EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Cuando en estos días se haga el recuento de los hechos políticos más importantes del año, sin duda habrá que incluir el descabezamiento del área de Inteligencia.
Es un golpe de timón impactante sobre uno de los antros más peligrosos que la democracia sufre desde su recupero. Es cierto que sólo con mucha candidez podría presumirse que habrá el intento de rescatar (una parte de) el trabajo de los espías en función de los intereses del Estado. Pero al menos podría caber la esperanza de que se recorte seriamente el poder de una banda autónoma que nunca se equivocó, ni a la hora de su ineficiencia como órgano institucional ni a la de responder al objetivo primordial de sus operaciones y chantajes. También habrá interrogantes sobre la eficacia que pueda demostrar Oscar Parrilli al frente de la SI, siendo que es un hombre que no viene de ese palo. O por eso mismo, quizá sea, en principio, lo mejor que se pudo haber resuelto. Las formas de hurgar en todo aquello que haga a un espionaje estatal inteligente podrá requerir de conocimientos técnicos, pero la certeza es que a su frente debe haber una conducción política firme, inquebrantable. Lo que debería dictaminar el tiempo es si se acertó en los nombres, no en la medida estructural de retomar la conducción del organismo.
No hace falta ser un experto, y ni siquiera un conocedor del tema o del área, para constatar que, desde 1983, los aparatos de Inteligencia del Estado jugaron un papel en el que la frontera entre ineficiencia y complicidad estuvo completamente borrada. Dos atentados terroristas, asonadas militares, golpes institucionales, desmadres sociales son porciones hasta ínfimas de una lista interminable en la que siempre se supo que, por acción u omisión (que es lo mismo, al fin y al cabo, tratándose del sector de que se trata), estuvo la mano de los servicios. A la salida de la dictadura, Alfonsín los padeció de modo naturalmente extremo. Desmantelar de la noche a la mañana el andamiaje heredado era imposible, y de lo poco que el alfonsinismo supo, pudo o quiso hacer contra la perversión de semejante maquinaria, sufrió lo que en su etapa se llamó “mano de obra desocupada”. La banda de Aníbal Gordon –de la que formó parte Raúl Guglielminetti, alias Mayor Guastavino del Batallón 601 y que incluso integró la custodia presidencial de Alfonsín– fue apenas un botón de muestra. Carlos Menem, liquidada ya la amenaza de las Fuerzas Armadas como factor extorsivo residual, montó literalmente un organigrama de compinches que podría analogizarse al de su mayoría automática en la Corte Suprema. Los servicios de Inteligencia fueron parte inescindible del sultanato, cuando la calidad de las instituciones le preocupaban nada de nada a la prensa independiente. El momento de la Alianza entre radicales y viudas peronistas no merecería más que alguna alusión al súper-agente 86, si es por el control de la entonces SIDE y más allá de una purga de agentes que derivó, entre otras cosas, hacia las consecuencias judiciales descriptas ayer por Horacio Verbitsky en su columna de este diario. La transición encabezada por el senador Eduardo Duhalde dejó otro sello indeleble de las andanzas serviciales, como constitutiva del aparato criminal del Estado, cuando la masacre de Avellaneda precipitó el final del líder de Lomas de Zamora. Ese 26 de junio de 2002, la SIDE fue nexo entre el gobierno de Duhalde y el operativo policial que terminó con las vidas de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Pese a las pruebas abrumadoras sobre el papel del organismo que comandaba Carlos Soria, la investigación nunca fue impulsada. Y a la llegada de lo que ni por asomo se calculaba definir como kirchnerismo, el flamante presidente ubicó como secretario de Inteligencia a Héctor Icazuriaga, el Chango, un pingüino de íntima confianza. Pero en el terreno político concreto las cosas continuaron más bien en manos de José Francisco Larcher, el Paco, ex chofer de Kirchner en Santa Cruz, aunque formalmente fuese el número dos o “el señor 8”, de acuerdo con el piso que ocupaba su oficina en la SI.
