Sáb 20.12.2014

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Desbloqueos

› Por Luis Bruschtein

Con Perón, Argentina fue el primer país latinoamericano en romper el bloqueo a Cuba en 1974. “Es la primera vez –dijo Fidel en esa ocasión– que se presenta esta situación en que un país con una actitud política toma una decisión por la que las empresas (transnacionales) se ven en la necesidad de acatar la política del Departamento de Estado o acatar la política del país donde residen. Este convenio es el más importante de todos, inclusive a nivel mundial, porque significa un rechazo por parte de Argentina a la política de bloqueo contra Cuba.” El ministro era José Ber Gelbard, pero la orden de abrir el comercio exterior argentino, desideologizarlo y sacarlo del control norteamericano fue de las primeras que recibió de Perón durante las reuniones en Madrid, antes de asumir el gobierno. Fue una decisión que ni siquiera pudo tomar el gobierno socialista de Salvador Allende en Chile.

Los gobiernos menemistas estuvieron en los antípodas del peronismo a pesar de haber surgido de sus filas. Las “relaciones carnales” con Estados Unidos, y su afinidad con el gobierno derechista español de José María Aznar, los convirtieron en un títere activo –y penoso– de la política impulsada por Washington contra los cubanos. El gobierno del radical Fernando de la Rúa, con fuerzas supuestamente progresistas, mantuvo esa misma línea de subordinación a Estados Unidos en general y anticubana en especial. Entre fines de los ’80 y principios de los ‘90, se empezaron a delinear organismos regionales que servían de canal a esas políticas: la histórica OEA controlada por Estados Unidos y el Grupo Río, heredero del Grupo Contadora. El Mercosur se mantuvo como un sello congelado, cuando en realidad se buscaba la conformación del ALCA. Mientras se atacaba a los cubanos, se consentía el autogolpe de Fujimori en Perú, o se ponían de acuerdo para proteger a Pinochet del juez Baltasar Garzón, y se amnistiaba a los genocidas argentinos.

Néstor Kirchner retomó la línea de Perón. El 25 de mayo de 2003, Fidel Castro fue uno de los invitados principales en el contexto de un mundo que lo satanizaba como impulsor de un terrorismo que había terminado cuando las guerras ideológicas se convirtieron en cruzadas religiosas. El acto público de Fidel desde las escalinatas de la Facultad de Derecho simbolizó el fin de las relaciones carnales.

Entre fines del siglo pasado y principios del actual, cuando reventaron las economías neoliberales en el continente y comenzaron a surgir gobiernos populares y heterodoxos, se remodelaron también las herramientas de integración. En un mundo en transición, unipolar y sin Guerra Fría, el neoliberalismo conservador –la ideología triunfante y extendida con la globalización– se mostró inestable, de plazos cortos y generador de tensiones explosivas en la sociedad, lo que llevó a una crisis tras otra que terminaron por involucrar también al gran triunfador de la Guerra Fría. En consecuencia, en América latina decayeron la OEA, las Cumbres Iberoamericanas y el Grupo Río y se rechazó el ALCA, al tiempo que se relanzaba el Mercosur con obras de infraestructura, estableciendo puentes de tipo cultural y político y se incrementaba el intercambio regional. Se detuvieron golpes antidemocráticos en Bolivia, se condenaron los golpes en Paraguay y Honduras y se sumaron nuevas incorporaciones. La vida política del continente se fue alejando de la hegemonía norteamericana. Surgieron nuevas herramientas de integración como la Unasur y la Celac, que integraron a Cuba pero mantuvieron fuera a Estados Unidos. Desde allí se presionó para que la OEA integrara a Cuba. Los reclamos contra el embargo norteamericano a Cuba y contra la presencia colonial británica en Malvinas se convirtieron en banderas regionales.

