Mar 22.07.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Política y derecho

› Por Guido Croxatto *

Un prejuicio muy extendido pero nada inocente muestra al derecho (ideal) como un derecho (y una justicia) separados de la política. De este modo se presenta a la política como una “mancha” para el Derecho, como una “amenaza” para el trabajo de la Justicia, para la buena conciencia del juez. Este prejuicio –que también se observa en el discurso de quienes reivindican el pasado más oscuro– se asienta en la idea de que la política es en sí misma mala: un ámbito de bajezas, deslealtades, amenazas, peligros, no un ámbito de cambio, de crecimientos, de disputas que construyen y permiten pensar. Por eso –por ejemplo– los militares golpistas venían en nombre de la “patria” y de la “república” (que viene de res publica, es decir, de cosa pública) a salvarnos de los males de la política. De los males de la participación política. De los jóvenes “subversivos” que quieren con sus ideales cambiar “el mundo” (el orden establecido, el sistema económico, la desigualdad social, la exclusión). No es exagerado decir que todo el núcleo del discurso del Proceso se asienta, con todas sus bajezas, con toda su ruindad, con todo su cinismo, en esta primera contradicción insalvable. Hablar en favor de la República al tiempo que se habla en contra de la política. Este prejuicio discursivo ideológico es una herencia nefasta pero presente aun en las discusiones políticas. Esta idea de que la “política” es mala está vigente aun en los discursos que de un modo u otro cuestionan que la política sea lo que, como afirma Ranciere, esencialmente es: conflicto, confrontación. Disputa. No sólo “cambio”. No sólo cuestionar la corrupción pidiendo más “transparencia”, sino fundamentalmente participación. Movimientos. Disputas de espacios. Rupturas. Cambios de ejes. Cambios de poderes. Visibilización de poderes invisibles, que no quieren ser nombrados. En una palabra “conflicto” (todo derecho nace de allí: de un conflicto, como dijo Ihering, todo derecho nace de una lucha). Pedirle a la política que no sea eso (que no sea más “conflicto”, más confrontación, más disputa, más lucha) es pedirle que no sea más “política”. Pedirle a la política –y a algunas políticas mujeres– que sea (n) menos “confrontativa” (s) no es inocente, es pedirle a la política que sea menos de lo que es: que sea (que haya en esta democracia) menos política. Que la política (como cuando se cuestiona la memoria por parcial, por “incompleta”, cuando toda memoria, como decía Duhalde, fatalmente lo es) deje de ser lo que es. Que deje de ser. Que pase a ser otra “cosa”. Marketing. Publicidad. Donde todos los políticos dicen lo mismo: hablan en contra de la participación de los otros. Sobre todo de los jóvenes que “subvierten” todo cuando se “meten” en política. Hacen “bardo”. Generan “problemas”. Esto es, sin embargo, la política. Salir de este oxímoron discursivo es fundamental para la democracia argentina. Porque de otro modo tendremos una política viciada, que habla en contra de sí misma y sus postulados más esenciales y primarios. Una política que habla en contra de la participación no es una política. Es una antipolítica disfrazada. Es una falacia. Una trampa en la que no debemos volver a caer, como ya caímos en los ’90. Aquí es donde la memoria (también cuestionada por “parcial”, por “incompleta”, por generar “venganzas”, no derechos) enaltece a la política. Le permite vivir. Abrir los ojos. Crecer. Es preciso salir de la contradicción de hablar en favor de la República cuestionando sin embargo al mismo tiempo a la “política” y a los “políticos”, siendo la política un término que viene de la polis, es decir, del espacio civil público político, de la res publica, de la cosa pública. De la participación. No se puede hablar a la vez a favor de la república y en contra de la política. No se puede, pero se hace. Es la regla actual. Es un peligro. Esto nos muestra algo básico: que no puede haber república sin política. Y que quienes, como los militares, habla(ba)n en favor de la una negando a la otra terminan siempre, digan lo que digan, negando a las dos. Negando a la política. Y negando a la república. Negando a la juventud. Negando a la democracia. Por eso la política es la madre de todo el Derecho. Es la madre de todos los derechos. Todo derecho nace como una forma de hacer política. Por eso hablar en contra de la política es hablar en contra de los derechos. Es hablar en contra de los hombres y mujeres valientes que hicieron que ese derecho que hoy gozamos se hiciera una realidad. Naciera. Viera la luz. Separar el derecho de la política, pedirle a la Justicia que no se “manche” con la política, es pedirle a la Justicia que se aleje de su origen, de su valor primero: la participación colectiva. Cuando la Justicia deja de ser eso, deja de ser expresión de un sentido social. Se petrifica. Se vuelve parte de aquello mismo que nació combatiendo todo derecho nuevo: el statu quo. El orden establecido. Una justicia apolítica es una contradicción de la historia. Deja de ser expresión de una conciencia civil. Empieza a servir a los otros poderosos formalizados, que jamás muestran la cara. Y sobre todo, nunca se presentan como lo que son: formas (mucho menos transparentes, y mucho menos honestas) de la política. Por eso todo es política y participación. Lo que no hay que naturalizar en una democracia es la idea de que hay una justicia “apolítica”. Como no hay gobiernos ni políticos “apolíticos”. El discurso de la “antipolítica” va en contra de la participación ciudadana. Es un discurso (político) contradictorio, que va en contra de sus propios representados. El desafío es hacer visible esta contradicción. O explicar mejor cómo funciona y cómo nace todo derecho: haciendo política. Confrontando. Nadie regala derechos. A los derechos hay que conquistarlos, hay que ganarlos. Hay que disputarlos. Y el terreno de esa disputa de la Historia es la política. El derecho emerge de allí. Negar la política es, entonces, en cualquier ámbito, fundamentalmente negar la posibilidad de que emerjan derechos. Esto es lo que hace la Justicia cuando niega la política (cuando desmiente el actuar político de todos sus actores): se niega a sí misma. Desmiente su origen.

* UBA-Conicet.

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