EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
A pagar le llaman default. A que la Bolsa porteña caiga 1 por ciento le dedican títulos alarmistas de portada. A que Griesa se enoje lo fotografían como el alumno pendenciero, Argentina, que –con toda justicia– es llamado a la dirección. Al respaldo internacional cosechado por el país lo ningunean, o lo denominan infantilismo ideológico. Al mediador que puso el juez neoyorquino no debió provocárselo con retóricas altisonantes. Kicillof es un chiquilín, para peor economista y no abogado, que además de responder a una mujer emperrada no tiene atributos profesionales. Sobrevendrá que el mundo nos castigue, naturalmente, y habremos de olvidarnos de conseguir créditos. Esa falta de dólares para compensar reservas faltantes provocará un ajuste ortodoxo. Sin financiamiento externo espera emisión descontrolada, inflación y penurias subsecuentes.
Sí. Como se lee. La derecha advierte que la deuda se pagará con el hambre del pueblo. Lo más impresionante es que los mismos lenguaraces del mercado pegan una vuelta que desmiente sus dichos procaces. Advierten que el default no conviene a nadie porque los buitres no cobrarían nada, porque todas las deudas soberanas y reestructuradas entrarían en peligro, porque quedaría ahorcada la capacidad de pago de Argentina. No se entendería, entonces, qué es lo que tanto les preocupa de la búsqueda de un arreglo, como no sea que una salida sensata sería un pésimo ejemplo contra la conveniencia política de sancionar al díscolo. Argentina entró en quiebra verdadera, no en esta de mentirita, en 2001. Fue tras la fiesta que se regalaron Menem, Cavallo & Cía., alta compañía, los hoy alarmados por la osadía del país. Les surgió dos años después una anomalía que aceptó los pagarés, pero con una quita inédita. La inmensa mayoría de los acreedores accedió, pipona, salvo una parte especializada en judicializar bonos basura y que llegó a lograr el embargo de una fragata emblemática. Argentina ganó tiempo y, por lógica imperial, capacidad de lobby o el motivo que se quiera, la carroña consiguió que un juez achacoso, del centro del mundo, le diera la razón. El juez, la segunda instancia y la Corte Suprema de los Estados Unidos. Pero esa razón contractual, si es que cabe la figura, no se condice con los propios intereses del capitalismo financiero global. Per se, y porque Argentina es un emergente con potencial productivo gigantesco, deberían manifestarse a favor de un acuerdo. Pero llegan a ser tan Tea Party allá, y tan cipayos acá, como para escoger el simbolismo de la sanción contra Argentina. O bien, ese mercado de papeles pintados adquirió, ya, un nivel de autonomía completo, respecto de los Estados nacionales. Desde allí parten las fenomenales burbujas que tarde o temprano terminan estallando para cínica sorpresa de quienes ocultan que no puede ser otro el destino, cuando no hay activos físicos que respalden esos festivales de papelitos. En cualquier caso, ahora nos quieren convencer de que Argentina merece el castigo.
El viernes por la mañana, en declaraciones a Radio Mitre, Rosendo Fraga señaló que el gobierno argentino parece preferir una prolongación del conflicto en lugar de darle un cierre, pero admitió que esto le ha servido al kirchnerismo para retomar la iniciativa política. Agregó que la oposición se mantiene expectante y, con cierta sutileza perdonavidas, lo atribuyó a que tampoco tiene volumen para confrontar. Fraga es lo que se llamaría un orgánico del pensamiento de derechas. Tiene buena formación intelectual, lo cual es una curiosidad en los voceros locales de ese espacio. Su palabra puede merecer atención porque, en general, trata de argumentar con una mirada que contempla a los escenarios desde su totalidad y no con esa letanía meramente reaccionaria, de peluquería, previsible, tan característica de sus camaradas ideológicos. Al apuntar que el Gobierno reconquistó el empuje, del que en los últimos tiempos lo habían privado los avatares de Boudou y otras alternativas desfavorables, subyace aquello de que el kirchnerismo se mueve como pez en el agua toda vez que parece arrinconado. Y, al advertir que la oposición no tiene con qué enfrentarse al accionar gubernamental en la batalla frente a los buitres, hace una confesión de partes muy interesante. Ya lo había hecho en el sitio web de su centro de estudios Nueva Mayoría, al recorrer que el conjunto del empresariado no acompañó las bestialidades pronunciadas por el presidente de la Sociedad Rural en la inauguración formal de la muestra gauchócrata; que la mayoría de los presidenciables no logra articular una posición común; que las centrales sindicales opositoras anunciaron un paro general para agosto, pero sin animarse a ponerle fecha, y que la Iglesia mantiene una actitud cautelosa. Tal como remata su editorial del jueves pasado en ese portal, “la oposición empresaria, política y sindical (vaya con el orden de prioridades) no está acompañando al Gobierno en su estrategia, pero carece de unidad de acción para contenerlo o condicionarlo”.