Estados Unidos mantiene su hegemonía mundial, aunque cuestionada por rebeliones variadas, como los gobiernos populares latinoamericanos por un lado y, por otro carril, los fanatismos religiosos en Medio Oriente, o los resurgimientos de China y Rusia. Son tironeos con lógicas diferentes entre sí y diferentes a los de la Guerra Fría y, en ese contexto, la persistencia del bloqueo a Cuba se convirtió en un objeto de museo. Paradójicamente aparece como expresión del atraso cultural y político de la potencia que triunfó en la Guerra Fría. La sociedad política norteamericana mostró más dificultad que el resto del mundo para entender los cambios que su propia hegemonía militar y económica habían provocado. Durante más de diez años, las votaciones en la ONU para terminar el bloqueo ponían en evidencia ese retraso. Estados Unidos, con dos o tres aliados, frente al resto del planeta. En los últimos meses, The Washington Post y The New York Times empezaron a airear esa paradoja, más o menos desde la misma época en que habían comenzado las conversaciones secretas.

Recién ahora, Estados Unidos termina de ponerse en sintonía con los cambios que produjo en el planeta. Pero lo tiene que hacer un presidente que ya no está preocupado por elecciones. Desde la lógica de la sociedad norteamericana, el restablecimiento de relaciones con Cuba y la moderación del bloqueo drenan votos, pese a que en poco tiempo serán las medidas por las que recuerden a ese presidente en la historia. Es como si hubiera una regla a la inversa entre el tamaño de la potencia militar y económica y la pobreza del pensamiento político en una sociedad que ha buscado convertirse en centro irradiante hacia el mundo. En el centro de esa irradiación está la satanización y el desprecio a todo lo que no responda al liberalismo económico a rajatabla, a la ética del individualismo egoísta, a la riqueza desmedida como patrón de éxito en la vida. Son los valores que llevaron a las mayores crisis de su historia a países como Argentina, que con el menemismo y la Alianza fue discípula predilecta de esta escuela. Y son los valores que llevaron a las crisis de Europa y de los mismos Estados Unidos.

Cuba es un capricho para Washington, que a su vez está confrontado y esquizofrénico entre lo que simboliza haber elegido al primer presidente negro de su historia y los fanáticos religiosos del Tea Party que abominan de la teoría de la evolución. La pequeña isla con once millones de habitantes a los que no puede doblegar es una obsesión para la potencia que controla la vida de miles de millones de personas. Y también una consigna electoral para la Florida. Para los cubanos residentes en Miami, e incluso para algunos de los opositores internos, el bloqueo a Cuba se convirtió en un negocio, una forma de ganarse la vida, de juntar votos, de juntar dinero para fundaciones, campañas, sellos y conspiraciones. De ese discurso viven miles de activistas anticastristas profesionalizados en Miami y en Cuba, más grandes multimedios y empresas inmobiliarias y de turismo, senadores, gobernadores y diputados. Como parte de la Guerra Fría, la CIA les abrió puertas para los grandes negocios que cierra a otros inmigrantes latinos y construyó con ellos en Miami el sueño dorado americano que debía competir con la austera utopía revolucionaria. Todavía hay cubanos que piensan que la vía al capitalismo para ellos sería como ese espejismo de Miami y no como la realidad de Santo Domingo o Haití.

Si se restablecen las relaciones diplomáticas y se acaba el bloqueo, ese andamiaje que sostiene a tantas familias en la prosperidad dorada de los anticastristas corre el riesgo de derrumbarse. La inmigración cubana dejaría de ser una aristocracia favorecida en comparación con las otras corrientes migratorias. Para todos ellos, la decisión de Obama es casi una declaración de guerra contra su calidad de vida. Sus voces indignadas en defensa de la libertad en realidad defienden sus intereses materiales. Un sector de la sociedad norteamericana tiende a convertir en ideología a la maqueta de plástico que construyó en Miami como propaganda política. Es un camino que llevó al hundimiento de su economía. Hay otro camino que se visualiza con timidez en el escenario norteamericano y con apariencia menos llamativa que los fuegos artificiales de Miami y la épica nazi del Tea Party. Un camino que ha mostrado destellos en la elección esperanzadora de Barack Obama, el primer presidente negro en un país con mucha discriminación, o en esta decisión de normalizar las relaciones diplomáticas con un país vecino, o en las luchas para abrir la inmigración. En ese camino, Cuba, que ha sido fundamental en el proceso de paz en Colombia y que ha sido el país más solidario y comprometido en la lucha contra el ébola en Africa, tiene algo para enseñar.

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