EL PAíS › OPINION
El Arsat-1, un logro con historia, apuntalado en los últimos años. Diferencias con la industria nacional, una comparación veloz. La manía de derogar, un ansia reaccionaria. Las competencias electorales en el vecindario: la derecha siempre llega a la final.
› Por Mario Wainfeld
El exitoso lanzamiento del satélite Arsat-1 es consecuencia y símbolo de un conjunto de recursos de nuestro país que lo colocan, en ese terreno, en un rango de élite internacional. Se conjugan décadas de estudios, de trabajo, de inteligencia aplicada. El Invap no fue creado ayer: tiene tradición, historia, un formidable plantel humano que eslabona generaciones.
Ya en órbita el satélite, motiva un orgullo expandido y genuino.
Producirlo íntegramente está al alcance de un reducido puñado de naciones. Las raíces son añejas y profundas, previas a la aparición del kirchnerismo. Los gobiernos de esa etapa las potenciaron con medidas consistentes vinculadas con la ciencia y la tecnología. La creación de un ministerio, al comenzar la primera presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, es una de ellas. Se le dio rango institucional al fomento del área. Se dotó a la nueva cartera de recursos materiales (¡la aborrecible caja pública, otra vez!). El titular del ministerio, Lino Barañao, es un funcionario eficiente, indiscutido, de perfil sereno y (acaso demasiado) bajo. Los estímulos para estudiosos e investigadores fueron los mayores desde la recuperación democrática y hubo incentivos genuinos (que abarcan lo material) para su repatriación voluntaria.
El saldo es reconfortante y hasta ejemplar. Los hechos mandan, el Arsat-1 es una realidad. Todo lo real es posible, pregonaban filósofos geniales.
Una mirada comparativa y costumbrista, que no pretende rigor técnico, sugiere que la industria nacional (a grandes rasgos) no toca el cielo tan fácil. En el actual estadio de la economía argentina se repiten dificultades estructurales más o menos crónicas.
Los sectores más dinámicos fueron pilares para salir de la feroz crisis con que se inició el siglo. Merced a una política bien enfocada promovieron el trabajo, el consumo, bajaron drásticamente los niveles de desempleo. Había dudas sobre si, tras décadas de desmantelamiento del aparato productivo, la mano de obra criolla se (re)capacitaría con facilidad. Hubo (hubimos) quien imaginó que eso tardaría mucho. No fue así. En el proceso de recuperación, reparación y restablecimiento comenzado en 2002 y consolidado en las administraciones kirchneristas, la actividad industrial reconstruyó a la clase trabajadora. Claro que el proceso no fue lineal ni completo, pero bastó para mejorar la condición de vida de millones de laburantes, promover conchabos bien remunerados, fortalecer la autoestima de muchos ciudadanos y el poder de los sindicatos.
Todo es dialéctica en la vida y en la historia humanas. El estadio actual dista de ser pura virtud, muestra claroscuros que frenan el crecimiento y el de-sarrollo, auténticos desafíos para el porvenir. El cuadro de situación combina elementos novedosos (la mayor disparidad interna de la clase trabajadora desde 1945, por ejemplo) con otros estructurales. Acaso el más relevante sea que la industria, en especial ciertos sectores que puntearon en la respuesta a la crisis, es deficitaria en materia de divisas.
La producción automotriz y la actividad de ensamble en Tierra del Fuego están indisolublemente ligadas a logros de “la década”, pero también explican dificultades de la coyuntura. En particular, una cuota enorme del déficit de divisas, que complica el crecimiento y la autonomía nacionales. Esas áreas y la energía son sus principales componentes.
Argentina puede poner en órbita un satélite de pura factura propia, pero importa una ración excesiva de la producción automotriz. Está lejos de las pretensiones de esta nota profundizar los motivos. Lo que se quiere señalar es que en los años venideros habrá que concebir tácticas, estrategias, cambios para avanzar sobre lo mucho acumulado. Relanzar el “modelo”, recrearlo, innovar. Como estas cuestiones se combinan con las rutinas democráticas, una pregunta de manual es qué fuerza política capacita más para hacerlo. Es cuestión opinable, en sus variadas facetas.