Lo que Fraga no dice es que el precio de esa unidad sería admitir abiertamente la preferencia por volver a una lógica noventista de relaciones carnales con Washington. Eso supondría un retroceso inaceptable para una porción amplia de la sociedad, de un tercio hacia arriba, que las urnas insisten en ratificar desde 2003. Ni siquiera estamos hablando de una fuerte ideologización popular, sino de la cantidad de gente que identifica al kirchnerismo con la certeza de vivir un poco o mucho mejor que con cualesquiera de las opciones conocidas o propuestas. Por lo tanto, no es –solamente– que el disperso frente opositor no encuentra la pócima o vocación para enfrentarse con eficacia al aparato kirchnerista (el término “aparato” es una concesión, porque mucho más se trata del liderazgo personal e indiscutible que ejerce Cristina en la escena política, en el imaginario colectivo y en la energía desplegada por ese factor, antes que un aceitado mecanismo de cuadros vertical y horizontal). Es que la oposición no tiene cómo, so pena de sincerarse rumbo a un consignismo de derecha con más riesgos de costo que de beneficio. El tema retrotrae a la pregunta de si tienen, auténticamente, la disposición de prepararse para el poder. Nadie, según el manual, hace política sin otras aspiraciones que ser comentarista. Nuestra realidad lo desmiente. Allí están Carrió y el universo de Fauna, presos de enfrentamientos internos, crecientes y hasta feroces; algunas franjas que se dicen de izquierda; un ex intendente de Tigre promovido por los medios y de cuyo trabajo como diputado no se tiene noticia alguna, a más de limitarse a recoger viudas K entre intendencias bonaerenses; un alcalde porteño de dudosa construcción nacional y al que cabe reconocerle el mérito de empezar a ser reconocido como un hacedor, metrobuses mediante, pero sin candidato nada menos que en la provincia de Buenos Aires. ¿Esto es nada más que una guerra de egos? ¿O la demostración de que el kirchnerismo les puso un piso de condiciones discursivas, del que no saben dirigirse hacia el techo? Puesto en comparaciones de cuya procedencia y orden de importancia no es del caso abundar, en Venezuela es blanco o negro, al igual que en Ecuador y Bolivia; en España es una resignación generalizada respecto de la mediocridad de su “clase” política, con algunos grados de movilización callejera, protestataria, de operatividad anarca, que no acierta a darse como opción de poder efectiva; en Francia son capaces de votar a variedades xenófobas; en Chile no hay más chances que una derecha explícita o una variante socialdemócrata, que todavía anda en el rango de superar un conservadurismo ancestral; en México ya casi se asumieron como un patio inmediatamente trasero, donde no parece haber lugar para rebeldía enérgica alguna. ¿Y aquí qué? ¿Lo que conocemos hace más de diez años, con mucho de lo mejor que se define como populismo distributivo? ¿O un salto al vacío con los que ya nos llevaron ahí mismo? Como señala Edgardo Mocca, un analista muy apreciable que no come el vidrio de comprar el “relato” oficial sin más ni más, el imperativo de la hora es bloquear el miedo. Ese miedo que buscan inocular quienes antes que temerosos son operadores.
Imaginemos por un instante (o memoricémoslo, sencillamente) que en un enfrentamiento como el actual tuviesen que defender al país, en Nueva York, los delegados del menemismo. O los revestidos de anticorruptela ramplona, a-sistémica y profundamente sistémica, demagógica, con perfil 8-N. Hasta Roberto Lavagna, uno de esos tipos “técnicos” que le gustan a la asepsia del comadraje mediático y que coquetea con Massa, avanzó tapones de punta contra lo que definió como “actitud miedosa” de la oposición. Dijo que dijeron “paguen, paguen”, sin medir las consecuencias y “el miedo que eso provoca a futuro”. No se puede hablar de default porque “Argentina pagó”, añadió el técnico Lavagna en declaraciones radiofónicas que la prensa opositora se encargó de no amplificar porque, como si fuera poco, acusó que hay muchos charlatanes en el sector financiero doméstico y foráneo. Pensemos en cualquiera de esos hombres de negociados puestos a ministros de Economía, igual de modositos o más gurkas, con el aval de tanto medio y tanto periodista que supieron aplaudir a manos múltiples el blindaje, el megacanje y todo acuerdo con el FMI a fin de endeudarse al solo efecto de producir más deuda todavía. Todos esos y todo eso en vez de Kicillof, digamos.
Hay el derecho de querer ese país y esos representantes. Y también el de que, de sólo pensarlo, arda el estómago.
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