EL PAíS › OPINION
› Por Emilio Crenzel *
Los cuatro hombres posan, abrazados, frente a la cámara. Es la noche del sábado 31 de mayo de 2014. Dos son periodistas y los otros dos músicos. Están en un estudio de radio, en Buenos Aires. El programa tiene un nombre sugerente: Instinto de conversación. Acaba de concluir la entrevista. Durante una hora, intercalada con piezas de la banda, se habló sobre música popular. Intercambiaron opiniones sobre la relación del jazz con la identidad, comentaron sobre las sonoridades diferentes que adquiere un mismo género según dónde sea interpretado y se preguntaron si podía sentirse propio un ritmo, surgido en una geografía y una cultura extrañas, habiendo nacido en otro lugar. Hablaron de cómo comenzaron a tocar blues y sobre la chacarera. Coincidieron, finalmente, que aquello que hermanaba estos géneros disímiles era su raíz sufriente, propia de canciones de la clase trabajadora, más allá de que se tratase de cosecheros de algodón del sur de los Estados Unidos o del Litoral argentino. Los músicos, también, contaron sobre los orígenes de la banda, sobre sus trayectorias personales y sus presentes. Uno de ellos, Valentín, mencionó sus viajes entre Olavarría y Buenos Aires para dar clases. A los 8 minutos 24 segundos del programa, uno de los periodistas, Rodolfo Yanzón, preguntó: “Ignacio, ¿vos tenés también esta vida errante que mencionaba Valentín?”. El músico aludió, entonces, a la situación de los habitantes de algunas ciudades del interior que “estamos lejos pero a su vez no estamos tan lejos para ser autónomos y no estamos tan cerca como para que nos quede cerca venir a Buenos Aires”. Pero esos viajes, continuó, habilitan tiempos de reflexión. Ese ir y volver, remarcó, se convierte en una ceremonia dedicada a pensar y eso ayuda a sortear los tiempos suspendidos entre clases o conciertos. En alusión a esos largos recorridos, le dieron como nombre a su grupo la Orquesta Errante.
A los 32 minutos del programa, el mismo periodista preguntó: “Los pibes que se acercan a hacer música en Olavarría, que es el lugar de ustedes, ¿de dónde vienen, de qué tipo de familias son?”. “Hay de todo”, respondieron coincidentes los músicos.
La foto retrata con fidelidad el clima del encuentro que le precedió. Los cuerpos, distendidos, parecen apoyarse uno en el otro. Los rostros esbozan sonrisas cansadas pero satisfechas. El lenguaje realista de la foto parece certificar, plenamente, lo ocurrido. Barthes ha dicho, categórico, que la fotografía produce un efecto de testimonio, parece decirnos que lo que veo ha sido.
Sin embargo, dos meses después, el martes 5 de agosto, las palabras compartidas y la fotografía tomada aquella noche adquirieron otro sentido y dimensión. Fueron trastrocadas por la irrupción, sin permiso, de una nueva verdad pública. Se descubre que uno de los hombres de la foto, Ignacio Hurban, pianista de la Orquesta Errante, es hijo de Laura Carlotto y Oscar Walmir Montoya, desaparecidos y asesinados por la dictadura militar, y nieto de Estela, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. De remera azul con un redondel celeste, a modo de disco de vinilo en el pecho, Hurban rodea con sus brazos a Rodolfo Yanzón y a Félix Crous, los periodistas que lo entrevistaron minutos antes. En medio de la conmoción pública que produce la noticia, se difunde en la web la existencia del programa de radio, junto a la foto, y se invita a escuchar en línea la voz del nieto recuperado. Quien desee, lo puede escuchar: http://radiocut.fm/audiocut/ignacio-hurban-instinto-de-conversacion-radio-del-plata-parte-12.
Excepto sus nombres, poco se añade sobre quienes abrazan a Hurban. Vale la pena detenerse en ellos. Se trata, a su izquierda, de Rodolfo Yanzón, abogado querellante en juicios emblemáticos a los perpetradores de las violaciones a los derechos humanos, la megacausa ESMA y la causa del Primer Cuerpo de Ejército, entre otras. Crous, de barba canosa y pullover a rombos, dirigió la Unidad de Asistencia para las causas vinculadas con el terrorismo de Estado y fue fiscal ad hoc en el juicio por la verdad llevado por la Cámara Federal de La Plata, entre otras intervenciones. Han mediado, como dije, sólo dos meses entre la entrevista radial y la foto y el descubrimiento de que Ignacio Hurban tuvo otro nombre, Guido, que nunca fue inscripto en un documento oficial, pero sí trasmitido con la tenacidad que abreva en el deber de memoria.
