Dom 19.10.2014

EL PAíS  › LA INCREIBLE HISTORIA DEL OFICIAL DE GENDARMERIA QUE LAMBERTO LE PROPUSO A BONFATTI

Chaumont castigaba al que denunciara corrupción

El ministro santafesino de Seguridad, Raúl Lamberto, buscó como segundo a Gerardo Chaumont, un ex subdirector de la Gendarmería removido en 2004 por Néstor Kirchner tras la escandalosa apertura de un polígono de tiro y la persecución a un oficial que había denunciado la reventa de cigarrillos incautados. Su sintonía con el proyecto de crear la megafuerza soñada por Quantín.

› Por Martín Granovsky

Si mañana al mediodía el gobernador de Santa Fe Arturo Bonfatti llegase a poner en funciones como secretario de Seguridad Pública a Gerardo Chaumont, estará premiando a un ex subjefe de Gendarmería que castigó a un oficial por investigar contrabando y, como mínimo, toleró la concesión irregular de un polígono de tiro junto a la propia sede de la fuerza.

Chaumont fue relevado por el presidente Néstor Kirchner de la subdirección de Gendarmería hace casi 10 años, el 11 de noviembre de 2004, junto con el entonces director Eduardo González y otros diez comandantes generales. Los 12, sobre un total de 16, pasaron a retiro.

Durante su período en lo más alto de la cúpula el actual candidato a secretario de Seguridad de Santa Fe ni siquiera había investigado con celo a dos

altos jefes que también el Ejecutivo ordenó correr a un costado tras una investigación de Página/12. Se trata de quien era comandante mayor y jefe de Asuntos Internos, Carlos Omar Farías, y del director de Logística, Enrique Della Gaspera. Ambos apellidos coinciden con dos apellidos que aparecen en testimonios relacionados con las atrocidades del campo de concentración La Perla, en Córdoba, en los primeros años de la dictadura militar. Este diario publicó en 2004 que un Farías y un Della Gaspera tenían legajo abierto por la investigación de la Comisión Nacional de De- saparición de Personas.

Un testimonio en poder de este diario, al que puede acceder con facilidad cualquier funcionario del Poder Ejecutivo nacional, dice que en La Perla operaban como jefes de operativos “el primer alférez Della Gaspera y el alférez Farías, todos de la Escuela de Suboficiales de Jesús María”.

Otro testimonio dice que un día se escucharon tiros cerca de la Escuela de Suboficiales. Un oficial informó que enviaría un camión a reforzar la guardia por una presunta incursión guerrillera. A la media hora el camión volvió. El alférez Farías tenía el uniforme sucio, pero no dijo qué misión había cumplido. En cambio un gendarme de apellido Pérez sí informó que habían realizado un simulacro de fuga para matar a un grupo de guerrilleros presos. Incluso relató que un alférez de apellido Montes de Oca trataba de enterrar una mano con su pie, para cubrirla de tierra.

En las líneas históricas de la Gendarmería, Chaumont siempre estuvo vinculado a un poderoso ex director general, Hugo Miranda.

Humo

Miranda debió dejar el cargo en 2002, cuando el oficial de medio rango Pablo Silveyra lo denunció ante el juez Rodolfo Canicoba Corral y la investigación avanzó. Silveyra, un entrerriano nacido en 1961, se enteró de una venta ilegal de cigarrillos cuando estaba destinado en Campo de Mayo y se le acercó un gendarme y se produjo este diálogo:

–Todos los jefes roban y nadie hace nada.

–Discúlpeme, yo soy jefe y no robo.

–Jefe, acá entran cigarrillos y en lugar de quemarlos todos, los están vendiendo.

A partir de esa charla Silveyra se puso a investigar por su cuenta hasta que tuvo los elementos para una denuncia penal. Determinó que el 3 de abril de 2002 entraron cuatro contenedores con dos mil cajas de cigarrillos de 50 cartones cada una. Unos eran Derby, de fabricación nacional pero en ese momento de venta prohibida en el país. Los otros, Boots, norteamericanos. La Agrupación Unidades Operativas con sede en Campo de Mayo ordenó quemar los cigarrillos. Y los gendarmes quemaron. Pero poquito. Después de la primera voluta de humo el jefe de Unidades Operativas, Jorge Villalba, pidió encargarse él mismo de la tarea. Para eso debía tener a su cargo las 1100 cajas que faltaba destruir. En los días siguientes Silveyra vio salir camiones y también registró que una parte del cargamento quedó en galpones cerrados dentro de Campo de Mayo. En junio, después de un allanamiento, Canicoba procesó a Villalba y a otros cinco gendarmes, Roberto Esper, Fabián Barrandeguy, Julio Arceredillo, Carlos Lazzarini y Mario López. El presidente Eduardo Duhalde terminó relevando a Miranda.

A Silveyra, sin embargo, le fue mal. Sufrió una persecución interna con desplazamientos hacia cargos de menor importancia y fue castigado por la Gendarmería luego de su pecado capital: haber denunciado la manipulación de los cigarrillos requisados y su reingreso en el mercado negro directamente a la Justicia y no a la Gendarmería. Silveyra se defendió entonces con el argumento de que un gendarme no es más que un funcionario público y que, en esa condición, debe cumplir con la obligación de denunciar penalmente la sospecha de un delito.

