EL PAíS › EL INUSITADO ECO DE LA DETENCION DE UN CARTONERO Y EL SECUESTRO DE SU CARRO
Nazareno recogió unos cables, la policía lo vio y lo detuvo. Su carro, que alquila por día, quedó retenido “para un peritaje”. El programa Atajo intentó ayudarlo y terminó descubriendo la dureza de ciertos judiciales hacia los pobres.
› Por Irina Hauser
Nazareno Silva junta botellas y cartones dentro y fuera de las calles de la Villa 31. Ahí vive en una habitación que alquila, con su pareja y tres hijos pequeños. Tira un carro todo el día, con la fuerza de su cuerpo entero. Entrada la tarde, el carro está bastante lleno con pilas de cartones, papeles, chatarra, envases y unos cables de aluminio. Con lo que junta y vende saca entre 80 y 150 pesos por día. Pero esta vez ese momento de colmar el bolsillo no llega. Los cables, los malditos cables, son la excusa para que la policía deje a Nazareno esposado en dos segundos, lo siente en un patrullero cerca de los bosques de Palermo y lo transporte hasta un escritorio de la comisaría 23ª, donde un agente tipea sus datos, y su presunta falta. Lo acusan de hurto. Lo liberan. Pero le secuestran el carro, la base de su trabajo. Nazareno será indagado en pocos días por un supuesto delito que no tiene víctima; por unos cables que nadie reclama. El carro, que ni siquiera es suyo, que alquila por 40 pesos diarios, sigue secuestrado después de un mes y medio por orden del juez correccional Francisco Ponte.
“Me cortaron las manos”, se lamenta Nazareno. “Me dijeron que se quedaban con el carro para hacerle una pericia, pero no entiendo qué tenía como para que le hagan eso. Nunca me pasó algo así”, dice, desconcertado. Las requisas policiales al voleo sobre los cartoneros son frecuentes por doquier. Les revuelven sus carros a ver qué hay, a veces los dejan demorados. En este caso se abrió una causa penal por los cables metálicos (que son una especie de varillas utilizadas para hacer rejas) y con ella, no sólo el estigma de la imputación de un delito sino la imposibilidad misma de trabajar. Peor: el dueño del carro le reclama a Nazareno su devolución, y mientras tanto el pago de su alquiler diario. Los primeros días se puso a vender sus pocas pertenencias en una feria para sacar unos pesos. Después vio que no alcanzaba. “Me tuve que alquilar otro carro, además de pagar por el que está secuestrado”, explica.
Nazareno es chaqueño, pero vive en Buenos Aires desde los 12 años. Ahora tiene 36 y su pareja 40. Cartonean juntos, todo el día por distintos barrios porteños mientras los chicos van a la escuela. “Ella trabaja a la par mía. No me deja ni a sol ni a sombra, es una chica muy buena”, la describe con adoración. Al anochecer venden lo que juntan en un depósito. “Con eso mantenemos a la familia y pagamos el alquiler”, dice en una entrevista en el programa Gente de a pie, de Radio Nacional. Su vivienda es una habitación de cuatro por cuatro, que les cuesta 700 pesos por mes. Le gusta jugar al fútbol. Solía atajar para Los Trotacalles, un equipo de personas en situación de calle que hasta jugó una copa mundial.
En la desesperación, Nazareno fue a pedir ayuda a una oficina del Programa de Acceso Comunitario a la Justicia (Atajo) de la Procuración General que está dentro de la propia Villa 31 en Retiro, donde él vive. “Hubiera preferido quedar adentro, pero no el carro”, les dijo a los funcionarios que lo recibieron. Como todavía no actuaba ningún defensor en el caso, lo acompañaron al juzgado a reclamar el carro y dejar un escrito. Allí los recibieron de mala gana y les dijeron que permanecía secuestrado porque era parte de la investigación.
El titular del programa de Atajo en las villas, Julián Axat, intentó comunicarse varias veces con el juez Ponte. Sólo lo atendieron secretarios, siempre con la misma respuesta: que no era posible la entrega del medio de trabajo. Ante este escenario, decidió mandarle una nota. “Me dirijo a Vuestra Señoría para contarle la historia de Nazareno, a quien conoce sólo a través del expediente que le ha llegado, pero no más que en la versión policial de las cosas”, le decía. Le explicaba la situación del joven, las condiciones en que vive y lo obvio: la necesidad de mantener sus ingresos. Le informaba que la imposibilidad de devolverle el carro al dueño genera “una amenaza latente en las relaciones dentro de la villa”. Le insistía en la falta de relación entre los cables y el carro, en la inexistencia de una razón que justifique retenerlo.
“El caso muestra la distancia abismal que existe entre Nazareno en la Villa 31, todas las calles, muebles, teléfonos, secretarios y policías que lo comunican con su persona y el cargo que usted ejerce. La historia de Nazareno es en el fondo la bisagra entre dos modelos de justicia para este país”, escribió Axat. Al final de la carta, invitaba al juez a que visite la villa “para que vea dónde y cómo vive la familia de Nazareno” y “si luego de la visita persiste en su decisorio, no vuelvo a insistirle con el carro”. La reacción de Ponte se limitó a mostrar un gran enojo.
“Por lo pronto, aquí ni siquiera hay delito. Hay un pedazo de metal sin víctima ni daño. Sólo la policía presume que lo robó y lo hostiga. Ni siquiera son cables que pertenezcan al Estado”, dice Axat. “Más allá de Nazareno, detrás de este caso se esconde todo el sistema penal. Es la criminalización de la miseria. A simple vista parece un caso pequeño, pero refleja la metáfora de todo el sistema de justicia”, reflexiona.
El juez Ponte citó a indagatoria a Nazareno para dentro de dos semanas. Lo indagará por el delito de hurto, que tiene una pena máxima de dos años de prisión y un mes de mínima. Hurto significa quitarle algo a alguien. Acá no hay “alguien”, no hay nadie. Sin embargo, Nazareno es sospechoso. Seguramente al interrogatorio lo acompañe un defensor/a oficial, y quien dice le devuelven el carro.
Mientras tanto, la difusión algo inesperada de lo sucedido, a partir de la carta de Axat, generó una cadena de solidaridad inusitada de oyentes de radio, gente que se enteró porque alguien le contó, gente que quería hacer algo para que Nazareno recuperara su carro o para comprarle uno, armarle una vaquita en Facebook, ayudarlo con algún aporte, alentarlo, mimarlo, decirle que nadie merece lo que a él le pasa. Pero también hubo una reacción sorprendente en algunos despachos judiciales, donde hubo bronca con la actitud del juez. Una jueza de un tribunal oral porteño –que prefiere que no se conozca su nombre– se contactó con Atajo, y dijo que ella quería dejar el mensaje de que no todos los funcionarios piensan igual en el Poder Judicial, que ella se sentía responsable por lo que había hecho su colega. Sobre el final de la semana donó parte de su salario y compró un carro para Nazareno. “No es caridad, es para mostrar que hay otra justicia posible”, dejó dicho.
Es evidente que debe haber Nazarenos a montones, que –incluso– más que un carro necesitan un trabajo digno. De eso, dice Axat, prefiere que se ocupen los Atajo, de “promover derechos”, no de hacer asistencialismo. Es una tarea difícil, cuando el propio sistema de justicia patea en contra, rotula, inventa fantasmas y peligrosidades, demora, formaliza, revela su selectividad y les quita a los Nazarenos esa migaja que les queda.
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