Lun 29.09.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Defensores y atacantes

› Por Eduardo Aliverti

Hay muchos datos y signos, en las noticias mayormente difundidas, que exponen con claridad el estado enrarecido, tenso, incluso angustiante, de nuestros presente y horizonte. De ahí en más, cada quien verá si los toma o los deja.

El andar de la industria automotriz –al que resulta difícil no definir como extorsivo– es uno de los factores impactantes para interpretar lo que sería el horrible momento argentino, a estar por el clima que desarrolla cierta prensa. A mediados de la gestión kirchnerista, las terminales del sector celebraron producir unos 400 mil autos por año. Más luego, supo llegarse a alrededor de un millón de unidades anuales (2011/2012). Record histórico. Hoy sólo se esparce un presente, constatable de suspensiones y amenazas de despidos. Las multinacionales del área lloran a mares, porque la proyección de 2014 es de unos 700 mil patentamientos. Eso significa “un buen año” según recientes declaraciones de Rubén Beato, secretario general de la Asociación de Concesionarios de la República Argentina. La ministra de Industria, Débora Giorgi, afirmó que “el sector automotor se pegó varios tiros en el pie”, y nadie la retrucó. Primero, al reacomodarse en enero pasado el tipo de cambio, los precios de los autos subieron mucho más que lo que aumentó el dólar. Cortaron el financiamiento en el mercado interno por apostar a un tipo de cambio al infinito. Después, en marzo y abril, lanzado el Pro.Cre.Auto, se dieron cuenta de que la demanda se reactivó y tuvieron que bajar los precios. Pero apenas un poquito más tarde, traducido por la Presidenta en el “dejen de encanutar” que tanto irritó a los voceros del sector y a sus representantes mediáticos, se dedicaron a la reducción del abastecimiento con la profecía autocumplida de otra devaluación. Insaciables. Se puede y debe discutir si acaso no hay un error madre en la política industrial del Gobierno, al confiar como motor principal de la economía en el disciplinamiento de estas grandes corporaciones que, como si fuera poco, reciben favores estatales gigantescos. Son los emporios capaces de socavar a la gestión oficial que los favorece. Es lícito cuestionar si el Gobierno los enfrenta con toda la artillería o inteligencia que serían menester. Muy probablemente, cabe decir que operan de manera especulativa autónoma, y no bajo la conducción de esos archipiélagos de egos y frases hechas que escenifican al conjunto opositor. Lo que no se puede ni debe es ignorar la capacidad de ataque de que disponen estos actores concentrados, en lugar de atribuir todas las culpas y responsabilidades a la impericia gubernamental. El debate necesario acerca de asuntos como estos es reemplazado por manipulaciones de prensa que, la semana pasada, hallaron su cenit en el formulario soviético que exigiría la AFIP para viajar al exterior. Jamás hubo otra cosa que la adecuación a normas internacionales ya requeridas por las agencias de turismo, pero la horadación cotidiana del todo negativo logró reafirmar, respecto de los valores más gorilamente egoístas de cierta clase media, que ya ni siquiera se puede salir tranquilo del país.

