Mar 07.10.2014

EL PAíS

El origen de un mito montonero

Las versiones sobre el secuestro y asesinato de Claudio Slemenson. La investigación y reconstrucción de su familia. La invención de Rodolfo Galimberti y la negativa a rectificarse de Martín Caparrós.

› Por Nicolás Baintrub *

Primera muerte de Claudio Slemenson

Claudio Slemenson murió durante un tiroteo. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Trenchi, según consta en las actas del procesamiento a raíz del Operativo Independencia, era un comerciante tucumano de 24 años que militaba en la agrupación Montoneros y vivía con su mujer, Nora Montesinos, con quien tenía una hija de diez meses. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda y dispararon a matar. Nora Montesinos y su beba no sufrieron heridas, pero Raúl Trenchi y Claudio Slemenson murieron durante el tiroteo.

Segunda muerte de Claudio Slemenson

Claudio Slemenson murió cuando una bomba voló la camioneta Rastrojero en la que circulaba. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Agentes de la Policía de San Miguel de Tucumán hallaron los fierros retorcidos de lo que antes de que explotara la bomba había sido una camioneta Rastrojero. Entre los escombros lograron distinguir cinco cuerpos, de los cuales sólo pudieron identificar el de Claudio Slemenson, cuyo prematuro final fue causado por la explosión de un artefacto de fabricación casera.

Tercera muerte de Claudio Slemenson

Claudio Slemenson murió asado en una parrilla. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Algunos compañeros le recomendaron que no acudiera a los encuentros porque la situación estaba muy difícil y él ya había sido identificado, pero Claudio hizo oídos sordos a las advertencias. Según cuentan Martín Caparrós y Eduardo Anguita en su libro La Voluntad, la historia siguió así: “A Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”.

Adriana y Mariana

“Disculpame por el desorden, pero mi hijo se está mudando y la casa es un caos total”, dice Adriana Slemenson, melliza de Claudio, en la puerta de su casa del barrio de Colegiales casi cuarenta años después de la desaparición de su hermano. Caos total: uno espera encontrarse con la escenografía de una película postapocalíptica, con ropa tirada en el suelo, libros desparramados, mesas patas para arriba. Pero no, la escena ni siquiera parece propia de una mudanza: no hay cajas apiladas, ni vajilla embalada en el irresistible plástico transparente de las burbujitas, no hay un solo mueble fuera de lugar. Lo que sí hay es un living cálido y apacible de techos altos, ventanales luminosos que dejan ver un jardín con pileta, algunos objetos antiguos en repisas, tres sillones y una mesa ratona. Y sobre la mesa ratona, un cuaderno anillado que contiene unas cien (¿ciento cincuenta?) páginas de fotocopias. Adriana es una mujer muy ordenada y prolija.

El cuaderno

Claudio Slemenson no murió en aquel tiroteo, ni murió cuando una bomba voló el Rastrojero en el que viajaba, y –a pesar de lo que dicen Caparrós y Anguita en La Voluntad, y que fue reproducido en muchos otros libros– tampoco murió asado en una parrilla por no cantar los nombres de sus compañeros. Lo cierto es que no se sabe cómo murió, porque está desaparecido. Mejor dicho: es un desparecido. Sin embargo, hay cosas que sí se saben. Pero eso se encargarán de dejarlo en claro Adriana –la ordenada y prolija Adriana– y Mariana, su otra hermana, la menor de los tres, que acaba de tocar el timbre.

Adriana dice que todo lo que se sabe de Claudio está en el cuaderno que reposa sobre la mesa ratona. Ni en los libros, ni en las leyendas populares: está en el cuaderno. Y en la causa. A partir de ese momento, el cuaderno cobra vida y se hace imposible quitarle la mirada. Su tapa es de una especie de acetato transparente que deja ver la primera carilla: es una foto en blanco y negro oscurecida por una fotocopia de mala calidad, donde se adivina un Claudio joven y bien parecido, de mirada perspicaz, que sonríe hacia la cámara.

El cuaderno tiene una historia: es la historia de Claudio pero también la de Mariana y la de Adriana, y la de Alberto y Aída, sus padres ya fallecidos, y la de todos los Slemenson. Es la búsqueda de una familia, y la documentación, prolija y ordenada, de esa búsqueda.

