EL PAíS
› EL PIANISTA MIGUEL ANGEL ESTRELLA RECUERDA LA TORTURA EN URUGUAY
“Me decía ‘te formaron para tocar para nosotros y elegiste la negrada’”
Es el flamante embajador argentino ante la Unesco, la entidad cultural de la que es hace años embajador de buena voluntad. Sigue en su casa de siempre, “sin creérsela”, tocando el piano. En este diálogo, recuerda sus dos años de prisión y tortura en Montevideo, cuando fue secuestrado, salvó su vida por la presión del mundo, pensó que nunca más podría usar sus manos y un coronel sanguinario le explicó que era “un traidor de clase”.
› Por Miguel Bonasso
“El manejaba los interrogatorios. El me decía: ‘vos nunca más vas a tocar el piano’. Porque vos no sos guerrillero, pero sos algo peor: con tu piano y tu sonrisa te metés a la negrada en el bolsillo y les hacés creer a los negros que pueden escuchar a Beethoven”, evoca el Chango Miguel Angel Estrella, y la sonrisa que perturbaba al coronel uruguayo José Nino Gavazzo reaparece triunfal sobre los abismos del terror y la muerte que conoció en carne propia en el Montevideo de 1977, cuando imperaba el Plan Cóndor.
Y el cronista piensa que tal vez el coronel Gavazzo desde su lógica perversa descubrió una verdad esencial, porque esa sonrisa de dientes grandes que ilumina la cara angulosa del gran pianista tucumano es la demostración mayor de que el Chango, como pretendía Rudyard Kipling, ha sabido tratar “al triunfo y a la derrota como a dos impostores”.
Ahora es el flamante embajador argentino ante la Unesco, donde ya era desde hace más de veinte años “embajador de buena voluntad”, pero ni el recuerdo de la muerte, ni todos los triunfos y condecoraciones mundiales recibidas en cuarenta años de carrera internacional bastaron para malversar su alma de cristiano primitivo, que brinda la sonrisa y una pasta frola excepcional en la cocinita de su casa de la entrañable cortada Renán, la misma donde habitó con Marta, el amor de su vida, muerta en 1975. La misma casita humilde que pintó de rosado en noviembre del ‘72, para ofrecerle el balcón al Viejo, que regresaba al país tras 17 años de exilio. La misma donde una noche de los setenta se puso a ensayar Brahms y logró, sin proponérselo, que el vecindario se agolpara frente a la puerta y los vecinos lo escucharan sentados en la vereda, como antes lo habían escuchado religiosamente los coyas de Salta y Jujuy o los peones del azúcar de la FOTIA tucumana, como lo escucharían después los habitantes de las villas miseria de todo el mundo, a los que restituiría durante décadas la propiedad perdida de Beethoven y Bach –que el coronel quería expropiar– llevándoles su “Música Esperanza”, que es más que una fundación o una ONG, es el viejo intento de que la cultura sirva para restablecer, en algún oscuro día de justicia, los derechos del hombre.
Llamarse Estrella es una premonición que arroja muchos significados. Su apellido en árabe es Najem (o Nayem, en la pronunciación española). Cuando sus abuelos inmigrantes llegaron a estas tierras, el funcionario de Migraciones les preguntó su nombre y el abuelo se limitó a señalar el cielo varias veces, sin decir una palabra. El funcionario vaciló unos segundos y luego ordenó: “Pónganle Estrella a estos turcos de mierda”. Había acertado: nayem significa estrella en árabe.
Quienes lo visitan en la casita de la calle Renán y se lo encuentran de jean o bermudas, enarbolando la sonrisa hospitalaria, no dudan cuando el nuevo embajador en la Unesco afirma: “Yo no me la creo, si alguna vez me enfermo de importancia los autorizo a que me den una patada en el culo”.
El diálogo que Página/12 sostuvo hace pocos días con Estrella fue mucho más que una entrevista periodística: la continuación de un encuentro mágico en el México del exilio, en la casa de Gerardo Bavio y Pila Garbarino, donde el Chango (recién liberado) se encontró con Jaime Dri, que había sido secuestrado como él, en Montevideo, el 15 de diciembre de 1977. Los que estábamos presentes fuimos sacudidos por sus exclamaciones: los dos se enteraron en ese momento de que el prisionero que habían sentido gritar en las sombras de la prisión clandestina era el hombre que tenían delante.
