EL PAíS › OPINIóN
› Por Julio Maier *
Como otrora el Sr. Blumberg, a quien le gustaba que lo conocieran como “ingeniero” y por ello usurpó ese título, hoy el Sr. Massa, quien, que yo sepa, no pretende título alguno –que no le corresponda–, parece procurar que la pena –estatal–, aquella del Derecho Penal, le pertenezca. Por ello, paso a defenderme, pues, aunque no representa título alguno, logré, tras muchos años de estudio e incluso de competencia, que me reconocieran como “penalista”, orgullo que conservo hoy, ya alejado de esas lides, pese a mi pesimismo por el Derecho Penal de hoy en día.
El Sr. Blumberg tenía al menos una justificación: había perdido a su hijo por un crimen –no por culpa alguna del Derecho Penal– y la reacción ante tal pérdida es impredecible. El elaboraba su Derecho Penal (Blumbergstrafrecht, según yo lo apodé), que consistía en la simpleza de aumentar geométricamente las penas, de la mano de una libreta o carpeta en la que confeccionaba una lista negra de políticos que no estuvieran de acuerdo con su idea. Tuvo éxito oportunamente y para nosotros quedó la ruina de un Código Penal confuso, con amenazas penales sin proporción alguna en la reacción punitiva.
El Sr. Massa, en cambio, elabora su Derecho Penal de la mano de ideas –si así puede llamárselas– tan simples como aquélla, pero usando métodos más sofisticados: su ascendencia política y su postulación para ser presidente de la República Argentina. La primera idea consistió en alabar el Código y las leyes penales vigentes –estilo Blumberg– y así oponerse a una modificación del Código, elaborada por el doctor Zaffaroni, juez de nuestra Corte Suprema, y una comisión de juristas designados por cada partido político con representación parlamentaria, que, por consenso, sólo pretendía arreglar aquel desaguisado. Tuvo también éxito, al menos hasta ahora. El caballito de batalla fue la regulación de la reincidencia y el escenario –al menos en Buenos Aires y alrededores– los supermercados, las plazas, la consulta popular “trucha”, por decir poco de ella. De la misma manera se las agarró contra un nuevo proyecto de Código Procesal Penal nacional, pero esta vez con menor exposición pública, quizá más recatadamente, cuando, en verdad, entre las dos obras citadas tampoco existe proporción alguna. En tercer lugar, ha sido una sentencia judicial la que lo ha impulsado a defender –como acertadamente tituló Página/12– el trabajo esclavo en el caso de los condenados penalmente. Un enorme equívoco penal: la pena privativa de libertad, que la ley amenaza, sólo consiste en la pérdida del derecho ambulatorio de una persona según su voluntad; nada dice acerca del trabajo remunerado, de la pérdida del derecho a cobrar un salario como operario o un precio por la obra propia.
Yo no defiendo la pena privativa de libertad como amenaza penal básica y me gustaría reducirla a casos muy determinados, porque no creo en su acción terapéutica general, con la que se la justifica, pero no se me ocurrió nunca que, actualmente, alguien quisiera defenderla en su concepción de fines de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna. De allí a defender la pena de muerte sólo hay un salto –aunque hipócritamente muy pocas personas se animen a darlo–, con la ventaja de que la acción terapéutica de esta última pena es, en relación con el autor, de efecto muy superior.
* Profesor titular consulto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal, UBA.
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