EL PAíS › OPINIóN
› Por Alfredo Jorge Kraut *
Toda discapacidad mental o psicosocial produce una situación de vulnerabilidad personal, social y jurídica. En diversos lugares del mundo, la sociedad moderna estigmatiza, devalúa, discrimina, abandona, aparta y excluye a muchos sufrientes mentales cuya dignidad se ve seriamente afectada. Si además son pobres, no acceden a tratamiento ni a rehabilitación; cuando permanecen institucionalizados, pierden las relaciones familiares y sociales y suelen terminar asilados, fuera del sistema legal. La Constitución, de hecho, los excluye. La externación, en muchos casos –a veces luego de largos años de reclusión–, es resistida por la propia institución, por algunos profesionales de la salud –el paciente más seguro es el internado–, por sus propios allegados y vecinos. En síntesis, la misma sociedad genera su apartamiento.
La persona institucionalizada queda fuera del sistema legal. En las llamadas instituciones totales (Goffman) no regía –en muchos casos no rige hoy– la Constitución Nacional, rémora de la consabida doctrina conocida como “hands off doctrine” del derecho anglosajón que ha perdido vigencia y que nuestra Corte también rechazara (Dessy, 1995 y Romero Cacharane, 2004).
Ahora bien, la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD, 2006) –que establece el modelo social de discapacidad– reconoce los principios de legalidad, inclusión, no discriminación y ciudadanía de estos padecientes mentales con la mira puesta en un acceso efectivo a sus derechos fundamentales, en especial el derecho a la igualdad y no discriminación, a la dignidad, la vida, la salud, la libertad personal, la identidad, la imagen, la intimidad y los derechos sexuales y reproductivos, así como a la personalidad y la capacidad jurídica “en igualdad de condiciones con los demás y sin discriminación por motivos de discapacidad, lo que incluye no solamente la capacidad de tener derechos, sino de obrar”. Se propicia su aplicación práctica.
Además, el derecho de las personas con discapacidad a tomar decisiones sobre su vida y mantener su capacidad jurídica es una cuestión de derechos humanos (CDPD). El Código Civil de nuestro país, que dejará de regir desde 2016, al establecer el modelo de la incapacidad total y la sustitución de la voluntad por un curador, era arcaico y necesitaba ser actualizado.
Por otro lado, había que erradicar la frecuente asociación de la discapacidad con la internación institucional. El encierro como modelo sistemático en grandes manicomios –decidido, en muchos casos innecesariamente–, el abuso farmacológico y la creciente judicialización basada en la arcaica y funesta idea de peligrosidad del “loco”, así como lo referente al tratamiento de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad mental, son los grandes temas que un Código debe resolver. Cuestión no menor.
En esa dirección, el recientemente sancionado Código Civil y Comercial de la Nación regula especialmente los temas vinculados con la capacidad jurídica y la internación psiquiátrica, en forma articulada con la Ley Nacional de Salud Mental (LNSM, 2010) y la CDPD. Los tres órdenes normativos son la estructura sobre la cual habrá de construirse el nuevo paradigma en la materia, con el objeto de que los derechos positivizados dejen de ser sólo declamados y tengan efectivo cumplimiento.
En primer lugar, según el nuevo texto, la noción de incapacidad –en la que juega mayormente la figura de la representación– se reserva para casos extremadamente excepcionales, configurados por aquellos supuestos en los que el sufriente se encuentra en situación de absoluta falta de voluntad jurídica para dirigir su persona o administrar sus bienes (estado de coma permanente, padecimientos mentales profundos que impiden tomar decisión alguna, entre otros). Recordemos que la capacidad general de ejercicio de la persona humana se presume, aun cuando se encuentre internada en un establecimiento asistencial (art. 31 (a)).
De modo tal que los “incapaces de obrar” del Código actual serán, desde 2016, “personas” a las que “asistirán” los apoyos para que tomen sus propias decisiones (modelo de asistencia) y ejerciten sus capacidades residuales. Estas medidas del “apoyo a designarse” para las personas con discapacidad intelectual deberán concretarse respetando el debido proceso previo –necesidad de un proceso judicial como garantía de una tutela judicial efectiva, con cumplimiento de las formalidades esenciales y fundamentación de la sentencia– en el que estos sufrientes serán parte.