Puede y debe ponerse en cuestión si el Gobierno hizo “todo bien” o si “dejó pasar la oportunidad”. Puede imaginarse una performance más virtuosa, mirando hacia atrás. De cara al futuro, cuesta suponer que las alternativas opositoras estén en capacidad (y hasta en voluntad) de consolidar los avances, mantener los standards de empleo y cobertura social, remozar la estructura productiva, combatir la desigualdad y el trabajo informal, apuntalar la relativa autonomía nacional.
Tras años que en promedio registran grandes progresos (inesperados en 2003, dato que suele olvidarse) sería interesante, deseable y funcional que el kirchnerismo tuviera una alternativa a su “izquierda socialdemócrata” por decirlo mal y pronto. Esa oferta no se encuentra en las góndolas. Sus adversarios con mejores perspectivas electorales, más allá de sus palabras (a veces confesándolo), piensan más en un regreso al pasado, una reacción conservadora.
Es una pena, una carencia ya que una opción superadora enriquecería al sistema político y forzaría al kirchnerismo a recrearse más a fondo y a mayor velocidad. Pero el perfil opositor dominante es muy otro. Si se mira en derredor, la situación no es exclusiva de la Argentina, para nada.
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La derecha, finalista: El siglo XXI alumbró en este Sur un conjunto variopinto de gobiernos nacional-populares, populistas, progresistas moderados, hasta revolucionarios. Con variaciones sustantivas, producto de su sesgo, de las características nacionales, del “color local” todos aunaron un sesgo anticonservador, renovador, de protagonismo estatal. Consiguieron legitimidad popular envidiable y prolongada, niveles notables de sustentabilidad política y económica. Redujeron, en proporciones muy disímiles según las comarcas, la pobreza, recolocaron sus economías en el mundo.
En este año y el que viene, deben revalidarse en las urnas. Con la interesante excepción de Bolivia y Ecuador, los oficialismos la tienen difícil. Un factor común aúna contingencias distintas, dentro de una tendencia compartida: los rivales más fuertes están a la derecha de los respectivos gobiernos. Cuentan con el apoyo del establishment económico, muy marcadamente el de los medios de difusión hegemónicos. Su capital electoral afinca más en las clases altas y medias (anche las que llegaron a ese estadio en los años recientes) que en los estamentos más humildes. Así le pasó al notable presidente boliviano Evo Morales. También ocurre en Brasil, arquetípicamente. El PT acumuló críticas, reproches, denuncias de corrupción. Se le endilga no haber promovido bastante a los humildes, haber derrochado dinero en el Mundial de Fútbol, ser decadente o corrupto. Claro que a la hora de la hora, en países presidencialistas en los que es usual el ballottage como sistema electoral, el oponente que llega a la final está marcadamente a la derecha del oficialismo. No hay cómo maquillar al candidato Aécio Nieves para disfrazar su prosapia. Los empresarios, la Bolsa y los conglomerados mediáticos no disimulan su preferencia y hacen todo lo que está a su alcance para forzar el resultado que apetecen.
La sincronía de los fenómenos tiene sustancia, expresa un signo de la época. Si las campanas doblan al unísono, no es mera coincidencia.
La Argentina es peculiar, como sus vecinos. El peronismo y el radicalismo, nada menos, son especificidades que no se repiten en parajes cercanos. Las diferencias existen y son sustanciales. La regla general prevalece, de cualquier modo. La oposición taquillera ocupa un cuadrante preciso, aunque su narrativa lo disimule, embrolle o esconda.
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A derogar, a alambrar: La crónica semanal sabe prodigar sucedidos, hiperquinesis, gritas. Las dosis de fuegos artificiales, camelos o chafalonías son elevadas. Todo modo, lo anecdótico no deja de emitir señales sintomáticas. En días recientes se avivó una puja intraopositora, la enésima: ver quién mocionaba derogar más leyes promulgadas en estos años. El furor revocatorio sintoniza vicios parlamentarios de los adversarios del kirchnerismo. Devino clásica la costumbre de retirarse de las sesiones, una vez corroborada la minoría determinada por el voto. Se hace con estrépito y con exigua repercusión en la opinión pública. Los records se baten cada semana, tanto que no tienen punto de comparación con lo realizado cuando el menemismo o la Alianza destruían la economía y licuaban las conquistas de los trabajadores. La indignación tiene que ver con las novedades de la etapa, no con el Antiguo Régimen, lo que es lógico porque se lo añora, se lo ensalza y mayormente se lo inventa en los discursos.
