EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La única discusión políticamente relevante que sostiene el FA-Unen tiene como protagonista a Mauricio Macri. Aceptar o no aceptar una interna abierta con el PRO para la elección presidencial del año próximo es el dilema que recorre las variadas escenas televisivas (grotescas algunas de ellas) que circularon profusamente en estos días posteriores al encontronazo mediático-político entre Carrió y Solanas.
Los sectores que impugnan el acuerdo sostienen su posición sobre la base de la existencia de dos proyectos de país claramente antitéticos entre las dos agrupaciones que eventualmente se unirían. En este orden de argumentación aparece, entonces, la cuestión de los “límites del proyecto”; es decir, cuáles son las máximas tensiones en materia de alianzas soportables por la presunta identidad colectiva del FA-Unen. Por su parte, quienes ven con buenos ojos la cercanía del macrismo defienden su posición desde la necesidad de ampliar al máximo las alianzas para derrotar a lo que describen como distintos rostros electorales del peronismo.
Hay mucha sustancia en la discordia, aunque el modo de su exposición pública venga envasado en un melodrama televisivo. Claro, hay que entender –como lo saben los asesores de imagen y lo maneja brillantemente Elisa Carrió– que las grandes audiencias no están para las complejidades ni para la explicación conceptual; pueden, en cambio, consumir discusiones políticas si están formateadas como telenovelas. A pesar de esta cuestión estilística, la discusión roza algunos aspectos centrales de nuestro sistema político-partidario. En ella está involucrada la definición política de los actores principales del drama argentino: qué es, hoy por hoy, el peronismo, qué es el radicalismo, qué es la izquierda (o el centroizquierda, para adoptar el lenguaje moderado que impera entre los participantes del debate). Y esa definición no puede hacerse en abstracto, es tributaria de una mirada sobre el pasado reciente y el presente de nuestro país. Es una pregunta sobre qué pasó en el país desde la crisis terminal de 2001, cuáles son las encrucijadas que enfrentamos, cómo podemos hacerlo.
Los participantes activos del diálogo discuten entre ellos, pero sin dejar de mirar ni un minuto –encuestas mediante– qué pasa entre los potenciales electores de la coalición en su conjunto y, muy en particular,
entre los de cada uno de los interesados. Quien logre conectar mejor con el clima de la masa de apoyo quedará en mejor posición para la competencia interna (o externa, si el debate deviene división). De alguna manera la discusión gira en torno de cómo responderían los electores del FA-Unen ante el caso de una alianza con el macrismo. Dicho de otro modo, la pregunta es quiénes son los votantes del FA-Unen. Hay quien cree que son votantes “progresistas” que no creen en el “falso progresismo” del Gobierno. Desde la otra vereda, le responden que en realidad son gente que está cansada de que gobiernen siempre los peronistas y conforman un grupo en el que convive la antinomia tradicional de la política argentina con la rabia antikirchnerista de estos últimos años. En realidad, las dos descripciones contrarias no son tales, sino algo así como “declaraciones de identidad” de los sectores que discuten: unos son “ante todo” progresistas, los otros son “ante todo” antiperonistas.
No es un detalle menor, para profundizar un poco en este juego de identidades abstractas, que el personaje central del drama sea Macri. Es posible que la potencia del impacto se deba a la fuerte representatividad del apellido, a su carga de significado social y político. El apellido Macri le pone final al juego de máscaras ideológicas encubridoras. Cuando se lo pronuncia, obliga a definiciones que no estaban previstas. Hay “una Argentina” en ese apellido. Macri es la Argentina de los grandes negocios, de los lobbies empresarios que fuerzan decisiones públicas, de la centralidad del mercado, de los “ganadores” (o los que se sienten tales). Claro que eso es Macri, pero no el macrismo. El macrismo es una de las experiencias conservadoras más importantes de la etapa democrática; hablando, claro está, de las que no han logrado hegemonizar ni el peronismo ni el radicalismo. Ha logrado un nivel de convivencia entre el conservadurismo histórico, más cerrado y opaco en su compromiso democrático, con las nuevas camadas, más influidas por los vientos neoliberales de la década pasada. La nueva derecha ha incorporado a su patrimonio una mirada más sensata de las libertades individuales y la nueva generación de derechos. Todo eso sin considerar que, a diferencia de sus predecesoras, ha aprendido a hacer política con sufragio universal, sin proscripciones y sin golpes de Estado.