Mientras tanto, y se esté de acuerdo o no con los conceptos que vertió, lo discursivo-estructural debió ser el discurso de Cristina ante la asamblea general de la ONU. Tuvo una profundidad notable y fue de un carácter poco menos que inédito. ¿Cuántos y cuáles antecedentes hay de una disertación tan dura como la suya, contra el accionar de los Estados Unidos, en nombre de una Nación como la nuestra que no es del centro, pero tampoco de periferias alejadas, ante un organismo de esa naturaleza? Lo mismo, o más, podría señalarse de lo que expresó ante el Consejo de Seguridad, donde se enseñorean, con poder de veto y desprecio a toda crítica, las cinco potencias bélicas determinantes. No cualquiera le dice al presidente formal del Imperio, en la cara, que no apele a la hipocresía de cuestiones morales para justificar su intervención armada allí donde los intereses de Washington se vean en riesgo, o necesitados de satisfacer a su complejo industrial-militar. Aceptemos que esos dichos de la mandataria argentina, frente al top de la maquinaria dominante universal, pueden no importarle grandemente a nadie en términos de influencia (aunque, como sostiene el colega Martín Granovsky, Argentina plantó el concepto de “sujeto deudor” en la escena internacional: ya no habría retorno de haber impuesto esa fortaleza presencial, por mucho que los resultados pudieran verse a largo plazo y, tal vez, nunca ahora). Tampoco podría afirmarse que la oratoria presidencial movió el amperímetro de nuestras sensibilidades populares mayoritarias. En la conferencia de prensa en el hotel, al cabo de ese discurso ante el Consejo, la Presidenta se despachó con consideraciones sobre chiítas, sunnitas, alauitas, jihadistas, kurdos, historia del Oriente Medio y adyacencias, derechos de los palestinos y etcéteras de ese tenor que sólo fueron difundidos –más poco que mucho, ya que estamos– en los medios oficiales y en los que simpatizan con el kirchnerismo. Sin ayuda de papel alguno y sin pifies en los datos, ni en el discurso ni en el encuentro con los periodistas, Cristina resaltó la puerta giratoria de las apetencias norteamericanas, que cambian de enemigo a amigote táctico con una facilidad que, si es por lo moral, provoca arcadas. El caso de Irán es emblemático. Ahora, resulta que la teocracia iraní es provechosa para el combate del mundo libre contra el Estado Islámico que decapita occidentales. Pero, por acá, siguen advirtiendo que haber acordado con Irán un memo de investigación sobre el atentado a la AMIA es síntoma irrebatible de rendición ante el terrorismo. En marcajes políticos de esta índole es donde se nota la mano de un estadista, o de quienes trascienden a su mandato a través de fijar líneas ideológicas centrales. De acuerdo con ese trazado, Cristina sostuvo ante la Asamblea General de las Naciones Unidas que no solamente son terroristas los que ponen bombas, sino también los que desestabilizan y provocan pobreza, hambre y miseria. Habló, epa, de la complicidad del sistema judicial estadounidense. Era de esperar que no mereciera más que el descrédito de la prensa. Columnistas principales y portales de los medios opositores se regodearon con que la Casa Blanca no habría de preocuparse ni contraatacar con respuestas diplomáticas. Fallaron: Roberta Jacobson, encargada del Departamento de Estado de los EE.UU. para América latina, debió admitir oficialmente que la relación entre ellos y Argentina “pasa por un momento difícil” (lo cual llevó a títulos centrales de portada, el sábado, en los diarios opositores que habían ninguneado la oratoria presidencial). También ocurrió que relegaron la votación de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, contra los fondos buitre. Cipayismo en estado puro, pero saquemos las chicanas. A un porcentaje estimable de nuestra sociedad le importa o importaría tres pitos lo que haya dicho la Presidenta, en un máximo foro internacional que hace ya demasiado –si no desde siempre– es sólo un ámbito de discursos. Lo que cuenta es la inflación. La estabilidad del empleo y de las fuentes de trabajo. El tremendo sufrimiento de las grandes empresas cuyos empresarios vienen levantándola en pala gracias a la emisión monetaria y a la vigencia del populismo que denuestan. El precio del dólar que retroalimentan los especuladores y sus medios de comunicación asociados. Debe asumírselo. La realidad es lo que es y lo que se construye desde esos medios. No es una cosa o la otra: son las dos. Es dialéctica. Es que hace unos quince años había el país incendiado –literalmente– con bonos basura emitidos por las provincias como forma de pago salarial y transacción comercial, para solaz y esparcimiento de los liberales productores del incendio. Hoy, esos mismos ejecutores del poder económico concentrado están enardecidos por los papelitos pintados que imprime el Banco Central, arguyen que sobran pesos y faltan dólares y no existe que los pesos los absorben ellos para provocar psicosis especulativa. El jueves pasado, como tanto botón de muestra, el Gobierno colocó entre los privados 10 mil millones de pesos en títulos –Bonar 2016– a un interés variable. Habrá que devolverlos o se negociarán en el mercado con su tasa de ganancia, no importa si con este gobierno o con otro después de 2015: son ellos quienes conservan capacidad de violencia financiera y actitud de especulación. Bancos, exportadores, cadenas comerciales. La mitad de la cosecha de soja no está vendida y hay retenidos unos 3 mil millones de dólares. Y, otra vez y tantas veces como fuere necesario: sus periodistas independientes. Es que el Gobierno paga las consecuencias de no haber hecho cambios profundos en esa matriz productiva que, para sostener el crecimiento, continúa dependiendo de los insumos importados. Y es que, si ahora dicen que el dólar toca 16 desde las cuevas que regentean los grandes bancos privados, y sus compañeros exportadores del agro fondeados en la divisa que coacciona, y los grandes comediantes ejecutivos de la especulación, aumentan los precios aunque no haya más lógica técnica que lo que se les antoja a esos protagonistas.

Si el discurso oficial en las Naciones Unidas no sirve para nada, en medio de que la inflación está al galope por la sola responsabilidad gubernamental; de que Ivo Cutzarida es el nuevo estandapero de la justicia por mano propia o de que los noticieros ya lo son, únicamente, de informaciones policiales que tributan a la angustia permanente, al menos cabría preguntarse si se puede carecer de ese discurso a la hora de responder quiénes defienden y quiénes atacan.

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