Por lo tanto, las personas con discapacidad psicosocial, en consonancia con el nuevo Código, la CDPD y la LNSM, que amplía considerablemente sus derechos, podrán de ahora en más ser amparadas por los principios de legalidad, inclusión, no discriminación y ciudadanía con la mira puesta en un acceso efectivo a sus derechos, hoy sistemática e impunemente vulnerados.
Considero indispensable señalar que el recientemente promulgado Código Civil y Comercial de la Nación, más allá de las discusiones sobre el trámite parlamentario, recibió apoyos y críticas. Pero, sin entrar en este debate, constituye un indudable fortalecimiento en favor de las personas con discapacidad e instaura nuevas reglas protectoras cuando se plantean internaciones institucionales coactivas, aspectos que no han sido controvertidos ni cuestionados en el proceso parlamentario.
El nuevo Código regula la capacidad jurídica y la internación psiquiátrica, en particular, también en forma articulada con la CDPD y la LNSM. Establece en su texto los principios de legalidad, inclusión, no discriminación y ciudadanía de las personas con sufrimiento mental con la mira puesta en un acceso efectivo a sus derechos. Es decir, que dejen para siempre de ser derechos retóricos, puramente declamados, y tengan efectivo cumplimiento (Bobbio).
No ignoramos que la experiencia indica que la aplicación práctica de todos estos principios y reglas, de base constitucional, se torna compleja cuando se trata de personas especialmente vulnerables, en muchos casos con marcado deterioro mental o cognitivo, o bien cuando están institucionalizadas, socialmente abandonadas o directamente asiladas en un manicomio hasta su muerte.
Los cambios más significativos se refieren a la capacidad jurídica de las personas con discapacidad intelectual o psicosocial y a la institucionalización forzosa de pacientes mentales graves. Respecto del segundo supuesto, el nuevo Código consagra la internación y la externación como un derecho fundamental de la persona. Desde la perspectiva de los derechos humanos y su finalidad de respeto de la dignidad, cualquier restricción a un derecho debe ser legal, con respeto del debido proceso. El nuevo paradigma, que concibe la internación como un derecho para la protección y mejora de la persona, impone el control constante de la legalidad de la restricción y el cambio de la medida por cualquier otra que implique menor restricción para ella, siempre que sea posible. De ser así, todo tratamiento psiquiátrico exige el consentimiento informado previo y la persona pasa de ser objeto a sujeto.
Por lo demás, la estructura normativa adquiere una incuestionable solidez, dado que la regulación sancionada (art. 41) se articula además con la protección internacional, desde que se proclamara la Declaración de Caracas (OPS, 1990) y los Principios de Naciones Unidas para la Protección de los Enfermos Mentales (ONU, 1991) fueran incorporados a la Ley de Salud Mental (art. 2). Más aún, son de aplicación la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad (1999), la Convención sobre los Derechos de Personas con Discapacidad (2006) y todas aquellas que actualmente tienen rango constitucional. El Código establece reglas que cambian el modelo vigente: procura dotar de ciudadanía a personas con marcada hiposuficiencia jurídica y transformarlas en sujetos plenos de derechos, estén internadas o no, estén en crisis o no.
Es cierto que resta aún que el Código, la Ley de Salud Mental y otras regulaciones concernientes sean adecuadamente difundidos; que el sistema judicial –jueces, defensores, abogados, profesionales de la salud, médicos forenses, etc.–, y por supuesto los usuarios los conozcan y apliquen rigurosamente. Comenzará así una nueva etapa en pos de la legalidad del paciente mental, que incluye la lucha en contra del manicomio –un bochorno de nuestra época– y la incorporación efectiva en el molde constitucional.
Sabemos que las normas solas no bastan. El nuevo Código, la CDPD y la Ley de Salud Mental apuntan a una revisión total de las prácticas judiciales y asistenciales, así como a la implementación de un nuevo arquetipo, nuevas reglas, nuevas normas, nuevos jueces, nuevos peritos, nuevos defensores, en suma, un sistema judicial naciente en defensa de estas personas. Se abre para la Argentina una etapa histórica: hacer efectiva la aplicación de las regulaciones disponibles cimentando un sistema de salud mental más justo y accesible para todos. Que así sea.
* Secretario general y de Gestión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Docente.
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