Sáb 31.01.2015

EL PAíS  › OPINION

El encogimiento de las palabras

› Por Ricardo Forster*

1. En estos días dominados por la vocinglería infernal que emana del establishment mediático; días en los que una máquina impiadosa parece arrasar con el sentido crítico de una parte no desdeñable de la sociedad, me resulta necesario detenerme a recuperar algunas antiguas reflexiones que sobre el lenguaje y sus usos escribí pensando en otras situaciones pero que se corresponden, sin dudas, con el aire malsano que hoy recorre nuestro país. La brutal ofensiva mediático-opositora contra el gobierno nacional, su desembozada estrategia para arrinconar y horadar a la Presidenta en un año donde se juegan cosas decisivas para los argentinos, se sustenta, en una medida nada menor, en la proliferación de un lenguaje canalla, soez y construido para darle forma a un “sentido común” desprovisto de cualquier atisbo de intervención reflexiva y crítica.

Los usos del lenguaje constituyen el eje alrededor del cual se definen las disputas que atraviesan la vida de un país. Eligiendo un desvío histórico intento, sin embargo, reflexionar sobre las consecuencias de esa bastardización de la lengua y su impacto en nuestra cotidianidad. Hoy, entre nosotros, el bombardeo mediático, ahora centrado en la muerte del fiscal Nisman, constituye el punto de envenenamiento de la sociedad. La democracia, la política como instrumento procesador de acuerdos y conflictos, de diálogos y divergencias está en riesgo ante la ofensiva de quienes buscan proyectar sobre la ciudadanía la certeza de un país imposible, inviable e irremediablemente enfermo. Saben cómo y dónde golpear. Conocen los recursos para hacer de la realidad un territorio irrespirable capaz de introducir el desasosiego y la desesperanza. Construir una “opinión pública” empachada por un dispositivo mediático funcionando a destajo con el único objetivo de dañar al gobierno nacional se ha convertido en la madre de todas las batallas para quienes buscan, de cualquier forma, recuperar el pleno ejercicio del poder. Ni la mentira ni la muerte los detiene. No hay, no puede haber en su estrategia impiadosa, ni siquiera el mínimo pudor a la hora de darle forma a un relato macabro de lo que sucedió con Alberto Nisman buscando responsabilizar a la Presidenta de la Nación de esa muerte todavía no desentrañada. Es por eso que me parece oportuno recorrer otros caminos de la crítica para buscar analizar de qué modo el uso del lenguaje y sus mutaciones está en la base de estas estrategias que hoy se afanan por debilitar proyectos democráticos que se desmarcan de la hegemonía neoliberal.

2. En un mordaz y durísimo ensayo, escrito hacia finales de los años cincuenta y en pleno milagro alemán, el crítico literario George Steiner declaraba sin ningún tipo de eufemismo la muerte del idioma de Goethe, Hölderlin, Nietzsche y Thomas Mann. Una doble muerte lo sepultó: primero el profundo e irreversible emponzoñamiento al que lo sometió el totalitarismo nacionalsocialista y, después, la degradación a través de su vulgarización mediática, su puesta a disposición del engranaje productivo-comunicacional de la sociedad de masas. Steiner sostenía, en aquel texto de extrema lucidez y anticipación, que el lenguaje no puede salir ileso de una rutinaria y sistemática práctica degradatoria; que hay una responsabilidad histórica que no puede ser negada, pasada por alto. El idioma nunca es inocente, y la lengua alemana “no fue inocente de los horrores del nazismo. Que Hitler, Goebbels y Himmler hablaran alemán no fue mera casualidad. El nazismo vino a encontrar en el idioma alemán exactamente lo que necesitaba para articular su salvajismo. Hitler escuchaba en su lengua vernácula la historia latente, la confusión y el trance hipnótico. Se zambulló acertadamente en la espesura del idioma, en el interior de aquellas zonas de tiniebla y algarabía que constituyen la infancia del habla articulada y que existieron antes de que las palabras maduraran bajo el tacto del intelecto. Oía en el idioma alemán otra música que la de Goethe, Heine y Mann; una cadencia áspera, una jerigonza mitad niebla y mitad obscenidad. Y en vez de alejarse con náusea y escepticismo, el pueblo alemán se hizo eco colectivo de la jacaranda de aquel sujeto. El idioma se convirtió en un bramido compensado por un millón de gargantas y botas implacables (...). Lo inefable fue hecho palabra una y otra vez durante doce años. Lo impensable fue escrito, clasificado y archivado”.