Las versiones falsas

Las primeras dos versiones de la muerte de Claudio en realidad no revisten mayor importancia. Prácticamente nunca nadie las creyó y fueron más producto de confusiones y malentendidos que de operaciones deliberadas para tergiversar la verdad. La historia del tiroteo fue la primera que oyeron los Slemenson cuando desapareció Claudio, pero quedó rápidamente desestimada porque no tenía asidero. La de la explosión del Rastrojero, tampoco. Aunque le costó a Alberto y Aída algún viaje a Tucumán –alguno más, de los varios que ya habían hecho– y una pequeña pero seguramente tortuosa investigación, que los llevó a descubrir que el vehículo que había explotado no era un Rastrojero o quizás ni siquiera había explotado ningún vehículo, sino simplemente había chocado luego de una especie de raid delictivo que nada tenía que ver con su hijo.

También circularon otras teorías apócrifas. El cura Emilio Gra-sselli (¡ay!), por ejemplo, dijo que Claudio seguramente se había fugado con una chica, mientras que había quienes aseguraban que estaba internado en el Borda. De la búsqueda de Alberto y Aída por los pasillos del hospital psiquiátrico, Adriana y Mariana no dicen mucho. Huelgan las palabras.

El rumor de la parrilla: primera parte

La primera vez que Adriana escuchó la historia de la parrilla fue en boca del dirigente montonero Rodolfo Galimberti, en México. Corría el año 1980 y ambos estaban exiliados –Adriana había recibido la información de que los militares la estaban buscando–. “Tu hermano murió y lo quemaron vivo”, esas fueron, textuales, brutales, las palabras de Galimberti. “Igual yo lo escuché, y así como me lo dijo, lo olvidé. Fue como si no me hubiera dicho nada.”

La segunda vez fue en 1983, en la sala de espera de un CELS atiborrado de gente que, como ella, con la vuelta a la democracia acudía ávida de información, de denuncias, de datos sobre sus familiares desaparecidos. Esta vez fue Juan Martín, otro militante montonero, quien se lo dijo. Juan Martín jamás declaró esta versión frente a la Conadep ni en ninguno de los juicios.

Por lo general es imposible determinar dónde nacen estos mitos que luego quedan arraigados en la cultura (y la literatura y el periodismo) popular como verdades reveladas. No obstante, esta vez sí fue posible. Gracias al sentido común, a una periodista honesta y a dos hermanas que parecían ser las únicas en querer conocer la verdad.

Sentido común

Mariana leyó La otra Juvenilia, donde decía que Claudio había sido brutalmente torturado por no delatar a sus compañeros. El dato le llamó la atención porque ella nunca había escuchado nada parecido –Adriana no le había contado la historia de Galimberti ni la de Juan Martín– y además no constaba en la causa. De todas formas, cualquier nueva información era bienvenida, y les escribió a los autores para ver si ellos sabían algo que ella no, algo que pudiera explicar qué había sucedido con su hermano. Pero Santiago Garaño y Werner Pertot no sabían nada nuevo, simplemente habían leído eso en La voluntad. Entonces Mariana corrió hasta la librería más cercana, pidió el libro, buscó en el índice la S de Slemenson y leyó que “a Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”. Ni siquiera compró el libro.

Sentido común: si alguien podía escribir con lujo de detalles el final de la vida de Claudio era porque tenía que haber testigos que lo hubieran visto. La respuesta de Caparrós, cuenta Mariana, fue que él no iba a revelar sus fuentes, que qué se creía ella, que la historia no se escribe con testigos, que era algo que él había escuchado.