En los conflictos concretos de estos años, el discurso macrista no ha sido muy diferente del de aquellos sectores opositores que se autoperciben a su izquierda. Juntos enfrentaron al Gobierno en todos los campos. Juntos –e igualmente subordinados al libreto de los medios dominantes– han construido una reducción de una etapa política compleja, rica y contradictoria del país como la de la última década, a la clásica monserga conservadora de la decadencia de la moral pública. Muchos de quienes hoy se escandalizan por la perspectiva de una unión con el PRO han desarrollado un nivel de afinidad con los intereses de los sectores dominantes casi totalmente indistinguible del discurso del partido de Macri: votaron juntos las mismas leyes, activaron en pie de igualdad las operaciones mediático-financieras desestabilizadoras. Ni al macrismo, ni a quienes se identifican con el centroizquierda, les ha resultado imposible firmar documentos programáticos comunes. Lo ilustra, por ejemplo, el Acuerdo para el Desarrollo y la Democracia impulsado por el Club Político Argentino. Se trata, claro está, de un documento pletórico de vaguedades bienpensantes y huérfano de cualquier tensión política: su párrafo dedicado a la educación, por ejemplo, se compromete a “garantizar la mejora continua de la educación”. Pero aún así, tiene importancia la puesta en escena de una “comunidad de valores” entre neoconservadores y liberales progresistas. ¿Por qué entonces tanta sorpresa y tanto encono para pasar de esa convivencia cada vez más armónica a un compromiso electoral?
Carrió y Solanas han ocupado el lugar mediático central de la discusión. La argumentación más coherente y la que mejor conecta con el electorado opositor parece ser la de la diputada. La atribución de los avances electorales del frente en la Ciudad de Buenos Aires a una ola de progresismo crítico de las falencias del Gobierno puede sonar satisfactoria en algún reducto militante de muy escaso volumen, pero es imposible basar en ese supuesto una estrategia política ganadora por el sencillo motivo de que es falso. Solanas debería saberlo y seguramente lo sabe. Pero el debate no remite a saberes sino a apuestas políticas y para el cineasta acompañar al macrismo significaría el último e irreversible acto del viraje político realizado en estos años, y con él su ocaso definitivo. No así para Carrió, que ha expulsado hace rato todo vestigio de apego a definiciones de orden ideológico.
Lo que resulta más llamativo e interesante es que los dos protagonistas públicos principales de la discusión están hablando de un problema, cuyo actor central es otro: concretamente, la Unión Cívica Radical. El radicalismo no es una conjunción circunstancial de referentes políticos más o menos bien colocados en cuanto a la visibilidad pública, es un partido político. El más importante, con mucha distancia, de los que integran el frente, el de estructura más desarrollada en el territorio, el de mayor peso y tradición histórica en el país. A pesar del deterioro y de las permanentes tensiones centrífugas, sigue siendo un partido, una memoria común, una pertenencia fuerte. La permanencia del radicalismo es un valor para una cantidad de personas, acaso poco relevante estadísticamente pero importante a la hora de tomar decisiones. Y el hecho es que el radicalismo no ha votado nunca a un candidato presidencial conservador; De la Rúa era y es conservador, claro, pero también radical. El conservadorismo fue el “otro” constitutivo del radicalismo, antes de que surgiera el peronismo. Las hoy borrosas señas de identidad radical son herederas de esa tradición de enfrentamiento con los conservadores. En estos días los radicales se enfrentan a un dilema muy complejo: sus liderazgos provinciales pueden fortalecerse e incluso ganar alguna provincia de las que hoy son ajenas si favorece un amplísimo frente que termine llevando en la boleta la candidatura presidencial de Macri, pero su peso político nacional habría entrado en una imprevisible zona de turbulencias.
Carrió ha alcanzado en estos años una enorme capacidad para dirigir al radicalismo desde afuera. Lo persuadió contra posiciones favorables a las políticas del Gobierno, sobre la base de denuncias de pactos y contubernios copiosamente reproducidos por los medios dominantes. Juega siempre una contradanza político-discursiva con su partido de origen. Es posible que la sobreactuación de estas horas lleve implícita una presión y una amenaza: la presión por el acuerdo con el macrismo y la amenaza de una fuerte crisis del partido en el caso de que lo rechace. Una crisis de la que ella misma sería protagonista, sin necesidad alguna de “regresar” a ningún lado.
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