En rigor habían caído en el marco del mismo operativo de las Fuerzas Conjuntas, que empleó a cientos de sicarios armados hasta los dientes y apoyados por helicópteros. La casa que habitaba Estrella, con sus pequeños hijos Javier y Paula y “dos compañeros entrerrianos”, estaba en la mira de los militares argentinos y uruguayos. A esa casa debía ir Jaime Dri el díaque cayó. A esa casa concurría el Oveja Carlos Valladares, un viejo amigo del pianista, que había trabajado en Tucumán con su padre. El Oveja, que era militante montonero y murió poco después tomando la pastilla de cianuro, había sido filmado secretamente por los servicios en la puerta de la casa montevideana del pianista. Estrella no era montonero (como bien lo sabía el coronel Gavazzo), pero era incapaz de negarles hospitalidad a sus amigos. Y lo pagó muy caro.
La tragedia se anticipó a sus planes: el pianista y sus hijos estaban a punto de abandonar Montevideo para pasar las fiestas en Buenos Aires y luego dirigirse a México, cuando irrumpió la patota del coronel. Lo llevaron de los pelos a una casa clandestina cercana al aeropuerto de Carrasco y lo torturaron con picana y colgándolo de una roldana, junto a un desconocido que gritaba –como él– en la tiniebla. Al desconocido (Jaime Dri) lo trasladarían luego a las mazmorras de la ESMA. El pianista estuvo a punto de sufrir el mismo traslado clandestino. Lo salvó una gigantesca campaña internacional, conducida, entre otros, por dos grandes músicos: Nadia Boulanger y Yehudi Menuhin. La Unesco, curiosamente, jugó un papel decisivo para salvarle la vida. Pero no pudo impedir que la dictadura uruguaya lo encerrase durante más de dos años en el penal, que por una siniestra ironía los militares orientales se empeñaban en llamar “Libertad”.
En octubre del 2003, en la casa de la calle Renán, el concertista revivió su temporada en el infierno, sin odio ni rencor, exaltando con talento de narrador lo que Jean Paul Sartre decía con respecto a la resistencia de los prisioneros del nazismo: “Mientras haya una sola conciencia libre, ellos habrán fracasado”.
El infierno de Carrasco
La veíamos venir. La olíamos. Una tarde, mientras estaba en el jardín con los chicos, vimos dos helicópteros sobrevolando la casa. Luego supimos por los vecinos que había cincuenta autos en las cercanías con tipos armados hasta los dientes. Mi hijo Javier, que estaba por cumplir once años y había perdido a su madre dos años antes, me abrazó llorando y me dijo: “Ahora te van a matar a vos, no quiero vivir más, papá”. Mi hija Paula, de ocho años, vio cómo secuestraban a una de las chicas que vivía en casa. Yo había arreglado con una vecina que se los llevara, pero fue tal el terror que causó el operativo que los dos chicos se fueron solos, de la manito y temblando en busca de una familia amiga que vivía a unas diez cuadras.
Cuando me llevaron quedé encerrado en la capucha, con los ojos tapados por algodones. Y me torturaron encapuchado. Para bancarte la tortura tenés que buscar argucias para no cantar. Una de ellas era mística, mi relación con Dios. Una vez repetí más de treinta veces a los gritos: “Padre nuestro que estás en los Cielos”.
Me enfermé con una diarrea que no paraba y venía un capitán a decirme: “Sos un paquete nada más, que después tiraremos en otro lado”. El jefe (luego supe que era el coronel Gavazzo) que me reprochaba mi “traición de clase”: “A vos te formaron para tocar para nosotros y elegiste la negrada”. A veces, el coronel se sinceraba respecto a las diferencias entre la dictadura uruguaya y la argentina: “Vos decís que esto es un infierno. Pero yo voy a los chupaderos de Buenos Aires y salgo vomitando. Acá estás en un paraíso. No te matamos porque no podemos pero te vamos a destruir totalmente. Nunca más serás el padre de tus hijos. Nunca más tocarás el piano. Nunca más serás el amante de una mujer. Tenemos métodos muy sofisticados y si a los dieciocho años, que es el tiempo que te vamos a guardar acá, seguís con esa sonrisa te vamos a matar. Porque sos un tipo que tiene fe y eso te lo vamos a sacar”. Las manos, hermano, las manos. Durante seis días me ataban las manos a la espalda y me hacía el simulacro de cortármelas con una sierra eléctrica.
Entre los que me torturaban había una mina terriblemente sádica. Con esa mina yo hablé; era una mina de veinte años hecha mierda. Me acuerdo que era la más activa en la tortura. Desde el momento en que me secuestraron y me llevaban atado en el camión, empezó a pisotearme la cabeza. Empecé a distinguirla por la voz, porque tenía registradas las voces de los que nos pegaban y también las voces de los compañeros; llegué a contar 22 timbres diferentes. (Uno de los cuales era el de Jaime Dri.)
