Mié 13.08.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Economía y justicia

› Por Julio Maier *

La semana pasada hubo una reunión informal de Justicia Legítima. En esas reuniones, sin programa concreto, después de ciertas informaciones de rigor acerca de la marcha de la institución, siempre se impone un tema principal, sin que medie un acuerdo previo, casi diría por recurrencia. En ella dominó el tema de la relación entre la economía estatal y las decisiones de la Justicia, la pregunta de hasta dónde llega el poder de los jueces y, en general, del aparato judicial. Frente a la opinión del doctor Zaffaroni en un reportaje reciente que le hiciera este diario, yo no hubiera escrito estas líneas –“ota vez”, como dice mi nieto– con mi opinión sobre el tema que preocupa a cierto sector judicial.

Sin eufemismos retóricos, como gente de a pie, lo primero que se me ocurre es la expresión “tener miedo”. Que un juez de ochenta y pico de años, cuyo poder político depende de una ciudad que integra un Estado nacional de nuestra misma órbita cultural (como si fuera un juez del Poder judicial de la CABA o de Córdoba, por ejemplo), tenga el poder de paralizar la organización económica de un Estado soberano, de impedir los acuerdos de obligaciones de ese Estado soberano con grupos casi generales de sus acreedores y el pago de esas obligaciones, infunde miedo. Que algo que no puede hacer, legítimamente, la administración de un Estado nacional extraño ni su asamblea legislativa, órganos elegidos por su pueblo, con poder temporalmente limitado en extremo, a los que sólo les cabe el poder teórico –irreal– de procurar o declararle la guerra a un Estado extraño frente a comportamientos indeseables para él, lo pueda hacer un juececito de una ciudad, avalado por la Corte Suprema del país que le reconoce legitimidad a su decisión, infunde realmente miedo a esa organización que, a decir verdad, no es de la “justicia”, como se acostumbra a decir eufemísticamente, un valor y un valor muy superior al Poder Judicial, mentado en la ocasión, sino que es, simplemente, una organización burocrática –mala o buena– de la competencia de ciertos funcionarios y empleados al servicio del Estado (formalmente, hasta ahora).

¿Por qué es esto posible? Porque un mal resultado, consecuencia a su vez de una desgraciada interpretación hipócrita del liberalismo del siglo XIX, concede ese poder a “los jueces”, los declara competentes para decidir estos casos y sus decisiones son ejecutables por la fuerza estatal. De nuevo sin eufemismos retóricos, vuelvo a decir que los jueces se han definido a sí mismos repetidas veces como delegados de Dios en la Tierra, quienes expresan la palabra divina, sacra o magna “justicia”, cuando, en verdad, sólo representan una organización burocrática de un servicio estatal estatuido sobre la base de reglas con la pretensión de que los conflictos no se solucionen mediante el combate cuerpo a cuerpo de sus protagonistas. Ese poder, entre nosotros, para colmo, carece de límites temporales y también materiales. No nos debería asombrar esta interpretación después de vivir la supresión de una ley de nuestro Parlamento nacional por más de cuatro años, por impugnación sin argumentos valederos o de peso, y la insistencia actual ante un juez de la Justicia local, como el juez Griesa, maguer la decisión de la cúspide del Poder Judicial Federal.

Ya con eufemismos retóricos, diría que no conozco el derecho de los EE.UU. ni el de la ciudad de Nueva York, aplicable al caso según la declaración del anciano juez neoyorquino, pero me asombra que un Estado carezca de una ley de concursos, según la cual se torna efectivo, para bien de algunos y contra el deseo de pocos, aquel principio que pone límites a la propiedad individual, sin conculcarla, en beneficio de todos los acreedores, cuando el deudor necesita más tiempo o más indulgencia para pagar sus deudas. Esta ley de concursos no es sólo propia de los estados nacionales modernos surgidos a partir del siglo XIX –una de sus fundacionales–, sino que, además, tiene antecedentes tanto en los jubileos, al menos de la religión cristiana, como en los principios liberales que eliminaron la pena muerte o la prisión por deudas, para dar paso a una solución más civilizada y menos violenta.

Se me escapaba: desde el punto de vista emocional, dominó en esa reunión una semana atrás el alborozo por el hallazgo del nieto 114 por parte de las Abuelas, en este caso, el nieto de su presidenta-símbolo, a la que todos acompañamos en su felicidad.

* Profesor titular consulto de Derecho Penal UBA.

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