Un día intermedio entre la realización de la entrevista radial y el descubrimiento de la identidad ocultada, Hurban decidió extraerse una muestra de sangre para que se determinarse si era hijo de desaparecidos. Antes, en algún momento, comenzó a dudar sobre su filiación. Ignoramos cómo se constituyó esa duda. Qué confrontaciones tuvo que librar, contra silencios y medias palabras, para tratar de despejarla. Qué preguntas se formuló y quiénes lo ayudaron a encontrar respuestas. Lo cierto es que la duda se transformó en una incomodidad que decidió enfrentar. Su voluntad de verdad se enlazó con la lucha, inclaudicable, de las Abuelas, clave para que esa búsqueda tuviese destino, para que haya encontrado escucha en el Estado. Encontró, también, una escena pública donde esa búsqueda ha alcanzado una legitimidad notable y un marco institucional, gestado durante diversas administraciones, que otorgó un lugar central a los derechos humanos como política pública, una de cuyas expresiones es el Banco Nacional de Datos Genéticos. A todo ello contribuyeron militantes anónimos o con nombre y apellido, como los abogados-periodistas que abrazan a Ignacio antes de que supiera, supieran ellos y sepamos nosotros, que una vez, antes que lo arrancaran de los brazos de su madre, fue Guido. El descubrimiento de esta filiación condujo a otro. Invirtiendo el orden de las generaciones, permitió establecer quiénes fueron sus padres y el lazo que los unió. Provocó, inmediatamente, una profunda conmoción. Las lágrimas brotaron fáciles, fruto de la empatía ante la historia desgarrada pero, también, con una búsqueda, larga e incesante, que culminó con un encuentro conmovedor. Es un nieto más, igual a los otros recuperados y a los que faltan, pero una de sus abuelas es un símbolo. Y, por ello, no es uno más.
Escuchar la entrevista a los músicos de la Orquesta Errante a la luz del conocimiento de la filiación restituida de Ignacio Hurban estremecerá a los oyentes atentos a los sentidos escondidos en los pliegues del lenguaje. Contemplar nuevamente la fotografía tomada tras ese reportaje habilita, de igual modo, su relectura. En ella, ahora, se vislumbra la perversidad de la desaparición forzada, la indeterminación de la presencia-ausencia como su rasgo distintivo. Aquella condición simultánea, observable e invisibilizada, que estremece. También, la foto pone en primer plano la complejidad que revistió y reviste el proceso de elaboración de conocimiento sobre los atributos, naturaleza y legados de este crimen. Allí están, juntos sin saberlo, Guido y dos destacados abogados defensores de los derechos humanos. La ignorancia manifiesta toda su capacidad de velar aun la presencia intensa del pasado, la densidad de su horror. Logra, macabra, tornarla inadvertida. El descubrimiento de la filiación de Ignacio y su contraste con la foto, tomada cuando aún se la desconocía, nos deja perplejos porque nos permite reconocerlas, dar cuenta de ellas.
Finalmente, esa discordancia entre la imagen fotográfica y el conocimiento elaborado sólo un par de meses después desmiente el argumento de quienes, ante las políticas de verdad, justicia y memoria, sostienen la necesidad de dar vuelta la página, dejar atrás el pasado y “mirar hacia adelante”. ¿Acaso Ignacio podía dar vuelta una página, la que hoy apenas comienza a atisbar, cuya propia existencia desconocía?
Las fracturas históricas y subjetivas que produjo la desaparición forzada quebraron la linealidad del tiempo y tornaron banales los intentos de normalizar su recorrido. En este marco, las nociones de “atrás” y “adelante” no permiten captar la naturaleza específica de este crimen, ni su huella perdurable. Este pasado criminal fue retratado en el Nunca Más, se tramitó y tramita en los tribunales; se lo representa en libros, películas y se lo explica en manuales escolares; se le dedican museos, fechas conmemorativas y monumentos, se lo debate, se lo recuerda en homenajes y con marchas en las calles. Pero, además, discurre errante, como la orquesta. Convive en un juego de cercanías y distancias, como en la foto tomada tras la entrevista, sepámoslo o no, con todos nosotros.
* Investigador del Conicet, profesor de la UBA. Autor de La historia política del Nunca Más. La memoria de las desapariciones en la Argentina, cuya segunda edición Siglo XXI publicará en septiembre.
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