Un día esta mina de veinte años viene y me desata las manos y comienza a acariciármelas. A esa altura yo no tenía ninguna sensibilidad. Los dedos estaban hinchados. Ella me acariciaba y me decía: “Sol, qué hermosas eran tus manos hace unos días, cómo te las destrozaron”. (A todos nos habían puesto un apodo y a mí me decían Sol.) Yo me atreví a decirle: “Cómo podés ser tan hipócrita, vos que me metiste tantas picanas en los huevos”. Ella respondió: “Ya sé, ya sé”. En medio de las sombras y los fantasmas yo me la imaginaba linda, un hembrón, pelo negro, largo, medio mulata. Ella me decía: “No, nada que ver, soy petisa, tengo los labios finos, soy fea, pero sé coger muy bien”. “Vos te tenés que salvar”, llegué a decirle una vez, en esos diálogos cortos y clandestinos que teníamos cuando estábamos a solas. Y ella me contestó: “No, porque si no me matan ellos me vas a matar vos. ¿O vos me vas a perdonar todo lo que yo te hice?” Le pregunté cómo había llegado a “esto”. Me contó que vivía en un cantegril (villa miseria, en el irónico argot uruguayo), que un tipo la sedujo, le dio un poco de droga y al tiempo un día le dijo: “Te llevaría a una sesión rara, pero excitante”. Y la trajo a una sesión de tortura. “Eso me motivó. Hoy cuanto más violenta soy más me pagan, por eso soy una hija de puta.”
No hubo forma de convencerla, me quedó grabada como algo tremendo humanamente: una mina de una villa miseria destrozada por un sistema.
Memorias de
la casa muerta
Recién el 15 de febrero (de 1978) supe que estaba en el penal “Libertad”. Yo siempre digo que en esa cárcel conocí lo mejor del Uruguay, a pesar de que era un laboratorio para destruir seres humanos. Estaba dirigido por psiquiatras. Todos estábamos bajo su control.
Además de los pabellones había cinco pisos. Para cada sector estaba programado un grado diferente de dureza en el trato. Y esto podía cambiar súbitamente para mantenerte en un estado de perpetua alarma. Siempre me he preguntado cómo la inteligencia, la ciencia y el saber pueden estar al servicio de semejante proyecto de destrucción. Ni la correspondencia se salvaba: sólo te dejaban ver las cartas que podían atormentarte o causarte un conflicto. Una vez me escribió la Pila y se podía interpretar que mi vieja había muerto. Me volví loco, fue el único día en que perdí los estribos; quería matar a alguien.
Pero nosotros también teníamos estrategias de resistencia. Los presos nos contábamos todo. Los sueños, los amores que habíamos tenido, cómo eran nuestros hijos, las mujeres que habíamos elegido, los maestros que nos habían marcado. Contarnos era una manera de tener la cabeza ocupada en cosas de la vida.
A mí me tomaron como el preso más solidario. Cuando había algún afloje para repartir la comida decían: “Que reparta el Chango, que con esa sonrisa de oreja a oreja nos hace bien a todos”. Había una complicidad para ayudarnos a vivir. Si había un compañero que estaba muy mal a mí me mandaban para hacer “guardia de enfermo”. La “guardia de enfermo” consistía en contar cosas de viajes, de lo que pasaste en tu infancia, los mitos, los “casos”, como decimos allá en el Norte. Para mí era como hacer música. Había uno, por ejemplo, al que le habían dado tanto que no hablaba con nadie y lo dopaban. Yo le decía: “Mirame, por lo menos, cuando te hablo”. Y nada, él me daba la espalda. Un día le empecé a contar esas historias típicamente santiagueñas y la corté antes de llegar al final. Entonces se dio vuelta y fue el primer gesto de que escuchaba.
El 21 de setiembre de 1978, gracias a la campaña internacional que no paró un solo día, me llegó el mejor regalo: un piano mudo, para recuperar mis ejercicios como pianista. Pero la música estaba siempre presente. Había un prisionero al que llamaban Pirata, porque arrastraba una pata debido a la tortura: durante tres meses lo dejaron sentado y nunca más pudo caminar normalmente, porque se le habían atrofiado los músculos.
Al Pirata, que era un loco por la música y un hiperdotado, yo le daba clases a través de la pared de la celda, con dictados rítmicos. También aprovechaba los masajes que le daba en sus pies atrofiados para completar su instrucción musical, dándole lecciones por escrito. El guardia que nos custodiaba se aburría, se iba para otro lado y yo avanzaba en las lecciones musicales.