Derogar es legislar. La obviedad viene a cuento porque quien deja sin efecto una norma, restaura lo precedente. En la mayor parte se regresa sin gloria a la legislación anterior. Si se derogara la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LdSCA) se volvería al régimen dictatorial, empeorado por reformas del peronismo menemista. Si se deroga el Código Civil y Comercial de flamante factura retornaría el enjambre de leyes incoherentes y (en trazo general) menos valiosas. Las objeciones al proyecto de Código Penal fungen de sostén a un plexo normativo inconexo, salvajemente emperchado, vetusto por donde se lo mire.
El frenesí derogatorio es reaccionario en el sentido estricto del vocablo: un regreso al pasado. Sus promotores, como los proverbiales reaccionarios que dieron origen al término en la Revolución Francesa, nada olvidaron y nada aprendieron.
El jefe de Gobierno, Mauricio Macri, en una maniobra curiosa y por eso digna de mención, mostró más cautela que el mainstream opositor. Salvó de la revisión a la reestatización de YPF. Y prometió conservar “los planes” sociales a sus beneficiarios. El modo en que dirigentes y “formadores de opinión” hablan del esquema de protección social es tan impropio, esquemático y mal informado que dan ganas de consagrarle un artículo entero. Se desiste, por hoy, aunque se consigna, para volver al núcleo.
Activar el derogómetro es una estrategia compartida. En parte es para alzarse con el cetro de ser el más antikirchnerista, una credencial apetecida. En mayor medida, intuye el cronista, la abundancia envuelve un objetivo preciso. A la manera del rey Herodes, quien mandó matar a todos los bebés para acabar con uno, “la opo” menta una ristra de leyes para congraciarse con el poder fáctico y en particular con el Grupo Clarín. Como en “La carta robada”, de Edgar Allan Poe, la abundancia camufla a una de sus partes. La LdSCA es el blanco principal, la promesa esencial que (más vale) no es óbice ni límite, sino precedente para otras promesas al poder económico.
La propuesta opositora expresa una ucronía falaz. Un pasado imposible que jamás ocurrió, pletórico de Congresos ejemplares, de diálogos con los adversarios, de Moncloas cotidianas o casi. Transparencia, debate, escucha... ese pasado reciente jamás ocurrió pero la edad dorada no se urde con corroboraciones sino con panegíricos.
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Designios: A esta altura de la nota, quien la lea percibirá que “la cuestión industrial” funge de pretexto o disparador para tópicos más amplios. Por eso se ahorran precisiones, descripciones de la apodada “burguesía nacional”, de las limitaciones y vicios sus referentes. Para abordar las líneas maestras del tema siempre es saludable volver a los textos o la prédica del maestro Aldo Ferrer, siempre bien situada, amable y didáctica.
Muchas otras políticas deben ser revisadas, corregidas, revocadas o profundizadas. La tarea interpela a futuros gobiernos, los aspirantes a serlo van sincerando sus perfiles y designios.
Las elecciones que preceden a la Argentina son instructivas. Claros los antagonismos, reñidas en general. Evo Morales y el presidente ecuatoriano Rafael Correa predominan con facilidad, es interesante preguntarse por los motivos, que serán múltiples.
El común denominador es que la puja final es con fuerzas de derecha. El ex presidente Lula da Silva lo sabe, lo señala en sus siempre notables y combativos discursos. Entre tanto, corre y marca como Mascherano para apuntalar a su sucesora, Dilma Rousseff, que disputa voto a voto, con el sustancial apoyo de las clases populares.
Falta un año para el pronunciamiento del pueblo argentino. Ejercerá su derecho soberano de implicarse e incidir. Al día de hoy nadie tiene ganada esa elección, más allá de la polución de pronósticos y agorerías.
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