EL PAíS › EL TESTIMONIO DE LA úNICA MUJER QUE PASó POR EL CENTRO CLANDESTINO DE MONTE PELONI
En el juicio por los crímenes perpetrados en Olavarría durante la dictadura, Araceli Gutiérrez contó las torturas y abusos que sufrió durante su secuestro. Fue acosada por el defensor de uno de los represores acusados.
› Por Silvana Melo y Claudia Rafael
Desde Olavarría
Devastada por casi cuatro horas de testimonio, agredida por la inquisición de uno de los abogados de los represores, revictimizada durante treinta años relatando una y otra vez su tragedia, Araceli Gutiérrez declaró ayer ante el tribunal que juzga a los represores Ignacio Aníbal Verdura, Omar Antonio Ferreyra, Horacio Leites y Walter Jorge Grosse. Su paso por el predio concentracionario de Monte Peloni tuvo algunas singularidades: era la única mujer y la principal tortura que soportó fue la humillación y el sometimiento sexual. A los 60 años, Araceli volvió al Monte clavado en su tragedia y decidió ser casera de su propio infierno. Los pájaros de esta primavera no se parecen a aquellos de septiembre del ’77, cuando la vida cayó en su fosa más honda. Pero ayer volvió a vivir la oscuridad de su noche, interrogada como si fuera una victimaria por el abogado Claudio Castaño, decidido a quebrarla psicológicamente. Hasta que se desalojó la sala y terminó su declaración a puertas cerradas. Las agresiones sexuales que sufrió se ventilarán en el juicio Monte Peloni 2, donde las responsabilidades y complicidades civiles llevarán al banquillo a unos setenta acusados.
Cuando a fines de 1976 las persecuciones hicieron imposible la vida en La Plata, Araceli Gutiérrez y su pareja, Néstor Elizari, buscaron refugio en Olavarría. Poco tiempo después se unirían a ellos Isabel “Pichuca” Gutiérrez y Juan Carlos Ledesma. El 13 de septiembre secuestraron al padre de ambas, Francisco Gutiérrez, subcomisario de la Policía Bonaerense. El 14 a Pichuca y a Juan Carlos Ledesma. El 16, a Araceli y Elizari. Aprovecharon las irrupciones para robar todo lo que hubiera a mano: desde una billetera con dinero hasta factura de cerdo recién preparada.
En la Brigada de Investigaciones de Las Flores, Araceli asistió a los últimos tramos de la vida de Graciela Follini de Villeres. La encontró en su misma celda, destruida por la tortura. Y presintió que se iba a morir. También vio un vestido de embarazo de su hermana Pichuca y unas latitas de leche Nido que decían té y café. Que se habían robado de su casa por pura impunidad. En Las Flores recordó haber visto a Federico Pippo. Siete años más tarde saltaría a una triste celebridad acusado del crimen de su esposa, Oriel Briant.
Supo después que su padre, Francisco, había estado en contacto con Pichuca. Que estaba gravemente enferma; ella había parido cinco días antes del secuestro y tenía una infección. Siempre le quedó clavada en el pecho la opción que dice que tuvo su padre: “Le dieron a elegir entre las dos hijas. Mi hermana y yo. Yo estoy acá, ella no. Son los pesos que uno tiene que cargar”.
El traslado desde Las Flores fue directamente a Olavarría. Más exactamente a la cercanía de Sierras Bayas: ella pudo espiar y vio la tradicional Calera Milesi. Eran las puertas del Monte Peloni. Los fueron bajando de a uno y a golpes. “Tiraban tiros y el revoque saltaba”. Los escuchó decir “hay una mujer”.
En la distribución, a ella le tocó un sillón en una habitación sola. Le pusieron un algodón en la boca y la dejaron escuchando el martirio de sus compañeros. “Había un especial ensañamiento con Alfredo Maccarini (agente penitenciario) al que le decían traidor.” Luego el interrogatorio le tocó a ella: “Me sentaron en una silla y me dijeron ‘vos vas a hablar todo lo que tenés que hablar porque, si no, nunca vas a poder coger en tu vida’. Y yo cerré las piernas instintivamente”.
Mientras le preguntaban por su padre vio a Carmelo Vinci delirando, a otros de sus compañeros enceguecidos golpeando sus cabezas al pasar por las puertas con dinteles bajos, a Cacho Fernández desesperado porque su hermano no había vuelto, a Ricardo Cassano convulsionando con claustrofobia, a otro atado con una esposa en un camastro.
A Ferreyra lo reconocía “por la nariz” y “porque pateaba una lona, yo lo veía por abajo y le decían ‘Ferreyra vos cada día estás más loco’”. Recordó sobrenombres: Cuaco, Pájaro, Vitullo, Pepe. Y el generador que hacía rodar la picana. “Cuando quieras hablar abrí y cerrá la mano”, decían.
Las definió como “las noches de aquelarre”, noches en que llegaban hombres “de afuera”. Araceli Gutiérrez estaba en el sillón. “Se sentó al lado mío un señor que, por el olor, fumaba cigarrillos negros. Empezó a manosearme. Vinieron otros más. Y me dijo ‘ah... qué olor feo que tenés’. No me dejan bañarme. Ese hombre me introdujo una pistola en la vagina, los dedos. Me manoseó...” Mutó la voz de esa mujer valiente, que aún hoy les hace frente a las noches en que “vienen los fantasmas a tomar mate conmigo al Monte”, como suele definir. “Yo les decía ‘ahora no’, ¿no puede ser mañana?” Como queriendo ahuyentarlos para siempre echó mano a una excusa frágil frente a la perversidad. Y alcanzó a definir que “estaba lastimada cuando se fueron”. Habló de un médico “de mujeres” que fue llevado al lugar para atenderla.
Los días y las noches en Monte Peloni son una huella en su memoria y su cuerpo. “Me quedó la marca de las esposas y, en la entrepierna, una cicatriz de cuando se me pegó el pantalón con la menstruación.” Cuando “estaba indispuesta y me tenía que higienizar, me alumbraban con linterna, se reían, se burlaban”.
Los represores decidieron –con esa particular valoración por ciertos símbolos– que se festejaría el Día de la Madre. Una caja de bombones le hizo saber que era el tercer domingo de octubre. Aquel día, ella y sus compañeros compartieron los bombones de chocolate. Algunos los devoraron “con papel y todo”.
Hacia el final, no todos estaban allí. En noviembre –en esa eternidad de dos meses desde el secuestro– les avisaron que los iban a trasladar. Fuera del casco de estancia colocaron una lata de combustible de 200 litros. Araceli Gutiérrez temió que “me cocinaran”. Le dieron ropa, “una pollerita cortita con una mancha de aceite”. Y también sus propias botas, una camisa y un saco de hombre. Así terminó su martirio dentro de Monte Peloni y emprendió, ya legalizada, el recorrido por varias cárceles hasta que en 1979 quedó en una semilibertad en la que siguió soportando el acoso de sus captores.
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