Aun así, el omnipresente continuó siendo Antonio Stiusso, alias “Jaime”, el espía que arrancó de cero hace 42 años para llegar hasta director General de Operaciones. Personaje ajustado a las novelas de John Le Carré, y justamente, Stiusso operó e investigó cuanto le vino en gana. Vino a ser la versión en espía de aquel inolvidable Jorge Garrido, escribano de Gobierno, que certificaba los cambios de mando presidenciales y ministeriales entre los dictadores. María Elena Walsh le dedicó en su cancionero el “Aria del Salón Blanco”. “Al señor Jorge Garrido no lo asustan los cañones. El anota, firma y tacha, pero nadie lo depone. Nuestras felicitaciones.” En estos días fue recordado que “Jaime” se cansó de infiltrar marchas y de seguir personas. Montó operaciones contra enemigos políticos de turno (siempre son de turno), se cargó a Gustavo Beliz y así sucesivamente. Pero el punto que comenzó a activar la tensión con Casa Rosada, en forma paulatina, fue la alevosa adscripción de la SI a la pista iraní del atentado a la AMIA, motorizada por la CIA y el Mossad. La de-sembozada actuación de algunos miembros de la Justicia no es lo que originó sino lo que coronó el agotamiento de la paciencia gubernamental. En la penúltima edición de la revista Noticias, Stiusso salió de la cueva para contestarle al periodista y escritor Miguel Bonasso a raíz de las denuncias de éste, en su último libro, sobre los vínculos del espía con capos de la trata y el narcotráfico. Lo hizo con declaraciones destempladas, más propias de escandaletes farandulescos que de la reserva impuesta a funcionarios de ese tenor. Algún columnista de la oposición sacó pecho y se preguntó si Cristina tendría lo que hay que tener para echarlo a “Jaime” tan fácilmente como se desprendió del Chango y del Paco. Y le plantó al nuevo señor 5, Parrilli, la comprobación de que algunas cosas no se modifican por decreto. La nota llegó tarde, o simultánea con que Parrilli le pidió la renuncia a Stiuso. Resulta insólito no haber tomado nota de que si el agente se asomó a la superficie, nada menos que en una nota periodística, ya estaba sobradamente al tanto de su despido.
Adiós a Icazuriaga, Larcher y Stiuso. O en orden inverso, si es de acuerdo a su volumen de influencias. Por constatación de impericia –seamos ingenuos– u operaciones de desgaste, estas últimas sobre todo en la esfera de fiscales y jueces federales que de un día para otro resolvieron descubrir y activar causas contra funcionarios de su gobierno, Cristina ya había tomado nota, hace tiempo, de que los servicios iban por ella bajo el amparo y los favores de familias judiciales y corporaciones mediáticas. Si es tan como lo dicen (el firmante carece al respecto de mayores precisiones que las difundidas en la prensa), haber recurrido al general Milani como alternativa de Inteligencia paralela no parece ser la mejor opción que digamos, en ningún sentido o empezando por el de las sospechas que rodean al jefe del Ejército debido a su rol en la dictadura. Por lo pronto, descabezar la SI es una movida política enorme que llega bastante después de lo que era esperable. La noticia podrá no moverle un pelo al interés social, tanto como éste termina atendiendo a las maniobras de prensa que provocan los carpetazos jurídico-serviciales. O que se derivan de esos operativos. Varias especulaciones conjeturaron que el dato clave, para descifrar la decisión oficial, es que La Casa estaba operando para Sergio Massa, desde no haberle advertido a Cristina que el ex intendente de Nordelta se cortaría por su cuenta en las elecciones del año pasado. No debería poder creerse el infantilismo de ese razonamiento. O en todo caso, leer eso, única o prioritariamente, tiene el sentido de ocultar la ofensiva jueces-medios-servicios. Puede haber ambos aspectos. Los operadores sobran tanto como los inocentes.
También es cierto que la semana trajo noticias capaces de relegar el impacto del degüello en la otrora SIDE. Una, simultánea, es el retorno de Aníbal Fernández a un puesto estratégico que, al margen de las polémicas sobre perfiles personales, requería de una figura con su experiencia y capacidad de articulación. Otra –vaya que histórica– es el deshielo entre Washington y La Habana, que previo a cualquier consideración merece el reconocimiento a la firmeza del pueblo y la dirigencia cubanos, por fuera de todas las críticas y pasiones encendidas que despierta el gobierno de la isla. Su experiencia inédita, a un charco de distancia de los Estados Unidos, resistió un bloqueo incalificable de más de cincuenta años y aún está por verse cuánto queda, porque esa infamia sigue vigente y porque, como dijo el Che, no se puede confiar en el imperialismo ni un tantico así.
Mientras tanto, no se dio el diciembre incendiado que pronosticaron operadores mediáticos y fauna adscripta. La sociedad parece asomarse en calma a ese 2015 en que deberá resolver si se sigue o se vuelve.
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