EL PAíS › OPINIóN
› Por Luis Bruschtein
Guido estuvo apenas cinco horas con su madre Laura, pero su abuela Estela tuvo que luchar 37 años para recuperarlo. Cinco horas contra 37 años. Es el reloj implacable de la Argentina, el reloj de la vida en tiempos alterados, el tiempo fulminante de la destrucción frente a la larguísima y esforzada lucha por la recuperación. La destrucción es una orden asesina que se ejecuta en unas horas. La recuperación de lo recuperable, en cambio, es lenta y esforzada.
Aun así es apenas la reparación inmensa, pero de un daño infinito. Porque el daño es infinito y nadie sale indemne, ni siquiera los que se dieron por no enterados o reconocen que sólo fueron espectadores. La sociedad fue demolida en cada uno de sus actores, infinitamente, con cada desaparecido, con cada torturado, con cada bebé apropiado. Principalmente las víctimas, pero también los victimarios que pasaron a convertirse en la lacra que la sociedad necesita excretar para crecer. Necesita separarlos de la condición a la que se aspira. La sociedad madura y decide que no puede contener a esos asesinos, que la condición humana a la que aspira es aquella en la que nunca más haya humanos como Videla, como Massera o como Menéndez.
El Nunca Más de 1985 expresaba ese deseo. Fue un punto de partida, un momento de maduración que no tenía todavía sustento firme. Lo más resistente eran los organismos de derechos humanos. Todo lo demás era endeble. Pasar de la expresión de deseos de 1985 a hechos concretos, a consensos reales, fue lento y doloroso. La soledad potencia el dolor, lo hace más intenso y notorio porque la injusticia se hace más injusta.
Laura Carlotto y Oscar Montoya no volverán a la vida. El daño es infinito e irreparable. La recuperación del hijo de ambos es una reparación inmensa para ese daño infinito.
Son historias que tienen nombres y apellidos, son íntimas y personales, pero desde el primer día, desde antes aun que se enamoraran Laura y Oscar, es una historia de los argentinos. Hay un entorno, una historia política y raíces culturales que los envuelven, los interpelan y les hablan y construyen sus palabras y sentidos y condicionan sus destinos, los de su hijo y los de la abuela. Ese entorno actúa en sus vidas y en sus muertes y en la apropiación del bebé y en la lucha de la abuela.
Eso es con cada uno de los treinta mil. Pero en el caso de Estela de Carlotto es más claro porque es la cabeza más visible de las Abuelas de Plaza de Mayo, a las que luego de todos estos años simboliza. Y al hacerlo surge como la representación de las fuerzas de la sociedad donde prevalece la dignidad humana en tensión con otras fuerzas que tienden a rebajarla para defender privilegios. Esa tensión que era tan desfavorable en los comienzos de las Madres y las Abuelas fue cambiando a partir de esa tenacidad y resistencia. En estos treinta años de democracia se generaron consensos, algunos esporádicos y otros más definitivos, que fueron cambiando la relación de fuerzas.
Durante estos treinta años, los concesivos, defensores y justificadores de los represores, que más allá de los viejos dictadores, representan un modelo de país, tuvieron un gran peso, como el que habían tenido en décadas anteriores. Ellos fueron los que modelaron la Argentina de la represión y las proscripciones, de los golpes militares, de las manos duras y las democracias tuteladas.
Del otro lado, además de los organismos de derechos humanos, la permanencia de la democracia ha sido el otro factor favorable. Porque democracia es lo opuesto a lo violento y autoritario. Con esos dos elementos los consensos de respaldo a las Abuelas y las Madres fueron creciendo hasta convertirse en política de Estado después de la crisis del 2001 y a partir del gobierno de Néstor Kirchner. La gran cantidad de jóvenes que se hizo los análisis de ADN fue posible por la amplia y masiva difusión que tuvo esa convocatoria, por la permanencia del banco de datos y por el respaldo oficial a las Abuelas frente a los permanentes ataques que sufrían. El kirchnerismo tiene el mérito de haber sido el gobierno que asumió a lo largo de todos estos años esa línea de acción como política de Estado. Pero la vigencia de los derechos humanos, como la búsqueda de los nietos que aún no recuperaron su identidad, requiere de consensos más amplios que el kirchnerismo y debe abarcar también a muchos sectores de la oposición. Y es de esperar, por el bien de la democracia, que se mantenga como política de Estado sin importar el partido que gobierne.
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