EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Jozami *
Una semana de conjeturas, en las que no siempre es fácil distinguir las observaciones inteligentes de las disparatadas, un debate mediático en el que aparece sobrerrepresentado el discurso más preocupado por culpar al Gobierno que por esclarecer lo ocurrido, una exposición pública de las contradicciones en la Secretaría de Informaciones que explica la reciente separación de su conducción operativa y sustenta las sospechas de intervención de agencias de Inteligencia extranjeras, una sociedad con un alto nivel de desconfianza sobre las instituciones judiciales y policiales, pero que no por eso espera con menos ansiedad el avance de la investigación. La muerte del fiscal Alberto Nisman culmina un proceso de veinte años en los que se profundiza el dolor y la impotencia de los familiares de las víctimas de la AMIA y es inevitable que ellos lo vean como un nuevo episodio desalentador. Lógicamente, todas las opiniones sobre el desenlace fatal se vinculan con la reciente denuncia del fiscal contra la Presidenta: ya una primera mirada pudo concluir que la gravedad institucional de esta denuncia no se condice con la carencia de pruebas que pudieran sostener una acción penal.
La muerte del fiscal que, naturalmente, es el tema que más impacta hoy a la opinión pública y exige prioritaria investigación no debe hacer olvidar las dos cuestiones anteriores que constituyen su contexto: de no existir el largo proceso de impunidad en relación con la AMIA no se justificaría tal desconfianza sobre el accionar de los jueces, las policías y los Servicios de Inteligencia, y de no haber producido el fiscal Nisman una denuncia más apta para generar un escándalo que para fundar una resolución judicial, las especulaciones de quienes desde el Gobierno denuncian motivaciones políticas tendrían menos asidero.
La causa judicial sigue caratulada como muerte dudosa y esta calificación expresa hoy tanto la insuficiencia de evidencias para sostener una definición judicial como refleja el estado de ánimo de la opinión pública. En un principio, parecía que la mirada del Gobierno y los funcionarios judiciales se inclinaba por la tesis del suicidio y resultaba difícil objetarla con los escasos datos con que se contaban. El departamento cerrado por dentro parecía la prueba concluyente: más de una vez se ha señalado en estos días que éste es un enigma ya resuelto por los clásicos de la literatura policial. Además del tan citado cuento de Poe, es bueno recordar que también pertenece a ese género de policiales del cuarto cerrado “Variaciones en rojo”, unos de los cuentos policiales con los que Rodolfo Walsh ganó un premio municipal hace más de sesenta años.
La primera carta de la Presidenta, que coloca entre signos de interrogación la palabra suicidio, fue modificando el cuadro y, curiosamente, muchos de los opinólogos opositores que habían poblado los programas de TV rechazando esta posibilidad quedaron confundidos cuando, luego de la segunda carta, advirtieron que el pensamiento oficial se orientaba en otro sentido. Más allá de que esta confusión ha llevado a que en los últimos días se reduzca la exposición mediática de las conjeturas en beneficio de opiniones más fundadas sobre los cursos institucionales a seguir, lo que importa es que esa confusión domina hoy a una opinión que exige el esclarecimiento y que el Gobierno es, obviamente, el más interesado en aclarar plenamente lo ocurrido.
En más de treinta años de democracia ninguna gestión se propuso seriamente la reforma de los servicios de investigaciones. El primer presidente de esta etapa nombró mucho personal nuevo en la SIDE, pero eso no parece que haya bastado para modificar la lógica de su funcionamiento. Con el menemismo –como se advierte en los horrores de la causa AMIA–, la agencia se vinculó cada vez más estrechamente con la Justicia federal. La continuidad de una estructura que ha sobrevivido a los cambios de gobierno puede explicarse tanto por el temor a las represalias del personal afectado por las reformas como por la tentación de utilizar en beneficio propio el notable aparato de poder allí acumulado.
La renuncia de los responsables de la secretaría y la decisión de la Presidenta de remover parte de su conducción operativa es un acto de valentía que contrasta con esa tradición de inoperancia oficial en relación con los servicios. Por eso, resulta notablemente injusta la idea de quienes con ligereza sostienen que asistiríamos hoy con la muerte de Nisman al último acto en la constitución de un Estado mafioso cuando los recientes cambios en la SI deberían ser entendidos como un primer paso muy significativo por retomar el control de los servicios, asegurar su subordinación plena al Ejecutivo y erradicar bolsones de corrupción e influencias de las agencias del exterior. El proceso iniciado en 2003 ha ido modificando gradualmente la imagen que del Estado tiene gran parte de los argentinos, porque en todo el proceso de expansión de derechos de estos años la acción del poder público ha sido fundamental. Es cierto que el Estado sigue mostrando su cara autoritaria muchas veces en la actuación de la fuerzas de seguridad, en colusión con los intereses locales, en la victimización de los más pobres. Esto es precisamente lo que hay que seguir reformando, pero poca autoridad tienen para señalar estas rémoras quienes niegan las grandes transformaciones ocurridas y pretenden volver doce años atrás.
