Vie 03.04.2015

EL PAíS  › OPINIóN

Grieta de vida

› Por Oscar Luna *

El batallón Puloil estaba conformado con aquellos jóvenes que, por su vida irregular, desordenada o demasiado apegada a los excesos, eran considerados, por algunos, un riesgo para la misión.

Era evidente que no eran tipos fuertes ni preparados y, como la gran mayoría allí, no entendían de armas y menos de estrategias militares. Por tal motivo quizás se les encomendó una tarea claramente menor pero, por qué no, también patriótica: mantener a raya la limpieza de la embarcación.

Cada mañana el batallón Puloil recorría balde en mano, a punta de escobillón, cada milímetro del buque Bahía Buen Suceso, ocupando los espacios que dejaban vacantes sus tantísimos superiores, haciendo uso integral de los camarotes, no sólo para descansar o debatir sobre las banalidades de la contienda, sino para compartir esa intimidad que hace lazo, donde el llanto y la risa se ofrecen también como parte del pacto.

Allí, lejos de la crueldad de un mundo que no les era propio, protegían la libertad de seguir jugando, desafiando el muro con palabras en clave de lo que vendría, rompiendo el silencio, habitando la fisura, provocando su versión, convirtiéndose en usina permanente de información, una voz en fuga. Dueños mágicos de las ilusiones pasajeras del resto de la tripulación, en la penumbra.

Sumergidos y distantes, la travesía los volvió grupo... grupo humano que hace trama, instituye identidad, promueve sentido, para no dejarse arrastrar a la certeza infinita de lo peor por venir, al horror que congela el alma.

Con tiempo y espacios, el grupo se preparó para resistir lo inhumano y sortear el odio que despierta en los hombres el dolor de la muerte próxima. Para preservar lo más sensible y seguir emocionándose con las tardes y las gaviotas, con los amigos de la gloria, con las bahías encantadas de azules fríos y humos distantes, y esas notas olvidadas que se recuperan o se inventan allí, en un instante.

El batallón tenía su fusil en un escobillón, eran niños jugando entre castillos de hierro con olor a escolleras, suturando vivencias y decepciones, amalgamando ilusiones de un mundo mejor.

Entre el grupo nacieron mitos, que aún se recuerdan de tanto en tanto, cuando los fantasmas se visten de gala, beben alcohol y van al encuentro de lo irremediablemente perdido. Su nacimiento de fuego fue una tarde durante un ataque certero de la aviación inglesa. En ese alerta rojo, la tripulación toda debía correr desde el barco encallado en la bahía hasta los pozos de refugios que agujereaban la ciudad. Entonces se dieron cuenta –cada historia arrastra el misterio de la verdad oculta–: todos corrían con fusil, pero había cuatro que corrían con escobas, ése era su arma, el arma con que defendían la tierra amada, la historia y la barriada, pero también la libertad, y la irreverente dignidad de esa mirada inocente y bella que contiene el juego cuando existió una infancia.

* Ex combatiente de Malvinas, psicólogo UBA.

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