El Gato Ember
Una de las técnicas más perversas que utilizaban los psiquiatras del penal consistía en meterte en la celda a tipos con los que inevitablemente ibas a chocar. Ya fuera por cuestiones psicológicas o políticas. Buscando un personaje ideal para que me cayera mal y me fuera a las manos, me metieron un día en la celda al Gato Ember.
Era trosko. No bien entró, olfateó el olor a café (yo era el único preso que gozaba de ese privilegio) y me largó de entrada: “Burguesita la celda, ¿no?” Y yo lo atajé: “Mirá, si me venís con las teorías sobre los pequebú te digo: sí, pequebú hasta la muerte, hermano. Me gusta el café, me gusta el chocolate, me gusta ir al Sorocabana”. El no se amilanó: “Tú no sos un pequebú, tú sos un bú”.
A Ember le molestaba que yo todas las noches rezara. Rezaba despacito pero rezaba. No podía concebir que un tipo que estaba por cumplir cuarenta años rezara. “Tendrás que acostumbrarte”, le dije.
Un día nos teníamos que contar las visitas que habíamos tenido y yo le dije que había venido mi hijo Javier, que se estaba asomando a la pubertad y andaba en sus primeros escarceos amorosos. Había conocido a una chica de la escuela, que se llamaba Concepción y era divina. Y me dijo: “Se me regaló, vos viste, papá”. Yo le conté entonces cómo había conocido a su mamá, en un colectivo 105. Una morena de ojos negros que me flechó desde que subí al colectivo. Estaba sentada y miraba por la ventanilla incómoda por mis miradas. Yo le pedí que me llevara el portafolio y el tipo que estaba sentado al lado me dijo: “Sentate, pibe y avanzá”. Nos bajamos a las diez cuadras y fuimos caminando hasta el pasaje Renán. Cuando oímos los pajaritos en los árboles me pareció estar en Tucumán y le dije a tu madre: “Qué lindo lugar para hacer un nido”. Yo no podría decir que se me regaló; en todo caso nos regalamos el uno al otro y fue el amor de mi vida. Javier se largó a llorar y nos cortaron la visita.
De vuelta en la celda le conté al Gato que me había quedado mal y él me salió con una de las suyas: “Lo menos que hiciste con tu hijo fue hacerlo un revolucionario”. Me le tiré encima y él me paró, diciéndome: “Tú sabes, no hay dos tipos más diferentes que tú y yo. Yo no te puedo soportar y tú no me soportas a mí. Hagamos un pacto de no hablar”.
Durante dos semanas nuestra comunicación se redujo a pasarnos el mate. Los compañeros me decían: “Vamos a tratar de que te cambien de celda, porque se van a destruir ustedes dos”. Yo les decía: “No pasa nada porque no hablamos y yo tengo mi teclado”.
Entonces, una mañana, el Gato Ember me empezó a hablar. El Gato, que era un tipo insomne y asmático, decidió confesarme “una debilidad”: “Nunca estuve mejor en una celda que contigo. Nunca en estos siete años pude dormir y ahora duermo. Vos aportás una armonía acá en la celda que no sé de dónde mierda viene”. Y agregó: “Disimulá, seguí diciendo que nos llevamos mal para que podamos seguir juntos en la celda”.
Lo esencial con este hermano era un ejercicio intelectual que hacíamos: él tenía una capacidad de síntesis increíble. Yo no. Me decía: “Tú empleaste doscientas palabras para contarme eso. Ahora eso mismo lo podés decir con sesenta”. Y empezábamos a sintetizar. Fue una cosa extraordinaria para mí, era como hacer música con alguien.
“Te amamos, Chango”
El día que me liberaron yo no sabía que estaba por salir, pero el Gato, tocándose la nariz, profetizó: “Libertad para ti”. Me habían sacado para la enfermería pero yo no tenía nada.
El momento de la libertad fue un momento extraordinariamente fuerte, me temblaban las manos. Hasta el último minuto me dijeron que me trasladaban a otra cárcel. Eso formaba parte del sistema de desgaste, pero yo le creí al instinto del Gato. Fui celda por celda, diciéndoles “capaz que me voy” y repartiendo mis pertenencias. No me permitieron que le dejara el teclado mudo al Indio, un compositor al que le daba clases de piano sin piano.
Salí a la hora del recreo, escoltado por un milico que me iba pegando. Al que le dije: “Hijo de puta, ¿no te das cuenta de la belleza de este momento?”. Los compañeros habían salido todos a las ventanas que daban al patio y me gritaban: “Chango, no te olvides de nosotros. Viví, viví a full. Te amamos, Chango”. Yo me puse a llorar. Con el piano al hombro y ese tipo que me pegaba.