EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Es cautivante la trayectoria de la propuesta alternativa del Frente Renovador (FR) sobre el proyecto de ley de Pago Soberano. Fue anunciada con pompa. La acompañó la promesa de debate con las demás fuerzas opositoras y (ajj) con el Frente para la Victoria (FpV). El planteo tiene algunos puntos de tangencia con el del oficialismo que, para colmo (por así decir), adoptó algunas de las ideas del massismo. El resto de la oposición no demostró el menor interés, ni siquiera para criticar.
Así las cosas, el FR se plantó firme: no aceptaría modificaciones en su propuesta: sólo votaría si se la aprobaba a libro cerrado. No utilizó esa expresión, que queda fea, ni menos dijo “escribanía”, ese lugar común tan extendido y tan injusto con la digna labor del notariado latino. Pero de pactar, ni hablar.
Las polémicas en la Argentina son curiosas. Si los legisladores kirchneristas (como todos los oficialismos del mundo real) acompañan a su Ejecutivo, se habla de populismo, autoritarismo, chavismo cuanto menos. Si un paladín de la “opo” hace lo mismo, se supone, está construyendo República, ciudadanía y generando una Moncloa criolla. En fin.
Al cierre de esta nota, pasadas las diez de la noche, se seguía tratando esa ley. Se descontaba la aprobación, pero con score apretado.
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A cierta edad, la memoria es una especie de buhardilla que, como la vida, te da sorpresas. A veces uno no encuentra lo que busca, a veces se topa con recuerdos inesperados. En estos días volvió a la memoria del cronista un jingle de campaña de Horacio Thedy para elecciones parlamentarias realizadas durante el mandato del presidente radical Arturo Illia, hace la friolera de casi medio siglo. Thedy era un dirigente demócrata progresista, antiperonista al mango, muy presentable. Difícil y hasta injusto sería encasillarlo ideológicamente, pero es seguro que no podía catalogarse ni de populista ni de izquierdista.
El jingle era larguito, contenía iniciativas. Los versos que nos conciernen hoy expresaban “contra la carestía/ no se aplica la ley ‘A’/ y asaltan en el mercado/ Thedy o nada/ hay que votar”. El candidato (pongámosle) “de centro” recriminaba al bueno de don Arturo que no se aplicaba a fondo la Ley de Abastecimiento, que estaba vigente.
El peronismo del ’73 parió otra norma similar. El ex ministro de Economía Roberto Lavagna, que era un joven y brillante funcionario, andaba por ahí. En la esgrima verbal de estos días se atribuye al régimen bolivariano la patente de invención de ese tipo de normativa y al gobierno nacional la condición de plagiario.
Las corporaciones empresarias, antaño y hoy, ponen el grito en el cielo. Un infrecuente celo legal los asalta: claman que, si hay ley, será inconstitucional. Si se hace el esfuerzo de escuchar a los titulares de la Asociación Empresaria Argentina (AEA) y la Unión Industrial Argentina (UIA), se advierte que sus críticas aluden a razones de conveniencia, a criterios de política económica, pero no a violaciones de la Carta Magna. El líder de AEA, Jaime Campos, expresa sus argumentos en un castellano comprensible, lo que lo diferencia favorablemente de Héctor Méndez (UIA). La música de fondo es la misma.
Se esperaba que se debatiera la media sanción a la madrugada de hoy. Si llega a ser ley, hará su via crucis por los tribunales. La judicialización de la política es una epidemia expandida.
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Un celo nominalista domina las discusiones públicas. ¿Default o Griesafault? ¿Década ganada, empatada, perdida, currada? ¿Se puede llamar “paro nacional” “o general” aquel que fue convocado por la mitad de las centrales obreras existentes y alcanzó un nivel mediocre de acatamiento? Las distinciones no son nimias porque reenvían a definiciones políticas o ideológicas. Todos aspiran a imponer su vocabulario y su narrativa, inclusive aquellos que se burlan del “relato” o denuncian su inexistencia o futilidad.
Si se cincha por los conceptos, no sorprende que los sofismas estén en el menú. Los hubo por arrobas en el abordaje sobre las elecciones municipales en Santiago del Estero.
El partido que conduce el senador Gerardo Zamora ganó 24 de 26 intendencias, lo que abarca a la capital, la mayor ciudad de Santiago. Su partido se alzó con más del 61 por ciento de los votos emitidos. El segundo lugar lo rasguñó el FR con un poco más del 10 por ciento. El Frente Amplio-Unen quedó tercero, con menos de dos dígitos.
Los medios dominantes se enfocaron sólo en La Banda, segunda ciudad de la provincia. Allí ganó Héctor Ruiz, quien esta vez llevó como candidato a un joven de su fuerza. A Ruiz lo apodan Chabay, por una cierta semejanza con un uruguayo que jugó en el memorable Racing de la década del ’60. Chabay no gobierna La Banda desde hace tantos años, pero sí desde mucho antes de que existiera el FR. Su triunfo seguramente obedece más a razones locales, comunales, que al arrastre nacional del massismo.
Los resultados generales sugieren la continuidad de las coordenadas que rigen en la provincia. Una hegemonía amplia del ex gobernador y ahora senador nacional Zamora. Y el peso que tiene la localía en elecciones ejecutivas.
Sería disparatado hacer proyecciones generales, válidas para otras provincias o para el año próximo. Pero quizá sean más sugestivas que las encuestas poco creíbles sobre las que se edifican escenarios prematuros.
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La interna del Movimiento Popular Neuquino (MPN), realizada días atrás, fue otra corroboración del poderío de ciertos partidos locales. El MPN es más que eso: el único partido provincial de larga historia que conserva la gobernación, de modo ininterrumpido, desde 1983. Eso le vale una permanente dotación de senadores y diputados nacionales. No son tantos, pero la perduración los potencia. Tras un traspié a manos del dirigente petrolero Guillermo Pereyra en 2013, el sapagismo recupera el mando y asoma como el eterno favorito para la renovación del Ejecutivo. Otra vez: correrá mucha agua bajo los puentes, pero las realidades locales empiezan a insinuarse.
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Los veredictos populares algo expresan, en este caso la persistencia del color local, para comicios provinciales. Son un dato duro, acotado desde ya, de esos que no abundan.
Los dos ejemplos son de provincias chicas, medidas en población. Impactan poco en las presidenciales, disputadas a padrón nacional completo. Las referencias, entonces, no pronostican qué pasará en esa cancha, pero sí ayudan a componer el complejo cuadro electoral.
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La secuencia única de elecciones distritales o nacionales es un signo vital del sistema democrático. También las sesiones “maratónicas”, cuyo formato habría que revisar. Bienvenidas aun con sus arcaísmos de funcionamiento, sus inconsecuencias, con las chicanas vanas, con sobreactuaciones.
Las huelgas o las convocatorias del Consejo del Salario, cuestionables o aplaudibles, forman parte de un escenario construido con esfuerzo social.
Las corporaciones patronales son muy otra cosa. Méndez puede balbucear comparaciones con la dictadura, sin más argumento que el poder del dinero. Lo único que demuestra su discurso es que las clases dominantes no saben expresarse con pertinencia, respeto y tolerancia. Y que sus diagnósticos son, en el mejor de los casos, una retahíla de lugares comunes. Jamás se le caerá una idea, una innovación. Jamás una ojeada que vaya más allá de un metro a la redonda. Que dirigentes así funjan de predicadores republicanos y de vanguardia de buena parte de la oposición causaría risa, si no fuera tan preocupante.
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