La verdad

En este punto hay que volver hacia atrás, hasta el cuaderno sobre la mesa. El cuaderno nace alrededor de 2008, pero su gestación se remonta a 1975. Luego de la desaparición de Claudio, sus padres iniciaron una búsqueda incansable: visitas a diputados y senadores de los distintos sectores políticos; telegramas a las autoridades nacionales (desde Isabel Perón hasta Videla, pasando por todos los jueces y ministros habidos y por haber); cartas a la Cruz Roja Internacional, a Amnesty Internacional, al Comité Rusell, entre otras organizaciones; pedidos al Episcopado argentino; gestiones en Inglaterra, Italia, Suiza y Francia; solicitadas en los diarios de mayor tirada; numerosas interposiciones de recursos de hábeas corpus. Toda esa documentación –que Adriana se ocupó de encontrar entre las pertenencias de su madre, quien, pasados treinta años de la vuelta a la democracia, la mantenía escondida por miedo, y luego de ordenarla y anillarla en su prolija carpeta–, toda esa documentación, decíamos, sumada a los testimonios en la Conadep y en la Megacausa Operativo Independencia, es la verdad de Claudio.

Y Claudio era un joven egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía que, con apenas 20 años, era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda, secuestraron a Claudio y a Trenchi, y dejaron encerradas en el baño a Nora Montesino, la esposa de Trenchi, junto con su beba. El operativo continuó hasta una segunda casa en donde el mismo grupo secuestró a Amalia Moavro (embarazada de cinco meses) y a su pareja, Héctor Mario Patiño. Se sabe que los cuatro permanecieron cinco días detenidos en la Jefatura Central de la Policía de Tucumán, donde fue visto estacionado el Rastrojero de Trenchi. Luego, según testigos presenciales, de carne y hueso, Claudio y Amalia fueron trasladados al centro de detención clandestino conocido como la Escuelita de Famaillá. Hasta allí llega el rastro de Claudio. Ni tiroteo, ni camioneta, ni parrilla.

El rumor de la parrilla: el origen

La periodista Adriana Robles, en su libro Los perejiles: los otros montoneros también había escrito que Claudio fue brutalmente torturado por no cantar los nombres de sus compañeros. Ella también lo había tomado de La Voluntad y de una especie de verdad que nadie cuestionaba. Una verdad por la que no era posible mencionar el nombre de Claudio Slemenson sin sentir escalofríos. “Yo decía, soy Adriana Slemenson, la hermana de... y todos hacían ‘uuuh’ y miraban como no sé qué. Y yo pensaba, claro, uuuh, Claudio...”. Pero la desaparición de un chico de veinte años, que es en lo que pensaba Adriana, no era suficiente. No: lo habían convertido en un héroe sobrehumano, en un ejemplo a imitar.

Adriana Robles se hizo cargo de lo que había escrito y comenzó a investigar para darle una respuesta a Adriana y a Mariana Slemenson. Así dio con Yuyo, otro militante montonero más en esta historia. Fue Yuyo, a través de una carta que le escribió a Adriana Robles, quien reveló el origen del mito: “(...) Pasados los años, descubrí que Galimberti era un gran fabulador y que inventaba esa clase de cosas para generar en la tropa las reacciones que pretendía, sin importarle demasiado la relación de sus dichos con la verdad. Tengo muchos ejemplos de cosas parecidas, que contribuían a la moral de combate pero era imposible que realmente las supiera. El sostenía que la verdad como concepto es inexistente y que eso le daba derecho a decir lo que se le antojara y fuera útil a sus fines. Esto no es una interpretación mía, sino sus propias palabras, dichas en innumerables charlas entre dos buenos amigos. Se reía de mí diciendo que yo creía en la verdad absoluta e inmanente, mientras él afirmaba que el propio concepto de verdad es sólo un artificio para obtener poder sobre las cosas. (...) Una vez lanzada la versión, nada ni nadie podría jamás hacerlo desmentirse a sí mismo. Y, para peor, todos lo repetíamos como idiotas. (...) Si tenés contacto con Mariana Slemenson, dale mis saludos”.

Nota: Durante la confección de este artículo me comuniqué con Martín Caparrós, quien no quiso responder ninguna pregunta sobre este tema. Por otro lado, tanto Adriana Robles como Santiago Garaño y Werner Pertot modificaron los pasajes referidos a Claudio Slemenson en las ediciones posteriores de sus respectivos libros. Las últimas ediciones de La Voluntad, en cambio, mantienen la misma versión. Según pudieron averiguar Adriana y Mariana Slemenson, la carta de Yuyo nunca fue publicada.

* Periodista.

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