Un idioma puesto al servicio de lo infernal, de una maldad sin fronteras, que ha engendrado palabras de muerte y degradación. Sustraerse a esta responsabilidad, mirar hacia otro lado, supone reproducir aquellas mismas palabras que fueron utilizadas para exterminar a millones de seres humanos. Todo tiene un límite más allá del cual sólo queda lo irreparable. El desvanecimiento de la memoria colectiva se convierte en el mecanismo que hace posible dejar atrás –bien enterrados– aquellos horrores que en una época de exaltación y muerte fueron vividos como algo natural y necesario. La tragedia no radica en la excepcionalidad sino en la naturalización del mal.

Thomas Mann, con su implacable lucidez, fue uno de los pocos que se hicieron cargo del desbarrancamiento del idioma alemán; él sabía que sólo en el exilio, viviendo una diáspora dolorosa y culpable, podía intentar salvar al idioma de su ruina final (sabiendo, de todos modos, que ninguna garantía se dibujaba sobre el horizonte). Cuando se alejó de su hogar bajo la amenaza del régimen hitleriano, los “académicos” de la Universidad de Bonn lo privaron de su doctorado honorífico; como respuesta a ese agravio, Mann le escribió una carta al rector, donde sostuvo que quien se servía del alemán para comunicar verdades o valores humanos no podía permanecer en el Reich de Hitler: “Grande es el misterio del lenguaje; la responsabilidad ante un idioma y su pureza es de cualidad simbólica y espiritual; responsabilidad que no lo es meramente en sentido estético. La responsabilidad ante el idioma es, en esencia, responsabilidad humana (...) ¿Debe guardar silencio un escritor alemán, que es responsable del idioma porque lo usa cotidianamente, guardar absoluto silencio ante todos los males irreparables que se han cometido y se cometen día tras día, especialmente si ello tiene lugar en el propio país, contra el cuerpo físico, el alma y el espíritu, contra la justicia y la verdad, contra la humanidad y el individuo?”. La extraordinaria respuesta literaria de Thomas Mann sería su Doktor Faustus; allí, en esas páginas escritas durante su exilio americano, intentó hacerse cargo de esa relación extrema, siempre presente, entre Mefistófeles y el alma alemana. La lengua lo condujo por los pasadizos secretos de la belleza y el horror.

¿Qué se guarda en nuestra lengua, en nuestra travesía sureña surcada de memorias del dolor y la injusticia, para que regrese sobre nosotros, en estos días que deberían ser democráticos, el espanto no sólo de la muerte violenta sino también de su utilización perversa a través de aquellos medios de comunicación que expresan el deseo de destruir, utilizando cualquier instrumento, un proyecto político que amplió la inclusión social y la ciudadanía? ¿Qué memoria de nuestro propio horror dictatorial guarda el lenguaje de quienes hoy buscan, bajo la forma del amarillismo y la espectacularización mediática, erosionar los fundamentos de la convivencia democrática?

3. Mirar del otro lado de lo extremo constituye un ejercicio necesario, un modo pertinente de auscultamiento de la propia realidad. Lo oscuro, lo horroroso, está más integrado a la existencia cotidiana de lo que cualquier hombre sensato supone o quiere suponer. Hay muchas y variadas maneras de degradación de un idioma (que es lo mismo que decir de degradación de una comunidad de hablantes). Una, quizá la más terrible, es convertirlo en una lengua de la muerte, en una nueva sintaxis capaz de hacer pasar por normal lo espantoso, lo inhumano. Pero también existen otras prácticas degradantes, otras metamorfosis que van secando el lenguaje, que lo van convirtiendo en ruido siniestro pero cuyo sonido se vuelve ordinario.