No se habían aclarado ni siquiera los datos básicos respecto de la muerte del fiscal, cuando Mauricio Macri adoptó una infrecuente pose de estadista para proclamar las dudas sobre la posibilidad de esclarecimiento del hecho y erosionar la confianza en que el Gobierno orientara correctamente la investigación. En la sorpresa, quizá muchos espectadores no hayan recordado en ese instante que quien se arrogaba esa autoridad ha sido dos veces procesado, una de ellas por el mismo fiscal Nisman, en relación con el espionaje ilegal a un familiar de la AMIA. Sergio Massa tuvo expresiones similares y terminó su intervención reclamando que “el crimen no quedara impune”, cuando nadie había aún descartado la hipótesis del suicidio.
Esta señal de los dos principales dirigentes opositores provocó una andanada de propuestas y sugerencias que, apoyándose en la seguridad incuestionable de que por los cauces naturales el hecho no sería establecido, reclamaban la intervención de la Corte Suprema más allá de sus facultades constitucionales o la presencia de veedores de organismos internacionales, hasta llegar a un ex embajador del menemismo que sugirió el adelantamiento de las elecciones, mientras en los programas de TN, como al descuido, se hablaba del caso Watergate. La oposición ha hecho una apuesta por tratar de golpear severamente al Gobierno aprovechando el escándalo que suscita la muerte del fiscal. El avance de la investigación, la prudencia en las declaraciones y el firme respaldo a la Presidenta parecen las mejoras respuestas para enfrentar esa maniobra que, como todo lo que se apoya en una subestimación de la opinión del pueblo, no tiene por qué ser exitosa.
La difusión de las primeras escuchas reunidas por el fiscal Nisman confirmó que nada de lo que allí se habla puede configurar un delito, aunque seguramente en el marco de la creciente islamofobia que se globaliza y llega a la Argentina, la aparición de un personaje demonizado como D`Elía hablando con un amigo de Irán puede causar algún impacto en la opinión. Acotemos, por otro lado, que por el tono utilizado y el énfasis con que el contacto iraní afirma algunas cosas, resultan difíciles de explicarse diálogos que era razonable sospechar que fueran escuchados por algún servicio, pero no por eso resultan menos insustanciales desde el punto de vista del derecho penal. Así lo plantearon en relación con la presentación de Nisman Raúl Zaffaroni y Julio Maier, dos autoridades que, porque saben de lo que hablan, suelen ser más parcos en sus expresiones que muchos opinantes de la televisión.
Conmociones como la que hoy estamos viviendo pueden alentar reacciones contradictorias: aprovechar la demanda pública de transparencia para profundizar la reforma de las agencias de Inteligencia o adoptar una postura conservadora por temor a que haya más reacciones como las que ya se han producido. La experiencia de lo ocurrido en relación con la reforma policial en la provincia de Buenos Aires es, en este sentido, aleccionadora. En dos ocasiones se avanzó en una política que tendía a erradicar los focos de corrupción en la fuerza, limitar el poder de una cúpula incontrolable, controlar la violencia institucional e imponer una nueva doctrina de seguridad democrática. Las reacciones que estas propuestas provocaron en algunos sectores policiales fueron utilizadas por los enemigos del cambio para desandar por dos veces el camino de reforma. Hoy la policía de la provincia mantiene los comportamientos tantas veces cuestionados y la doctrina de la guerra contra el delito que proponen las autoridades del área de seguridad compite con los discursos demonizadores del garantismo, como los de Sergio Massa y Mauricio Macri.
Avanzar en esta reforma y en la sanción de las leyes sobre Inteligencia y derecho a la información, como viene reclamando el CELS, constituirá el mejor modo de enfrentar esta ofensiva política que, aprovechando la muerte de Nisman, por enésima vez amenaza al kirchnerismo. En vísperas electorales esta coyuntura no puede explicarse de otro modo: los grandes poderes fácticos buscan debilitar a Cristina tanto para evitar un triunfo del Frente para la Victoria como para lograr que sea ungido finalmente por el oficialismo un candidato que no garantice la continuidad de su política. La confianza en la Presidenta y en lo hecho en estos años nos da razones para apostar al fracaso de esos propósitos.
* Director del Centro Cultural Haroldo Conti.
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