EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La Sala Primera de la Cámara Federal confirmó el fallo del juez Daniel Rafecas rechazando de plano la denuncia por encubrimiento contra, entre otros, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el canciller Héctor Timerman y el diputado Andrés Larroque. La decisión ratifica que son superfluas las medidas de prueba solicitadas por el fallecido Nisman y sus colegas Gerardo Pollicita y Germán Moldes.
El camarista Jorge Ballestero, en un párrafo de su largo voto, sintetizó los motivos de modo implacable y sutil. Contrapone el verso de los dictámenes contra los datos duros, esto dicho en palabras del cronista. En las del magistrado: “inferencias versus declaraciones; suspicacias versus documentos; especulaciones versus acontecimientos. La balanza, sin lugar a dudas, no se inclina de un modo provechoso al éxito de la denuncia”. Y agrega “ni siquiera el mismo fiscal Pollicita en su apelación logra aportar algo de sustento que equilibre un poco más la notoria disparidad entre lo denunciado y lo probado”.
Son insustanciales las argumentaciones de Nisman, de las que se hicieron generoso eco la prensa dominante y la oposición política.
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Los camaristas llegaron a una sentencia dividida. Hicieron mayoría Ballestero y Eduardo Freiler. Eduardo Farah se expidió en disidencia pidiendo que la causa continuara y se provean velozmente las medidas de prueba. Los jueces, se sabe, son quienes evalúan y deciden tratando de mantener imparcialidad. Los fiscales no juzgan, son parte. Su rol no exige imparcialidad, bien mirado: tienen la tarea de acusar. Desde luego deben hacerlo con fundamento: se requiere un grado de verosimilitud ausente en este pleito.
La instancia siguiente es la Casación si, como todo lo indica, el fiscal ultra-anti K Germán Moldes sostiene el recurso. Y podría llegarse a la Corte Suprema, completando el recargado itinerario de los juicios, que por algo nadie entiende.
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La parte del león de los fundamentos de la Cámara está contenida en la sentencia de Rafecas. Los dos magistrados de la mayoría desarrollaron distintos votos, con algunas divergencias en el camino aunque no el punto de llegada. Por ahora, se ahorra buena parte de esos recorridos, que quedarán para los especialistas o para futuras columnas.
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Ballestero desmenuza el escrito inicial de Nisman, tal como hiciera Rafecas. El camarista alivia al fiscal fallecido de ciertas críticas: expresa que su “relato sin escatimar en adjetivos, exhibe una pulcra redacción (y) es atendible verse seducido por lo que se enuncia”. Hasta ahí una palabra caritativa... luego, llega el “pero”, rotundo. “Pero cuando uno se detiene y avanza en sus detalles, los contornos de lo que se dice ya no son tan nítidos. Como si se tratara de un pase de ilusionista, en casos como este es preciso analizar las cosas más de cerca para poder develar su real entidad”. Un pase de ilusionista, la mano que engaña al ojo: cero asidero probatorio.
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La Vulgata opositora aducirá, ya está en eso, que la Sala Primera ha dictado fallos favorables al Gobierno. A veces fue así, en otras no. Hete aquí que fue ese tribunal el que sancionó la inconstitucionalidad del Memorándum de Entendimiento con Irán, que no favoreció especialmente al Gobierno. La mayoría hace referencias a esa causa, seguramente en parte para resaltar su ecuanimidad y en parte porque proporciona material nutritivo. Uno, que ya había detallado Rafecas, es que Nisman cuando la articuló ya conocía casi toda la prueba que funda la denuncia por encubrimiento. Desde la información nada sólida del fallecido periodista José Eliaschev hasta la mayoría de las escuchas telefónicas, que vienen de muchos años atrás y le fueron llegando casi en simultáneo con las grabaciones. Sin embargo, Nisman jamás habló de delito en las anteriores presentaciones. Raro o inexplicable...
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Otro punto, tan evidente como negado por las distintas vertientes de la oposición, es que la inconstitucionalidad es una sanción grave pero no equivale a un delito. Recordemos la gradación evidente. Cualquier ley puede ser considerada mala o pésima, pero eso no la convierte en inconstitucional. Y esta última condición no equivale a que sus autores hayan cometido hechos criminales.
La historia argentina nos da ejemplos comparativos, cree este escriba y lo somete a debate. Son la ley de obediencia debida, la de punto final (dictadas durante la presidencia de Raúl Alfonsín) y los indultos concedidos por el presidente Carlos Menem. Con el correr del tiempo los tribunales fueron declarando inconstitucionales a las leyes. Luego lo haría la Corte y agregaría los indultos.
En ese caso los crímenes atroces estaban probados y reconocidos por quien legisló o ejerció la prerrogativa presidencial de indultar. Se dispensó de juzgamiento o aún de condenas, deliberadamente y con fundamentos políticos, a delincuentes conocidos.
