EE.UU. y el Consejo de Relaciones Exteriores del mismo país, Francia, China, más de un centenar de diputados británicos, manifestaron su alarma por un fallo cuya hostilidad ubicaría en conflicto a los propios especuladores financieros de la globalización concentrada. El Financial Times editorializó que el dictamen es, literalmente, una extorsión. The New York Times, aunque con prosa más moderada, señaló más o menos lo mismo. Nadie podría creer seriamente que en su mayor parte defienden a Argentina por razones de respeto patriótico, tanto como debe apuntarse que si están preocupados no es por nada. Es porque el sapo que tragaron, con la reducción de acreencias más enorme de la historia, les resulta menos perjudicial que una imagen prepotente capaz de desatar otras rebeldías “a la argentina”. El autor no cree que el verdadero temor de estas gentes sea la desestabilización del sistema financiero internacional, por vía de poner en riesgo las reestructuraciones de deuda. De hecho, no hay litigios con los países que firmaron acuerdos de ese tipo. El recelo es lo mucho peor que podría ser, para sus intereses, que un gobierno, latinoamericano, firme, desate solidaridades y apoyo social inconvenientes. Nada de todo eso es reflejado por los parlantes mediáticos de una derecha local centrada, solamente, en gozar con la adversidad del gobierno argentino. Un gobierno que, mucho más que el bolsillo, les afectó sus símbolos. Parte de sus ganancias también, por vía del lucro cesante que implica no arrodillarse ante cada exigencia. Pero lo central pasa por lo otro, desde el cuadro bajado de Videla hasta que en la escena internacional hay mucho o algo de pelea contra el mero costumbrismo de las relaciones carnales. No pueden soportarlo. Ni eso ni, para el caso, que el gran patrón universal también tiene contradicciones desafiantes.
Argentina es un país de esos que llaman emergentes, con un potencial productivo descomunal. Todos quieren hacer negocios aquí. La diferencia con otros tiempos, bien cercanos, es que hay un gobierno que pone ciertas condiciones en lugar de ceder así como así. Y que el Imperio lo sigue siendo, pero sin estar en la comodidad absoluta que las versiones fukuyamistas de la historia imaginaron hace nada más que veinte años y pico. Eso es desconcertante para opinadores de derechas y grupos de poder, cuya incapacidad de enfrentar desafíos ideológicos es análoga a la de esas gentes de izquierdas que se quedaron en la Guerra Fría, o en la fútil sencillez de resolver el poder a favor de las masas sin preguntarse con cuál correlación de fuerzas se lo hace. Sin embargo, el desconcierto de nuestra derecha no llega al punto del reconocimiento intelectual de su parte; ni, mucho menos, al de un simple criterio de gobernabilidad razonable, por el cual puedan establecerse parámetros de una acción nacional conjunta que al cabo los beneficiaría a ellos mismos, en un futuro gobierno de signo diferente de éste, si es por encontrar un camino de deudas despejado. Todo lo contrario. Con alguna excepción que pudiere corresponder, y en la que no valdría la pena reparar porque en el mejor de los casos son voces tímidas, insignificantes, se han lanzado con deleite a maldisimular sus ansias de default, de inestabilidad institucional, de socavamiento político.
¿Les conviene, visto desde su misma especulación electoralista? ¿No sería demasiado obvio, con el adicional del procesamiento de Boudou justo ahora, que estamos ante un armado, un aprovechamiento, una zancadilla obscena? Se diría, con todas las dudas posibles, que ni siquiera son cipayos inteligentes.
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