El que integró la junta especial que castigó a Silveyra fue el hombre de Miranda, Chaumont.

Luego el castigo fue convalidado por el principal soporte político de Chaumont en el Ministerio de Justicia, el secretario de Seguridad Interior y ex fiscal Norberto Quantín. El otro elegido de Quantín era Jorge “El Fino” Palacios, entonces alto jefe de la Policía Federal. Chaumont y Palacios debían ser las patas de una fuerza de paz que imaginaba Quantín con la Gendarmería como base y la Guardia Civil española como modelo y también de un FBI pequeño pero poderoso. Ninguno de ellos siguió en su cargo. Quantín fue relevado cuando Kirchner reemplazó al ministro Gustavo Beliz y tanto Palacios como Chaumont fueron pasados a retiro. Palacios fue jefe de la Policía Metropolitana antes de ir preso en una causa por escuchas ilegales.

Sin límites

Silveyra fue rehabilitado por Kirchner. Un decreto presidencial lo repuso en la Gendarmería y le permitió decidir si continuaba en la fuerza o no. Silveyra resolvió pedir el retiro según su convicción de que ya se había hecho justicia con él y que, en reciprocidad, seguir en la Gendarmería provocaría situaciones de enfrentamiento que terminarían convirtiendo el suyo en un caso personal. “Yo quiero decidir, porque otros decidieron por mí”, solía decir Silveyra como reparación futura de lo que consideraba “una exclusión compulsiva e injusta”.

La preocupación del denunciante castigado por Chaumont era que cuando los gendarmes empiezan a decir que “todos los oficiales roban”, por un lado “se quiebra la autoridad y, por otro lado, el clima es propicio para cometer delitos, porque no hay límites ni ejemplos”.

En 2010 Chaumont consiguió otra oportunidad cuando comandó en Haití, donde ya había estado en 1997 y 1998, la fuerza encargada de hacer tareas policiales por cuenta de las Naciones Unidas. Es probable que en su foja de servicios le resulte más útil su participación en misiones de la ONU y su relación con la Gendarmería francesa que la historia del contrabando de cigarrillos o su aliento a la concesión de un polígono de tiro al lado de la sede de la Gendarmería, en Antártida Argentina al 1600, cerca de los tribunales federales de Comodoro Py.

La empresa que ganó la licitación no era conocida por completo. El Estado ignoraba el detalle de quiénes eran todos sus socios. La composición accionaria fue cambiando durante la negociación. El concesionario terminó prestando servicios no adjudicados originalmente. La Oficina Anticorrupción examinó si la Gendarmería había cumplido con todas las normas de una adjudicación, cosa que según el entonces ministro Beliz no había sucedido. El propio Beliz, cuando se enteró del negociado, debió ordenar a la cúpula de la Gendarmería que actuase y se presentase a la Justicia, porque los jefes no lo habían hecho por su cuenta. Más aún: acudieron al subterfugio de no anular el contrato, como podrían haberlo hecho ante la sospecha de irregularidades evidentes. En lugar de eso prefirieron pedirle al juez Martín Silva Garretón que estudiara si hubo “lesividad” en el contrato.

La Gendarmería había llamado dos veces a licitación, en el 2001. Pero los dos llamados fueron declarados desiertos. El abogado Abel Fleitas Ortiz de Rozas, que murió en 2008, en 2003 era asesor de Beliz y revisó el expediente. Llegó a comentar a funcionarios del ministerio su extrañeza ante el hecho de que la documentación no aclarase por qué cayó la licitación dos veces y quiénes se habían presentado. Sospechaba que la caída había llevado a la adjudicación directa especial que permitió ganar a Coracero SA, una firma que, al menos en el expediente de Gendarmería, no adjuntaba balances ni testimonios de antecedentes. Tampoco indicaba cuál era su respaldo bancario o financiero. Los investigadores del Estado a cargo de examinar la concesión también quedaron intrigados porque en el expediente no aparecía ningún aval del grupo San Miguel SA, a pesar de que esta firma figuraba como socia de Coracero SA. Tanto el Ministerio de Justicia como la OA constataron que en la lista de accionistas no figuraban los orígenes de los fondos, la disponibilidad de los grupos a aplicar más recursos, las actas del directorio que autorizaban la inversión o el plan de inversiones con un respaldo económico verificable. El expediente tampoco incluía el certificado de libre deuda de la AFIP.

Cuando, siempre dentro de la legalidad, el Estado quiere, el Estado puede. Quien estaba a cargo del Registro Nacional de Armas, Juan Carlos Ramos, lo clausuró en enero de 2004 con un argumento sencillo. El Renar estableció que el polígono era una concesión a un grupo privado y no tenía la habilitación correspondiente del gobierno porteño. Fue como acusar por evasión de impuestos, un delito posible de probar, a un sospechoso de delitos mayores. De ese modo, en 1932 recibió su condena, hasta terminar alojado desde el ’34 en Alcatraz, la cárcel de máxima seguridad construida en la bahía de San Francisco, un mafioso llamado Alphonse Gabriel Capone.

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