EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Quizá pueda decirse que es unánime definir la noticia como la más conmovedora de los últimos tiempos.
A partir de ese unísono, la acepción del adjetivo se divide. Las lágrimas que dejamos correr los más politizados son porque detrás de la emoción a secas hay un triunfo político inmenso. Es por el símbolo, nada más. Nada menos. Las grandes victorias pueden ser apreciadas como tales desde la influencia de su capital simbólico. Hay 113 nietos recuperados antes que Guido, y tanto ellos como los que faltan deben estimarse con la misma consideración. Es la propia Estela quien siempre advirtió que las Abuelas son todas. Jamás alguna en especial. Los nietos también son todos, porque lo esencial es la recuperación de su identidad. Las reacciones individuales de los 114; las que vayan a tener los que resta recobrar; saber que estuvieron en manos de apropiadores o de familias que los cobijaron de buena fe; el cómo desarrollan su vida luego de semejante revolución anímica son aspectos que no alteran en absoluto la cuestión central. Pero es inevitable –y está bien– que el caso de Guido Montoya Carlotto despierte una sensación particularísima. Porque es Estela, que quiere decir la cara más visibilizada de una épica tal vez incomparable. Porque el flaco, siendo justamente el nieto del emblema mayor, aparece al cabo de la noticia con una sencillez transparente que se banca no haber podido evitar, siquiera, un acoso mediático instantáneo, producto de que se filtró su nombre al mismo tiempo que el anuncio. Porque entonces se registran sus aportes, como músico, a la búsqueda incansable de justicia; a la causa de Madres y Abuelas, incluyendo la canción que dedicó a la Memoria. Porque no es como que el flaco hubiera sabido, sino que sabía de una verdad política a la que valía la pena sumarse. Claudia Carlotto, hija de Estela y titular de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad, reveló que Guido tuvo un primer dato recién en junio pasado, cuando alguien se acercó a su mujer y le preguntó: “¿Sabe Ignacio que no es hijo de la gente que lo tiene?”. Fue dos días después de eso que Guido se presentó en Abuelas. La persona que fue a hacer esa pregunta es un producido de la generación de conciencia social, aun cuando se especulase que simplemente pudo ser asunto de inquinas o chusma pueblerinas. Detrás de quien haya preguntado eso así fuere mucho más tarde que temprano, o de cualquier otra probabilidad que haya llevado al nieto a comprobar su identidad genética, hay décadas de no cansarse nunca por parte de los imprescindibles. No cansarse de esclarecer sobre la cacería desatada por los patrones a través de los milicos, sobre su necesidad de aterrorizar y masacrar, sobre sus robos a mansalva con bebés incluidos. No cansarse de decirlo en, con y cuanto medio hubiere; en cada conferencia y en cada rinconcito; en toda plaza y en cualquier circunstancia; con los pañuelos blancos o sin ellos; en circulaciones masivas o marginales; con todo en contra o con algo a favor. En primaveras o en inviernos progres, los que no se cansaron son el motivo básico de quien fue a preguntar si Ignacio sabía que no era hijo de la gente que lo tuvo. Son el impulso de los que recuperaron su identidad. Y de quienes habrán de hacerlo. Por eso, las lágrimas son de una por lo que significa Estela. Pero que quede bien claro que es una emoción de profundidad política. Que no nos vengan con otro cuento. De aquí en más se vulnera una regla periodística y algunos conceptos van directamente en la primera del singular: si es por los medios, sobre todo, yo vi emocionada, en serio, a esa gente que no se cansó. Vi quebrados de emoción verdadera a los que nunca quebraron su palabra; a los que la dan desde una trayectoria ideológica intachable. A los que nunca se vendieron. Los vi y los leí auténticamente estremecidos, sin por eso perder rigor profesional. Al resto, lo vi explicar.
Y está la gente que no hace estas disquisiciones elaboradas bien o mal. Esa gente que sencillamente se conmueve por esas cosas que Marta Dillon describió con una prosa admirable, de entrañas ubicadas donde se debe. Está eso de que cada vez que aparece un nieto o una nieta es una emoción, pero que esta vez fue una luz enceguecedora. “Porque todos y todas sabemos quién es esa abuela, esa directora de escuela que apareció el martes por primera vez despeinada y con el maquillaje corrido, que no perdió su tono docente, su lengua medida y acostumbrada a decir para que se entienda, que se entienda más allá de donde ya se ha ganado la comprensión, un lenguaje si se quiere domesticado pero capaz de vulnerar las barreras de los insensibles, un lenguaje cuidado que ha sabido traducir cuál es el valor de la verdad, que con la paciencia de los pequeños derrumbó aquel otro relato, ese que hablaba del derecho de los apropiadores por los cuidados entregados a sus presas. Cada quien sabe dónde estaba el martes cuando la alegría invadió las plazas, las calles y las casas. Cada quien recordará quién se lo dijo, a quién abrazó primero, cuánto tardó en caer en la cuenta de lo que significaba y significa esta recuperación de un nieto más, porque de tanto ver a esa abuela ya la habíamos confundido con la institución, porque de tanto escuchar su nombre creímos que era sólo testimonio.”
