EL PAíS › OPINION
› Por Julio Maier *
No estoy en San Fernando, mi domicilio, pero sé que he sido requerido por una gran cantidad de medios periodísticos en virtud de que la señora Presidenta, al presentar su proyecto de nuevo Código Procesal Penal de la Nación y remitirlo al Congreso para su tratamiento legislativo, recordó el Proyecto 1986, que el gobierno de Raúl Alfonsín impulsó y, a su vez, remitió al Congreso de la Nación (junto a una nueva Ley de Organización Judicial y a una reforma menor del Código Penal), y lo ligó a mi nombre y a mis antecedentes académicos. Un acontecimiento único familiar me impide acceder a esos requerimientos, pero, de todos modos, tengo para mí que es inoportuno que yo diga algo sobre el proyecto actual, sencillamente porque no conozco su texto. Procederé a estudiarlo y, después, intentaré quizás intervenir en el debate que ya se ha abierto en universidades y centros académicos y políticos.
Pero nada me impide pronunciarme como ciudadano sobre la multiplicidad de tomas de posición frente a ese proyecto, insisto, cuyo texto no se conoce públicamente. Debo confesar que, al comienzo, me sonreí cuando escuché ciertos juicios, pero, poco a poco, mi juicio se tornó serio, enojado, al confirmar que, al parecer, cada comentarista utilizaba el idioma, incluso el pseudo idioma científico empleado, como mejor le convenía. Ello me conduce a una primera conclusión: el idioma castellano, al menos el usado académicamente, dista de ser un idioma seguro; cada cual define y liga las palabras como mejor le conviene en la ocasión.
Una primera aproximación al proyecto parece consistir en que la investigación preparatoria del juicio se le encomienda al Ministerio Público Fiscal. Aclaro que, dicho de esta manera, yo debo prestar mi acuerdo con la posible reforma, no sólo porque así lo había planeado en el Proyecto 1986, antes nombrado, sino porque mis primeras investigaciones jurídicas serias, que dieron por resultado la edición de mi primer libro (La investigación preparatoria del Ministerio Público), así lo proponían hace ya casi medio siglo, y mis últimos trabajos legislativos (Código Procesal Penal de Chubut y el proyecto que figura como addenda en el T. III de mi Derecho Procesal Penal) lo confirman. Pero de allí a que yo crea que esto define al sistema de persecución penal como acusatorio hay un largo trecho. Si se conserva como regla que la acción penal sea pública (oficial, en manos de un órgano del Estado), tal como sucede en el actual Anteproyecto de Código Penal y, al parecer, en el mismo proyecto de Código Procesal Penal al que nos referimos aquí, nunca el procedimiento podrá ser tildado de “acusatorio” materialmente sino tan sólo formalmente, esto es, por imitación formal, y eso constituye una decisión política correcta, a mi juicio. Para arribar a un procedimiento realmente acusatorio habría que regresar aproximadamente unos mil años atrás en la historia, al Derecho germano antiguo, que reemplazó al Derecho romano, a la caída del Imperio. Hoy sólo se puede decir que el Derecho Penal anglosajón se aproxima más a ese ideal (procedimiento llamado adversarial), y de manera alguna me parece que él sea imitable por nosotros. Según creo, nadie propone imitarlo.
Me conforma también la admisión de la víctima como auxiliar de la fiscalía, no sólo en la investigación sino en el enjuiciamiento de los delitos, pero advierto que aquí el problema no es precisamente ese consenso general sino otro, la respuesta a la pregunta sobre los límites de su poder de persecución: ¿puede ella conducir al acusado al juicio público autónomamente?; ¿puede recurrir todas las decisiones judiciales?; ¿se le concede la posibilidad del amparo? Más allá no puedo ir por la razón arriba apuntada.
Soy partidario, también, de que todas las decisiones judiciales finales o interlocutorias –al menos las más importantes– provengan de un debate oral y público, en presencia de quienes intervienen en el proceso, y así quedó establecido en mis últimos trabajos legislativos citados.
El otro gran tema, el de los recursos, se liga a una discusión previa al Código Procesal Penal, por la que a mi juicio se debe comenzar, si se desea una transformación real de la administración de justicia. Se trata de la organización judicial. Intuyo que, gracias a los recursos, el proyecto se inclina hacia una organización judicial vertical, como la actualmente existente y tradicional, cuando, a mi juicio, la organización judicial debe ser horizontalizada, de una manera que me cuesta explicar en escasas palabras. Aquí también me falta lectura del texto para poder opinar con certeza.
De más está decir que no concibo el procedimiento penal como un arma de combate contra el delito o la delincuencia: la persecución penal no es una guerra ni un arma de combate y, en todo caso, siempre llega tarde, una vez realizada la conducta punible. Por ello no me convenció el relato sobre la prisión preventiva (sin condena) ni sobre la expulsión de extranjeros que anticipó la señora Presidenta; una debe ser excepcional según una interpretación pro homine de la Constitución Nacional y la otra no es materia ni del Derecho Penal ni de los jueces penales.
Pero espero que el debate que la señora Presidenta ha abierto sea auspicioso para un cambio real en la administración de justicia y me prepararé para, dentro de mis limitaciones, abordar ese debate. No puedo ocultar otro deseo: que mis primeras palabras sobre el tema sean publicadas por Página/12, el medio de comunicación que más se ocupó de mis opiniones y así me ha permitido confesarlas públicamente.
* Profesor titular consulto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal, UBA.
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