EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Resulta curioso ver cómo conviven en la oposición mediático-política dos posiciones visiblemente contradictorias: mientras cada iniciativa política o legal del Gobierno es atacada con ferocidad –la gran mayoría de las veces por estatista y populista– se sostiene que el Gobierno no tiene ningún proyecto, que no ha habido cambios en el país y que todo se reduce a la concentración del poder bajo un decorado retórico que invoca transformaciones inexistentes en la realidad. Esta pirueta argumentativa ronda una cuestión fundamental para el juicio sobre el presente y el futuro político argentino. Se trata ni más ni menos del modo con que entendemos estos últimos once años, el lugar histórico que tienen y, en última instancia, la naturaleza política de los gobiernos de los Kirchner.
Apoyados en algunas encuestas, los voceros mediáticos dibujan un futuro político de “normalización”, después de las elecciones del año próximo. En cualquiera de las hipótesis predominantes sobre el resultado electoral –incluido el triunfo de Scioli– se da por sentado una especie de disolución de la fuerza hoy gobernante y de reaparición intacta del “peronismo” tal como era antes de esta última década. El kirchnerismo tendría como destino la de una corriente interna del Partido Justicialista o una fuerza exterior al partido que reagruparía militantes “progresistas” en espacios claramente minoritarios. Es decir, más o menos como funcionaba el sistema político antes del derrumbe de diciembre de 2001. Se celebra ese nuevo orden político futuro como una garantía de consensos, tolerancias, diálogos y todo aquello en lo que consiste “realmente” la democracia.
El propósito de este texto no es discutir pronósticos electorales, ni de ninguna otra índole, sino pensar la experiencia política que estamos haciendo desde la perspectiva de las identidades político-partidarias. ¿Qué es, finalmente, el kirchnerismo? ¿Cuál es su relación con el peronismo? Para discernirlo hay que despejar el camino de la contradicción lógica de la que hablábamos al principio: los gobiernos de estos años no fueron neutrales, ni fueron pura publicidad transformadora; si así fuera no se justificarían los enconos, sin antecedentes en estos años de democracia, que enfrentó y enfrenta. Difícilmente sea la simple retórica la que desata esas pasiones. Hay distintos matices en la oposición partidaria al Gobierno, pero es muy difícil discutir la existencia de una partitura central de la que pocos se apartan y corresponde a las líneas editoriales de las cadenas noticiosas dominantes que, a su vez, se articula con el punto de vista de los sectores económicos concentrados. Existe, claro está, un muy diverso arco de críticas –muchas de ellas razonables– que se hacen desde la oposición política. Pero las escenas políticas y parlamentarias realmente memorables de estos años rodearon verdaderas discusiones políticas de época: las retenciones a las exportaciones agrarias, el sistema jubilatorio, el estatus del Banco Central, la soberanía energética, entre muchas otras. Lo que hoy mismo se está discutiendo –la propuesta de ley de pago soberano de la deuda externa– toca la cuestión sensible y decisiva del desendeudamiento como palanca de desarrollo independiente. Es decir, hay una hoja de ruta que se fue construyendo no en laboratorios teóricos, sino en medio de los conflictos políticos más intensos de estos años de democracia.
Si la política de estos años no se reduce a ilusionismos y pases de magia, hay que aceptar que quedó abierta una materia muy dura de conflicto político, difícil de clausurar administrativamente y mucho más aún de ocultar debajo de la alfombra de los grandes consensos nacionales. Esa materia de conflicto político y no las simples etiquetas partidarias es lo que estará en juego, por lo menos provisoriamente, en las elecciones de 2015. Ciertamente, esta interpretación no les conviene a muchos de los actores de la escena preelectoral, que prefieren hablar de internas peronistas o de coaliciones interpartidarias como si se tratara de un juego de máscaras vacío de sentido. Es la continuidad o no continuidad de esa hoja de ruta lo que se dirime.