No se supone que esa corriente de alegría nacional significa una mayoría de argentinos haciendo carne el martirio indescriptible sufrido por Laura Carlotto, que parió a Guido encapuchada y engrillada. Lo que se conoce es por aporte de testigos y por una ficha de la policía bonaerense. Al esposo de Estela –no está de más recordar– lo habían secuestrado en agosto de 1977. Los salvadores morales de la Patria lo liberaron tras el pago de un rescate. A Laura se la llevaron en noviembre del mismo año, cuando estaba embarazada de dos meses y medio. Primero la trasladaron a la ESMA y después a La Cacha, en La Plata, uno de los 364 centros clandestinos de detención. Su compañero, Wilmar Montoya, fue torturado y asesinado un mes más tarde. Laura sólo estuvo cinco horas con el bebé. La trasladaron nuevamente a La Cacha, contigua al penal de Olmos. A los dos meses la ejecutaron en la Ruta 3, en Isidro Casanova. La versión oficial de la Bonaerense lo anotició como un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad. La policía entregó el cuerpo a una funeraria, donde Estela la recogió con la mitad del rostro desfigurado a itakazos y un disparo en el vientre. No es el conocimiento de estos datos terroríficos lo que estremece a la sociedad. Es la desnuda y tremenda imagen de Estela recuperando a su nieto, y punto. Pero gracias a esa imagen se avanza en el recordatorio masivo de lo que ocurrió. Es un paso adelante gigantesco para que el pueblo no se olvide y, dicho con alguna dosis de ingenuidad, para que tenga presente quiénes son los que hoy representan los mismos intereses, sólo que sin ropa militar ni grandes orejas. En estas horas, cualquier lugar común me pareció justificado. Que el amor vence al odio, que Guido/Ignacio es el nieto de todos los argentinos, que algo nos unió por encima de toda diferencia.
Hay también los que se conmovieron pero por lógicas y sentimientos adversos. Son la gente de intereses políticos estructurales que hablan de despolitizar. Y los que no tienen más interés que el odio de clase; la minoría que se expresa en las redes sociales con un resentimiento que asombra; los operadores de esos foristas; los que parecen no tener más esperanza de vida que mensajes agresivos y horriblemente escritos. A esos extremistas los preocupa que el hecho beneficiaría al Gobierno. Y desde esa inquietud partieron ciertas tonterías tan previsibles como expositoras de impotencia. Que los K manipularon el ADN, que el anuncio es una cortina de humo o que, en el mejor de los casos, se trata de los dos demonios. Estela, esa Estela despeinada y con el maquillaje corrido, les toca cierta fibra que los descolocó. No tanto como para perder de vista que si esto le viene bien a Cristina hubiera sido mejor que Guido siguiese siendo nada más que Ignacio. El flaco ya expresó estar acostumbrado a que le digan así, Ignacio, y que mantendrá ese nombre, pero también dijo entender a la familia que lo llama Guido hace 30 años, y que él se siente feliz con lo que le toca. Los medios y los colegas que ya sabemos se saltearon la segunda parte de esa oración, al igual que la solidez con que Guido remarcó que su arte es política porque todo es política. Esos medios y esos colegas (se) tradujeron que el nieto no quiere contaminarse de intenciones políticas. Tarde piaste. El recurso no les sirve, porque lo alegórico de la justicia antes que la venganza es invencible. Porque eso es política pura, de la buena. Porque no hay forma de entrarle a que las Abuelas no tienen mugre.
Sigan probando. Prueben con la puntería del segundo procesamiento a Boudou a la exacta par de Estela, ante las cámaras, con el nieto que buscó 36 años; con la catástrofe que se avecina de no cerrar con los buitres, con el allanamiento a la AFA, con que el mundo nos aísla, con que ya no se puede salir a la calle por la inseguridad. Prueben con que el remedio para todo eso está en las fórmulas probadas y ofrecidas por los profesores de la derecha modosa o explícita.
Pero por acá, y hasta animándonos a incluir a tanta gente que la yuga todos los días y que no tenía ni de lejos a la recuperación del nieto de Estela como una de sus prioridades existenciales, andamos con una contentura muy grande. Será de momento, pero es con momentos como éste que se construye la mejor historia de los pueblos.
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