EL PAíS › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
Hace una semana el ministro Florencio Randazzo se enfureció ante nuevos ataques de grafiteros que no tuvieron mejor idea –si es que tienen alguna– que pintarrajear dos flamantes vagones de la renovada línea Mitre del ferrocarril urbano porteño. Continuidad, de hecho, de idénticas provocaciones (difícil llamarlas de otro modo) en las líneas Sarmiento y San Martín.
La indignación del ministro ante el atropello a los bienes públicos, justificada y compartible, abre sin embargo una reflexión acerca de la educación ciudadana, cuya mayoría parece resignada a aceptar vandalismos que no parecen ser solamente obra de jóvenes incontrolados ni producto de caudillos políticos o bandas urbanas.
Quizá la cuestión sea mucho más grave y tenga que ver –es una hipótesis– con algo más que la “modernidad”. Porque después de años de autoritarismo, brutalidad y genocidio, lo que queda a la vista en democracia –y se manifiesta cada vez más– es una sociedad en general incapaz de reconocer criterios de autoridad, quizá porque se ha habituado a la ausencia de sanciones y acostumbrado a discursos hipócritas y a que el concepto de jerarquía sea menoscabado de maneras tan impunes como veloces.
Es una cuestión extremadamente compleja y delicada de abordar, sobre todo porque nada indica que las autoridades, de gobierno ni de oposición, sean capaces ni siquiera de advertir su gravedad. En todo caso, reaccionan con respuestas simplistas, represivas o permisivas, para la prensa y los medios. Y luego siguen con sus distracciones habituales.
Esas respuestas contribuyen a la gravedad del problema, sin dudas, pero de ninguna manera son la raíz del mismo. Que acaso esté en una de las mayores fallas de la democracia argentina: que no ha sabido hacer docencia para restablecer sanos y equilibrados criterios de autoridad y de sanción.
Desde una perspectiva respetuosa a rajacincha de los derechos humanos, a la luz de nuestra historia pero también atendiendo a la necesidad de que el libre juego de los intereses de la sociedad sea parejo, pacífico y equitativo, lo que se espera siempre de un orden democrático es equidad y equilibrio entre los intereses en juego. Que son los de millones de personas que anhelan vivir respetadas y en paz, y para quienes el bien público es bien de todos. En esa perspectiva son desterrables tanto el orden autoritario como cualquier permisividad pretendidamente libertaria que, en aras de individualismos que ofenden al conjunto, destruyen bienes públicos.
Es también necesario y urgente reflexionar la cuestión porque este país salió de un autoritarismo que fue feroz, sí, pero tan cierto como eso es que la democracia no organizó un sistema de autoridades respetadas en base al saber, la moral y el buen comportamiento colectivo. Al contrario, el salto del autoritarismo brutal de dictadores y genocidas fue hacia una especie de nada. Y así caímos en esta especie de “antiautoridad” que está de moda y es nefasta. Incluso en el interior de comunidades y familias.
La vida en sociedad impone, siempre, aquí y dondequiera, un marco consensuado de respeto. A las leyes y a las autoridades constitucionales que se encumbran por el voto popular en primer lugar. Y a la jerarquía del saber, la educación, la prudencia y la firmeza que derivan en consecuencia.
Firmeza, por supuesto, entendida en el sentido más elemental: ser firme es ser riguroso en el cumplimiento de la ley. Lo que implica no desviar el debate hacia chivos expiatorios como los jóvenes, los pobres, las drogas y varios etcéteras, como tampoco hacia ligerezas sobre el supuesto arte grafitero.
Por eso, el caso de los que pintarrajean trenes es interesante. Cuando el ministro Randazzo, aspirante a la presidencia, se enoja y dice que “no podemos permitir que un par de tarados arruinen lo que entre todos construimos con tanto esfuerzo”, tiene razón, pero no toda la razón. Porque él es parte –quizás uno de los conscientes, es verdad– de una clase dirigente que está a años luz de comprender la raíz de este problema social que en general políticos, policías y jueces reducen a eslóganes vacíos y reparto de culpas al voleo, sobre todo a jóvenes, pobres, y ahora extranjeros.
Es reprochable que chicos desaforados deterioren el patrimonio colectivo –el de todos– pero sucede que ellos mismos son víctimas de su vandalismo debido a la pésima o nula educación cívica que les brindó la democracia. Son víctimas, además, de un periodismo miserable que los usa para aumentar la sensación de caos.
Vivimos en un país que en los últimos 30 años, por lo menos, no sanciona nada o sanciona todo mal, que es lo mismo. Se perdieron las viejas amonestaciones que bien o mal ejemplificaban y proponían conductas, y hoy nadie las teme. Les pasa a los chicos de todas las edades escolares, y les sucede a los adultos en los más diversos órdenes de la vida.
Las condenas en la Argentina jamás se cumplen. Siempre hay recursos, chicanas, códigos arcaicos y otros mamarrachos jurídicos que sólo sirven para minar la confianza de la ciudadanía. Ni siquiera es cuestión de garantismo versus mano dura. Lo que falta son dirigentes con sabiduría para proponer modos de convivencia que necesariamente han de pasar por los viejos, nobles criterios de que quien causa un daño debe pagarlo y quien afecta el patrimonio público debe repararlo como sanción.
Lo cual no tiene nada que ver con estúpidas nostalgias de la dictadura ni los viejos tiempos de una Argentina agraria y explotadora, como no tiene que ver con el amor familiar o filial que pretende “lavar ropas en casa”. En todo caso más refiere –cuándo no– al penoso estado de la Justicia y sus cada vez más repudiables conductas y estilos.
El horrible presente de la Justicia en la Argentina está arrasando incluso con la hasta hace poco respetada Corte Suprema que logró Néstor Kirchner con aquel decreto que terminó con las taras menemistas. En pocos años se echó a perder nuevamente ese respeto, por el fallecimiento de los ministros Argibay y Petra-cchi, ahora la renuncia del ministro Zaffaroni y el absurdo atornillamiento del casi centenario y acaso inhábil ministro Fayt. Si a eso se le suma la cada vez más evidente ambigüedad del presidente Lorenzetti, y el necio trancón opositor que impide que se cumpla la Constitución, no hay autoridad judicial respetable, como no hay sanción ni jerarquía ejemplar.
¿Cómo no entender –que no justificar, desde luego– que pibes ignorantes y desenfrenados pinten trenes como actitud de rebeldía? Complejísimo tema para meditar en este verano en el que el éxito rotundo de esa maravillosa película autocrítica que es Relatos salvajes sigue hablando de millones de argentinos que parece que van a mirarse en un espejo en el que son incapaces de reconocerse.
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