“Los idiomas –sostiene Steiner– son organismo vivos. Infinitamente complejos, pero organismos a fin de cuentas. Contienen cierta fuerza vital, cierto poder de absorción y desarrollo. También pueden experimentar la decadencia y la muerte.” El lenguaje que configura el pensamiento, que le ha abierto el mundo al hombre, también puede servir para embrutecerlo. El engranaje mágico de las palabras esconde potencialidades divergentes, es poseedor de un fondo cuya profundidad se nos escapa. Entre el amor y la muerte, entre la felicidad y el sufrimiento, las palabras de los seres humanos van desplegando su misterio, tejiendo a veces un texto de esperanza para, en el interior mismo de esa labor, terminar por darle cabida al lenguaje de lo siniestro y de la barbarie.

Pero señalaba al comienzo que para Steiner una doble muerte sepultó al idioma alemán. La primera fue su conversión en la jerga tenebrosa del nazismo. La segunda, su puesta a disposición del “milagro” económico y tecnológico alemán, su reducción a mero apéndice del despliegue capitalista. El idioma plegó su espesura significante, desdibujó su potencia metafórica y fue triturado sistemáticamente por los nuevos medios de comunicación de masas que se hicieron cargo de la difusión generalizada de la lógica del mercado, de los dispositivos económico-tecnológicos que hoy atraviesan de lado a lado el planeta. El lenguaje fue “obligado” a entrar en una dimensión que le había sido ajena, sus perfiles fueron transformados a partir de las necesidades emanadas de los nuevos creadores de “realidad”. Una irreversible barbarie colonizó el idioma; una brutal homogeneización empobreció el habla de los hombres.

Y en este punto la crítica de Steiner se hace universal, pues ya no se puede hablar solamente del alemán, sino que hay que incluir el lenguaje en general, el de ellos y el nuestro, dentro de este proceso de vaciamiento cuyo eje vertebral son los grandes medios de comunicación. “Cada mañana –escribe Walter Benjamin– se nos informa sobre las novedades de toda la tierra. Y sin embargo somos notablemente pobres en historias extraordinarias. Ello proviene de que ya no se distribuye ninguna novedad sin acompañarla con explicaciones. Con otras palabras, ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración, sino que todo es propio de una información.” Saturados de “información”, los hombres han ido perdiendo la capacidad para comprender, han olvidado el sentido de las palabras y han sido despojados de “lo extraordinario” para ser introducidos en el lenguaje de la banalización generalizada.

Este es el síntoma de nuestro tiempo, el espantoso reconocimiento de que nuestras lenguas pueden ser, y de hecho han sido, doblemente envilecidas: por el totalitarismo político que convierte a las palabras en un instrumento para la muerte y, desde el “otro lado” de la modernidad civilizadora, por la degradación mediática del lenguaje, por su lavaje y empobrecimiento sistemáticos. Actualmente nos movemos en el vacío de esta doble destructividad. Las palabras que utilizamos han perdido su sentido, las ha ganado un proceso casi irreversible de abstracción y, allí donde cayeron en manos de los medios de comunicación, no lograron escapar a su vulgarización. La lengua que hablamos se empobrece cada día más y su nivel de comunicabilidad resulta por demás sospechoso. En el interior de la sociedad de masas, metido en las redes de la información, el individuo es dicho por un lenguaje que manipula su vida y sus ideas; sus palabras ya no le pertenecen, se le han alejado y la jerga en la que se expresa delimita no sólo el empobrecimiento de su cultura sino, también, el silenciamiento del mundo como realidad vital y compleja.

Mientras que el totalitarismo político, incluso también bajo la forma del ultraliberalismo contemporáneo, hace de la lengua un instrumento de dominación y exclusión, la irrupción de la sociedad mediático-computarizada convierte al lenguaje en un sucedáneo cada vez más vacío del lenguaje artificial de las máquinas. Un nuevo y feroz pragmatismo ha transformado no sólo la vida social y productiva, sino que se ha atrincherado en el lenguaje para despotenciar sus aspectos críticos e imaginativos en función de su manipulación serial y abstractiva.

En estos días argentinos volvemos a ser testigos del avance de esa lógica que, al mismo tiempo que narcotiza a una parte de la sociedad con palabras e imágenes desprovistas de cualquier dispositivo reflexivo y crítico, nos recuerda que en nombre de la civilización no ha dejado de hablar la barbarie.

* Secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.

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