EL PAíS
› OPINION
La maldita suerte terminó
› Por Felipe Yapur
Por las noches solía llegar acompañado de sus cómplices hasta el Arsenal Miguel de Azcuénaga, ubicado en las afueras de San Miguel de Tucumán. Se dirigía hasta el campo de práctica de combate donde ya todo estaba preparado. Los detenidos-desaparecidos esperaban tabicados y atados. Sin mucho preámbulo les disparaba en la nuca, los cuerpos se desplomaban en una fosa común. Luego les dejaba el lugar al resto de los oficiales, obligándolos a firmar con sangre el pacto de silencio. Una vez terminada la faena, se arrojaban cubiertas y madera. Finalmente, una antorcha encendía los cuerpos que ardían toda la noche. Así, durante 1976 y 1977, el genocida Antonio Domingo Bussi –dueño de las vidas y haciendas de los tucumanos– impartía lo que él consideraba una forma de justicia, más allá de la ley y la verdad. Hubo que atravesar 28 años de impunidad sistemática para que el ex dictador conociera por fin la verdadera justicia. La noticia de su detención causa alegría. Qué duda cabe, es un aliciente para la lucha inclaudicable de los organismos de derechos humanos tucumanos, esperanzados en que Bussi no sea el último.
Bajo la dictadura de este general de sonrisa equina cientos de tucumanos que se transformaron en detenidos-desaparecidos. A través de esta práctica sistemática, logró imprimir en la sociedad de esa provincia un terror que no tiene parangón y que todavía subsiste. Pero no actuó solo. Decenas de oficiales del Ejército y de la policía local lo acompañaron en la carnicería. La dictadura fue su guarida. Después, se benefició de las leyes de impunidad impulsadas por el gobierno de Raúl Alfonsín. Y el menemismo lo protegió y lo respaldó –política y financieramente– durante su gestión bajo las normas constitucionales, uan gestión por la que todavía debe responder.
Sin embargo, también estuvieron los que combatieron a Bussi con la única arma de la denuncia y la permanente movilización. Marina de Curia y Nena Ponce, dos incansables luchadoras, se murieron sin perder jamás la convicción de que iba a llegar el día en que caería preso. Las siguen todavía algunas: Carmen de Mitrovich, con su inconfundible tonada tucumana, gritó por años en la plaza Independencia la condena al máximo responsable de la matanza. Adelaida Campopiano, quien faltó por primera vez a una marcha de los jueves cuando una intervención quirúrgica se lo impidió, sigue por estos días preparando alumnos para poder subsistir y continuar luchando. Tal vez ahora ellas podrán sentir por primera vez que la exigencia de juicio y castigo comenzará a abandonar la utopía para transformarse en una realidad.
Es probable que hacia el final del juicio a Bussi poco se sepa del destino real de Juan Carlos “Coco” Vittar, Adriana Mitrovich, Eduardo Ramos, Maurice Jeger, Julio César Campopiano, la familia Rondoletto, los Soldatti, Fernando y Gloria Curia, la adolescente Ana Corral, entre otros cientos de desaparecidos. Y lo es porque no es menos cierto que la fiereza de Bussi para aplicar el genocidio estuvo siempre íntimamente relacionada con la cobardía que demostró al valerse de fueros parlamentarios, cobijarse en las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y de todos los artilugios jurídicos para evitar dar cuenta de sus actos, borrar pruebas.
Pero todo indica que esa maldita suerte, la misma que siempre acompañó al dictador, concluyó ayer.