El kirchnerismo ha devenido el nombre de esta experiencia política. Y la cuestión produce urticarias de las más variadas, sobre todo entre quienes consideran (o desean) que el kirchnerismo sea una variante más en el eterno péndulo peronista y por lo tanto le niegan consistencia específica y descreen de su futuro. Claro que el kirchnerismo es peronismo. No hace falta ser muy perspicaz para percibir que sin la tradición histórica, sin la estructura partidaria y sin el peso nacional del peronismo hubiera sido inconcebible la experiencia política de estos años. Pero la cuestión no se reduce al código genético del movimiento que gobierna, involucra al tipo de lucha política que se libra hoy en la Argentina. La existencia de antagonismos en el interior del peronismo, lejos de ser nueva, recorre gran parte de la historia del movimiento. Lo que le ha agregado la experiencia de estos años a estas tensiones es justamente que es una experiencia de gobierno y no de cualquier gobierno, sino uno que desarrolló una agenda de ruptura en sus líneas principales respecto de la historia de las últimas décadas. Lo hizo además invocando el ADN peronista, con sus tres banderas históricas repensadas en las nuevas condiciones de la época. La centralidad del trabajo, la cuestión de la soberanía nacional y la política de memoria, verdad y justicia sobre el terrorismo de Estado fueron el modo de manifestación de esa herencia histórica.
Ahora bien, candidaturas peronistas habrá varias en las primarias y es muy probable que también en las elecciones de octubre la identidad peronista sea un activo electoral a ser esgrimido por más de un candidato. Además, nadie puede desconocer la existencia de un electorado tradicionalmente no peronista que apoya al gobierno actual; sin contar con la gran amplitud de horizontes ideológicos y políticos que se nuclean alrededor del kirchnerismo en el mundo artístico, cultural e intelectual. Por otra parte la palabra “peronismo” como sello de identidad política en la Argentina de hoy necesita aclaraciones adicionales. Se necesitan para saber, por ejemplo, si la persona que la invoca quiere mantener el actual régimen público de los aportes jubilatorios o volver al sistema privado-financiero o si propugna la derogación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual o la vuelta a la “autonomía” del Banco Central o el regreso al endeudamiento masivo de las épocas anteriores.
Claro, el peronismo supo tener siempre latente en su interior la discusión sobre lo que Carlos Altamirano llamó “el peronismo verdadero”, como si hubiera una esencia intemporal del movimiento. Por mucho tiempo la reivindicación del peronismo verdadero se hizo desde sectores combativos políticos y sindicales del movimiento, como santo y seña de la lucha contra burócratas o conservadores en su interior. Hoy reaparece entre quienes impugnan al Gobierno bajo la forma de un peronismo abierto al diálogo y garantía del orden, contra un Gobierno innecesariamente conflictivo. No hay una esencialidad peronista al margen del tiempo y las coyunturas, aunque sí puede hablarse de herencias históricas que vienen desde el nacimiento en 1945 que, como vimos, los gobiernos kirchneristas invocaron e invocan con mucha coherencia. Decía Antonio Gramsci que la historia de un partido político no se reduce a la de sus congresos, sus luchas internas, sus declaraciones y plataformas; es la historia de un país, vista desde una perspectiva de partido. El kirchnerismo es, en última instancia, el peronismo de una época, el de la democracia reconquistada, el de la más grave crisis de la historia nacional contemporánea, el de un viraje muy pronunciado en la política económica, social e internacional de nuestro país. No puede hablarse del presente y del futuro del peronismo sin resolver su relación con este período político.
La cuestión del futuro del kirchnerismo no está escrita en algún lado y esperando ser develada. Es una cuestión que se resolverá en la lucha política, en la lucha por el poder. No son pocos los que están interesados en reducirlo a una circunstancia pasajera de la política argentina, para volver al “país normal” y se mueven activamente a favor de esa perspectiva. Pero no habrá triunfo de una u otra voluntad política al margen del curso que tomen los acontecimientos, es decir al resultado concreto de las luchas. Al margen de si se mantiene un rumbo general después de 2015 o si se revierte drásticamente. A las actuales expectativas y previsiones electorales le falta un condimento muy importante: no se sabe todavía cuál será la política electoral y el candidato de quienes hoy gobiernan y expresan la continuidad del rumbo.
“El kirchnerismo es una manera de mirar el mundo y al país dentro de él”, dijo Cristina Kirchner en uno de los reportajes que dio el año pasado. “Una manera que viene del peronismo y agrupa a muchos que no son peronistas”, agregó. Los días que estamos viviendo pondrán a prueba la consistencia de esa concepción política. La idea de una “herencia” del peronismo preocupa a muchos porque la identifican con su desaparición. Sin embargo, la herencia es, en política, la única manera de seguir vivos.
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