Las inconstitucionalidades llegaron como consecuencia de la acción tenaz de las víctimas. Entonces se abrieron o reabrieron procesos contra represores. Hubo condenas pero a nadie se le ocurrió acusar a los presidentes Alfonsín y Menem por encubrimiento. Los reproches a su proceder (que buscaba deliberadamente no juzgar a la mayoría de los delitos de lesa humanidad) quedan en el marco de la política, no se llevaron a los tribunales. Se hizo bien.
Habría que cavilar por qué no hubo fiscales creativos que impulsaran denuncias como las que ahora nos ocupan. Acaso su grado de conflicto con el poder político fuera menor. Por ahí, al Departamento de Estado o al Estado de Israel algunas “impunidades” innegables le importan tres velines o menos que otras puramente inventadas.
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Una argumentación en boga es que aunque los dictámenes están flojitos de papeles, los hechos son llamativos, lo que debería motivar a investigarlos. Subestiman la gravedad de lo que es un delito o una acusación de haberlo cometido. Se sugiere, desde la opo y la Corpo, que los Tribunales pesquisen por si acaso, como quien va a la pesca con medio mundo. No hay pruebas pero sí sospechas, busquemos las evidencias por ahí.
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Ballestero da vuelta el argumento: “Es la presencia de una evidencia la que debe motivar la promoción de una investigación penal, y no a la inversa”. Agrega, líneas abajo: “Nos encontraríamos frente a la paradoja de que, en lugar de profundizar una investigación a fin de corroborar o descartar una circunstancia sospechosa que pueda presentar relevancia jurídico-penal, lo haríamos ‘por las dudas’, a fin de localizar algún elemento sospechoso”. Aunque se cuida mucho de incursionar en el terreno político, toca su nervio cuando concluye que una investigación mantenida mientras durara la supuesta sospecha “está destinada a la perpetuidad”. Esto es lo que se buscó: causas siempre abiertas, espadas de Damocles perennes sobre la cabeza de funcionarios que los jueces detestan. Lo que uno llama, apenas en solfa, “la Gran Comodoro Py”.
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El camarista Farah arguye que hay un viso de verosimilitud y que eso fuerza a abrir la investigación. Basta con que el delito sea “posible”, se investiga a ver si se llega a lo “probable”, solo se condena luego, si hay “certeza”. El desarrollo tiene elegancia pero peca de vaguedad. El posibilómetro no se ha inventado, su medición depende del criterio del juzgador.
Un delito, empero, no se comete porque sí. Menos aún desde el Estado. De ahí que el móvil sea determinante para olfatear la “posibilidad”. Sucede que es absurdo el móvil que Nisman propaló: facilitar la venta de commodities, que es lo más sencillo que hay y se consiguen en todas partes. Farah lo gambetea, para no tropezar.
En cuanto a asegurar la impunidad de los iraníes sospechados, esa conducta se da de bruces con la trayectoria del Gobierno desde 2003 y de la Presidenta desde bastante antes. ¿Para qué lo habrá hecho? Farah esquiva el punto, en el que derrapó Nisman.
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Ballestero se muerde la lengua para no ser sarcástico con los planteos de los fiscales. Lo logra en cierta dosis. Pero ni él, ni Rafecas ni Freiler se privan de señalar las inconsistencias y contradicciones del escrito inicial de Nisman que sus colegas ratificaron con decreciente enjundia. Traducido a la jerga del cronista, Ballestero sugiere que las fiscalías “eligen su propia aventura” con las escuchas: arman dos o tres relatos no congruentes, mezclando las pruebas como naipes.
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La causa que investiga el atentado a la AMIA sigue su marcha de tortuga, a casi once años del atentado.
La que investiga la muerte de Nisman tropieza y se enmaraña, pero avanza. Hubo quien adujo que fue víctima de un asesinato o hasta de “un magnicidio” porque su dictamen era irrefutable. La muerte probaría la veracidad, aunque falten evidencias.
Desde sectores afines al Gobierno, se elabora otra narrativa. A Nisman lo usaron para urdir una denuncia berreta y luego lo mataron para multiplicar su resonancia.
Ambas lecturas son silogismos o sofismas o conjeturas de raíz política. Ninguna está corroborada y protagonistas de primer nivel deberían ser más cautos, evitándolas.
Andando el tiempo, se diluyó la aureola de héroe republicano del fiscal. No por su vida privada, sino por la pública. Los nexos con “la Embajada”, la existencia de ñoquis que le devolvían parte del sueldo, los paseos en período laboral, la existencia de cuentas no declaradas en el exterior.
Claro que un protagonista cuestionable puede redactar un dictamen perfecto o viceversa. Los papeles se “autonomizan” de su autor, valen por sí mismos: mucho, poquito o nada. Van dos sentencias sucesivas, muy sustanciosas. Concluyen que la denuncia está desnuda, como cuando nació.
Quedan 85 crímenes y una muerte violenta dudosa por investigar, en otros expedientes y con carácter prioritario.
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